Cultura

La doble muerte de Unamuno

En ‘La doble muerte de Unamuno’ (Capitan Swing), Luis García y Manuel Menchón se adentran en las oscuras circunstancias que rodearon la muerte de este convertido en un símbolo de la defensa de la cultura y la libertad de la palabra.

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25
agosto
2021

Unamuno siempre fue una figura incómoda, resbaladiza y con muchas aristas, y, en gran medida, todavía lo es. Por mucho que, desde uno u otro lado, nos empeñemos en clasificarlo o en hacerlo encajar en los estrechos límites de una creencia, de una postura política o de una ideología, siempre se nos escapa, como el agua entre los dedos. Durante toda su vida, don Miguel se negó a definirse y, sobre todo, a que los demás lo encasillaran. «¡Dejen, por Dios –o por el no Dios–, de encasillarme!», exclamó en alguna ocasión. «Aborrezco toda etiqueta; pero si alguna me habría de ser más llevadera es la de ideoclasta, rompeideas», comentó en otro lugar. Fue un hombre libre e independiente, un heterodoxo, un solitario. «No soy ni fascista ni bolchevique; soy un solitario», le dijo a Nikos Kazantzakis en una célebre entrevista en octubre de 1936. «El hereje solitario», lo llama elogiosamente Margaret Rudd en su biografía pionera.

Y es que Unamuno no era un hombre de dogmas ni de ideas, sino de pensamiento, un pensamiento vivo que nunca se detenía ni se concretaba en una conclusión definitiva. Era dialéctico: una continua sucesión de tesis y antítesis, pero sin llegar nunca a la síntesis conciliadora –«huyo de la síntesis de contrarios al modo hegeliano»–, ya que lo que en realidad le interesaba era «sentir el juego dialéctico y fecundo de las contradicciones, raíz y sostén de la conciencia viva». De modo que todo lo discutía, todo lo contradecía, todo lo cuestionaba, todo lo problematizaba; también a sí mismo, sobre todo a sí mismo. En don Miguel, además, convivían y se sucedían muchos yoes, muchas personalidades, muchos Unamunos discordantes entre sí. Por eso era, aparentemente, tan contradictorio.

Políticamente, Unamuno se consideraba un liberal pero, eso sí, «un liberal sin disciplina de partido»

En realidad, su forma de pensar era una forma de vivir y de actuar, una actitud ante la vida; una manera, en definitiva, de encararse con el mundo y con la existencia que consistía en estar en constante lucha o agonía, como él prefería decir. Y de ello dejó constancia en numerosos escritos. Veamos tan solo algunos ejemplos entresacados de lo que publicó en los años treinta: «Siempre he vivido en duelo íntimo, alimentando contradictorias posiciones y sintiendo la necesidad de disentir de cualquiera que defendiese una de ellas. No quiero programas». «Tenemos que librarnos –y libertarnos– de facciosos de derecha, de izquierda y de centro, de inventores de dogmas, de falsificadores de la Historia, de inquisidores y de definidores». «¿Qué? ¿Qué dice usted, amigo? ¿Que a qué partido, secta, escuela, hermandad o círculo pertenezco? Al de ir haciendo que cada uno de ellos vaya a entender su propio entendimiento, y no es poco». «Y no me pregunte usted ahora, amigo mío, qué partido tomo. No tomo partido, que ni he sido ni seré hombre de partido». «Usted sabe que huyo como de la peste de que se me quiera clasificar». «Soy especie única», declaró en otra ocasión.

Después de haber escrito tantas páginas sobre el cristianismo y el anhelo de inmortalidad ni siquiera podemos determinar si era creyente o no lo era; si tan solo quería creer o en verdad creía que creía; si estaba convencido o no de la existencia de una vida perdurable, de algo que garantizara la propia trascendencia. Políticamente, se consideraba un liberal, que en aquel tiempo era la opción menos ideologizada y menos dogmática posible. Pero fue, eso sí, «un liberal sin disciplina de partido», en palabras de Valentín del Arco; esto es, un auténtico liberal. Elías Díaz, por su parte, nos recuerda que para Unamuno el liberalismo es fundamentalmente «una auténtica concepción del mundo, una visión total de la vida de carácter tolerante, crítico y antidogmático». Recordemos que don Miguel vivió treinta y seis años en el siglo XIX y otros tantos en el XX, a caballo, por tanto, entre una centuria y otra, y en aquella época el liberalismo era una corriente filosófica, política y económica que, entre otras cosas, promovía la libertad del ser humano, la igualdad política y jurídica y la búsqueda del progreso material de los pueblos.

De todas formas, lo suyo era clamar contra esto y aquello y, sobre todo, contra los hunos y los hotros, como gráficamente los llamaba. Él pensaba siempre a la contra y no dudaba nunca en mostrar su desacuerdo, su disidencia o su disconformidad, su permanente heterodoxia, aunque le fuera la vida en ello, como de hecho le ocurrió. De ahí que resultara tan polémico y controvertido hasta el final de sus días, que, para su desgracia, coincidieron con los primeros meses de la guerra civil española, un tiempo nada proclive a actitudes como la de Unamuno.

Las personas inclasificables suelen resultar molestas, pues no podemos simplificarlas ni reducirlas a un solo concepto o categoría, especialmente en España, donde somos muy dados a proclamar esa falsa y terrible disyuntiva de «o estás conmigo o estás contra mí», como si las cosas fueran tan sencillas y no cupieran otras opciones, incluso varias a la vez. A lo largo de su vida, fueron no pocos los grupos y partidos que trataron de captarlo para su causa o facción, pero nunca fue presa fácil, sino alguien esquivo y escurridizo como una anguila: crees que la tienes acorralada y de repente culebrea y aparece en la otra orilla del río. Unamuno, además, era una persona íntegra e insobornable; no se dejaba comprar con dinero ni con prebendas ni seducir por las promesas y los halagos. Él iba siempre a contracorriente y estaba en permanente pugna y disidencia con todo el mundo, sobre todo con el poder establecido. Por ello fue desterrado a Fuerteventura por la dictadura de Primo de Rivera y, al final de su vida, castigado y secuestrado por los sublevados, ya veremos de qué forma y en qué medida.

A Unamuno el alzamiento militar lo pilla en un momento de gran desencanto con respecto a la República. Si bien en un principio la había saludado con decidido entusiasmo, lo que lo llevó a ser nombrado ciudadano de honor de la República, pronto comenzaría a ser muy crítico con ella, cosa que no debe sorprendernos, pues no era la primera vez que se situaba en contra del poder gobernante, fuera del signo que fuera. De modo que era lógico que, dentro de esa continua dialéctica en la que se movía su pensamiento, tuviese dicha actitud.

No tardó en verse envuelto en una «guerra de ideas», algo que no tenía que ver con el pensamiento dialéctico que practicaba

Por otra parte, hay que tener en cuenta que, tanto para Unamuno como para muchos ciudadanos de las poblaciones que fueron inmediatamente ocupadas por los golpistas, como fue el caso de Salamanca, el alzamiento militar venía a ser algo así como una simple rectificación de algunos de los males o errores de la República. Así lo daban a entender los propios sublevados desde las emisoras de radio y los periódicos locales: «En Salamanca, nos es grato hacer pública la lealtad y disciplina de los regimientos que guarnecen la capital y la provincia, con cuya lealtad y disciplina asisten al Gobierno de la República. El comandante militar desea también expresar agradecimiento al pueblo salmantino por el ofrecimiento de personas de todas las clases sociales que desean colaborar con el movimiento de salvación de España. Salmantinos, españoles, ¡viva España, viva la República con dignidad!», leemos en El Adelanto, diario de Salamanca, el 19 de julio de 1936.

«El Movimiento es netamente republicano, de lealtad absoluta y decidida al régimen republicano», declara el general Queipo de Llano en el ABC de Sevilla, el de la llamada «zona nacional», el 26 de julio. El propio Franco, en su manifiesto del día del golpe militar, habló por su parte de «Libertad, Igualdad y Fraternidad». De ahí que, en ese contexto, Unamuno se considerara a sí mismo un «elemento de continuidad» de la República. De esta forma lo plantea a propósito de la constitución del nuevo Ayuntamiento de Salamanca el 25 de julio de 1936: «El pueblo me trajo acá, al Ayuntamiento, al traer la República en las elecciones del 12 de abril del 31, y me llevó luego a las Cortes Constituyentes como su diputado. Aquí y allí a servir a España en el régimen que ella se ha dado. […] Y ahora, al llamarme acá lo que de sano queda del pueblo regularmente armado, acá vengo a seguir sirviendo, como antes, a España». Pero esto enseguida fue aprovechado por los sublevados, que vieron en él al aliado perfecto para legitimar su causa ante el mundo y deslegitimar la contraria, la de la República.

Y es que las guerras no se hacen solo con las armas, se llevan a cabo también con las palabras y las imágenes, con la propaganda; no en vano la pluma puede ser tan poderosa como la espada, y la máquina de escribir, tan letal como la artillería. En todo caso, el objetivo es el mismo. De hecho, la propaganda es la guerra por otros medios, los de comunicación, una de cuyas funciones es manipular la verdad y generar información falsa. Al fin y al cabo, las fake news no son una invención de nuestro tiempo, lo único nuevo son los canales y soportes tecnológicos utilizados para transmitirlas. Y no hay propaganda sin contrapropaganda. De modo que don Miguel no tardó en verse envuelto en una «guerra de ideas», algo que nada tiene que ver con el pensamiento dialéctico tal y como él lo practicaba. En la «guerra de ideas» no se trata de persuadir al otro con la razón, sino de arrebatársela y acabar con él. Lo que importa es destruir y aniquilar al adversario. Y ya sabemos que, en cualquier conflicto bélico, la primera víctima es siempre la verdad. Unamuno, sin embargo, cuando combatía una idea o arremetía contra una mentira no lo hacía para sustituirla por otra; él quería convencer, no vencer; buscar la verdad, no derrotar al contrario.


Este es un fragmento de ‘La doble muerte de Unamuno’ (Capitan Swing), por Luis García y Manuel Menchón.

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