Opinión

Homo relativus

En ‘Homo relativus: del iluminismo a Matrix. Una historia del relativismo moderno’ (Akal), el filósofo Iñaki Domínguez reflexiona sobre cómo la realidad material ha quedado, poco a poco, desacreditada en favor del GPS, del mapa, de lo representacional, llevándonos a abandonar lo primordial de nuestra vida.

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02
septiembre
2021

«Rechacé lo real y rabiosamente he devorado el ideal», dice Jane Eyre en la novela de Charlotte Brontë que lleva su nombre, publicada en 1847. Cuando habla de lo ideal la autora se refiere, realmente, a lo imaginario: a una subjetividad que proyecta en los hechos aquello que anhela, en lugar de valorar lo que estos tienen que ofrecer. Eyre representa, en este caso, una clásica actitud neurótica (e inmadura) propia de la persona que prefiere obedecer a sus ensoñaciones antes que materializar en el mundo real su propio ideal; un proceso, este último, lleno de obstáculos, imprevistos, desengaños y alegrías, pero, al fin y al cabo, real. Algo similar dice Blanche, en Un tranvía llamado deseo (1947): «A mí no me interesa la realidad, yo lo que quiero es magia».

Esta tendencia a sucumbir al puro deseo frente a una realidad impredecible es típicamente humana y ha estado presente en toda época y lugar. Sin embargo, hoy, este caprichoso e infantil impulso se ve alimentado de modo intensivo por un capitalismo tardío (posmoderno, neoliberal) que prioriza «lo virtual [frente] a lo real». Como señala muy acertadamente el sociólogo británico Anthony Giddens, la confianza es fundamental en el desarrollo de la persona, pero cobra especial relevancia en un mundo irreal sin referentes materiales tiranizado por sistemas abstractos de interpretación. Es decir, cuidemos de nosotros, no vayamos a confiar de más.

Como afirma el propio Giddens, hasta el lugar o emplazamiento que ocupamos en el espacio se ha tornado fantasmagórico: «El emplazamiento físico es mucho menos significativo de lo que solía ser como referente externo en la vida útil del individuo». Cada uno de nosotros flota, cada vez más «libremente», en marcos de experiencia desgajados del contexto tangible. Vivimos vidas cada vez más abstractas y despegadas de los hechos, sin contacto con las cosas, y este modo de existencia se acelera por momentos. Si dejamos de aferramos a los hechos, a una vida tangible –de primera mano–, terminaremos incluso peor que un Edipo ciego que «no tendrá más que la voz de sus hijas que habrán de guiarlo, [junto con] su propia voz que él siente flotar en el aire sin poder situarla, sin saber dónde está él mismo y dónde esa voz». Nuestro objetivo debería ser materializar la idea, lo vaporoso, no evaporar la materialidad; una transmutación, esta última, que sería solo imaginaria. Hemos de materializar el ideal, no idealizar nuestra realidad material.

«Quizás habría que desconfiar de lo simbólico-narcotizante, pues encierra enormes peligros para la libertad personal»

A esta virtualización de la materia contribuye, también, la falta de contacto con la muerte –con la finitud de nuestra existencia– que caracteriza a nuestras vidas globalizadas, digitales. La muerte ha sido ocultada de nuestra mirada, y por ello la consideramos casi una imposibilidad. Podría decirse que sin muerte no hay vida, o que difícilmente puede uno comprender en qué consiste vivir sin ser consciente de su némesis. La vida sin la muerte es una ficción, nada más. La muerte es, de hecho, el referente de lo real; o, más bien, lo real mismo. Ocurre hoy que incluso en las situaciones menos propicias para ocultar la muerte, esta desaparece de nuestra mirada. En palabras de Michel Houellebecq en referencia al coronavirus: «La muerte nunca ha sido tan discreta como en estas últimas semanas […] Las personas mueren solas en su hospital o en las habitaciones del geriátrico, son inmediatamente enterradas (¿O cremadas? La cremación coincide más con el espíritu de los tiempos), sin invitar a nadie, en secreto […] las víctimas se reducen a un número más en las estadísticas de muertes diarias, y la angustia que se propaga en la población a medida que aumenta el total tiene algo extrañamente abstracto».

Creemos y confiamos excesivamente en las representaciones en las que nos estamos sumergiendo poco a poco. Aunque el mundo como representación siempre ha estado ahí, las mediaciones entre nuestra conciencia y el cosmos se han incrementado exponencialmente, algo que hace peligrar la autonomía de nuestra mirada, tornándonos ciudadanos de la pseudorrealidad. Quizás habría que desconfiar de lo simbólico-narcotizante, pues encierra enormes peligros para la libertad personal. No hablo de una autonomía para autodefinirnos, mirándonos el ombligo, sino para contar con un derecho a experimentar y sufrir, descubrir, madurar y crecer sin invasivas mediaciones representacionales. Hablo de descubrir qué es la vida en el mundo de lo concreto, de vivir no a través de los discursos de gurús de la autoayuda, de medios de comunicación parciales, de activistas simbólicos, de inversores financieros, de ideologías espurias, de abstracciones desligadas de los hechos del mundo, que nada saben de la realidad. Hablo de comprobar la existencia en primera persona; de construir y elaborar nuestras creencias sobre hechos constatados por nosotros, no a través de formulaciones ajenas.

Considero que no debemos confiar, ni un poco, en esas elaboraciones simbólicas que, generalmente, aspiran a retorcer los hechos del mundo a través de una manipulación del lenguaje y de esos marcos simbólicos que nada dicen de lo real. Sería necesaria una vuelta a la intuición, a la experiencia directa, no alegremente moldeable ni manipulable como ocurre con la representación. Ocurre, cada vez con más insistencia, que se da una inversión de la realidad, en dos sentidos: en el sentido de que la representación cobra más importancia que el objeto, y que, en consecuencia, se elaboran representaciones para la vida que encierran contenidos contrarios a la verdad. Es decir, que se vende como real, precisamente lo contrario de lo que el mundo verdaderamente es. Hoy la realidad mayoritaria sería una película no basada en hechos reales. Ya se sabe, una de esas en las que al inicio puede leerse: «Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia» o «todas las personas y acciones que en ella aparecen son inventadas».

«La cultura económica actual se funda en una lucha por acaparar nuestra atención»

Actualmente, se da una lucha entre sistemas de representación rivales, lo que nos lleva a elegir una representación frente a otra para poder vivir nuestra propia fantasía. Mientras tanto, los datos concretos siguen ahí fuera, para que nosotros, como sujetos individuales podamos interpretarlos a nuestro modo. Esto lo haremos, sin embargo, despreciando las cosas mismas en favor de mensajes y significados que nos resulten agradables, que nos sirvan de hipnóticos o estupefacientes simbólicos; constelaciones de ideas ajustadas a nuestro deseo, al margen de la realidad. Hoy nos amenaza un serio peligro: estamos perdiendo pie, poco a poco, despidiéndonos –sin saberlo– del terreno firme que supone una existencia real, o más «en sí» que las representaciones decididas a configurar, filtrar y acaparar por completo nuestra percepción y experiencias, en un proceso que acabará por abolir –o más bien, encubrir– cualquier referente material.

En este proceso, el tránsito gradual es precisamente el más peligroso. La cultura económica actual se funda en una lucha por acaparar nuestra atención. Es dicha atención del consumidor –nuestra subjetividad consciente– aquello que quieren apropiarse a toda costa las corporaciones para transmutarla en lucro suyo. Y nosotros deberíamos tratar de preservar esa atención o conciencia para dirigirla hacia aquello que de veras nos interese, disponible solo en el mundo de lo tangible, de lo real. Debemos hacer frente a una usurpación de nuestra atención y subjetividad propias para que estas no acaben definitivamente inmersas en marcos simbólicos sin aparente base material, diseñados de acuerdo con intereses y modelos ajenos a los nuestros. Es tiempo de atender a lo material, como así lo hacen aquellos agentes que llevan las riendas del mundo.

La gran tarea de nuestro tiempo consiste en permanecer insomnes, como los hijos de las élites de Silicon Valley, que son educados sin tablets, smartphones, televisiones ni dispositivos tecnológicos por el estilo. Y esto con el propósito, entre otros, de que permanezcan despiertos mientras el resto duerme. Los ricos no quieren para sí aquello que desean para otros. Los retoños de los altos ejecutivos de grandes empresas tecnológicas son educados en instituciones «donde la tecnología no tiene cabida». Los hijos de Steve Jobs, por ejemplo, no tenían iPad. Se sabe que Jobs, a la hora de la cena, gustaba de hablar con ellos sobre libros e historia. Como suele decirse en el mundo del narcotráfico: «Don’t get high on your own supply» («No te coloques con tu propio producto»). Los más grandes narcotraficantes han sido, generalmente, aquellos que no han tocado la droga.


Este es un fragmento de ‘Homo relativus: del iluminismo a Matrix. Una historia del relativismo moderno’ (Akal), por Iñaki Domínguez.

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