Opinión

Contra la paradoja de la estupidez

La crisis climática, el fenómeno migratorio o la desigualdad son problemas complejos que requieren cambios profundos, rápidos y sistémicos. Llevarlos a cabo con éxito dependerá de si empleamos o no la inteligencia colectiva, que va más allá de la suma de las inteligencias individuales.

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02
agosto
2021

«Cuando el saber se especializa, crece el volumen total de la cultura. Esta es la ilusión y el consuelo de los especialistas. ¡Lo que sabemos entre todos! ¡Oh, eso es lo que no sabe nadie!».

En 1936, el poeta Antonio Machado escribió estas palabras a través de la pluma inventada de su ficticio Juan de Mairena. Ese mismo año, uno de los padres de la psicología social, Kurt Lewin, expuso su teoría sobre la existencia de un error fundamental de atribución; esto es, la tendencia que tenemos a creer que los factores individuales asociados a la personalidad tienen más influencia en nuestros comportamientos que los factores situacionales, aquellos relacionados con el contexto sobre los cuales los individuos no tenemos control directo. A día de hoy, ese error de atribución sigue plenamente vigente en ámbitos como el del diseño del espacio público o la arquitectura organizativa.

Junto a la pandemia –que, recordemos, es un asunto social–, la crisis climática, la revolución digital o el fenómeno migratorio, existen problemas complejos, enmarañados y retorcidos como la desigualdad creciente, el envejecimiento de la población o la precarización del empleo, que acentúan la necesidad de encontrar nuevas respuestas de mayor impacto que las actuales. Como explicaba Hilary Cottam, se trata de problemas diferentes en su naturaleza y que necesitan de nuevas formas de respuesta porque, sostiene, «nuestros sistemas actuales no pueden gestionarlos y mucho menos resolverlos».

En este contexto es necesaria una inteligencia entendida como propiedad de los grupos, y no solo de los individuos. Mientras que el saber experto individual pertenece al ámbito de lo privado, la inteligencia colectiva es un desafío que pertenece al conjunto de la sociedad. De ahí que hablemos de «entornos inteligentes» o de «ciudades inteligentes», e incluso nos atrevamos a reivindicar «organizaciones que aprendan». No se trata de sumar saberes, sino de multiplicar capacidades para entender. Y para eso, se necesitan dispositivos sociales de inteligencia y aprendizaje.

«Una sociedad inteligente es aquella capaz de generar sinergias o conexiones positivas entre todos sus sistemas»

Precisamente son estas estructuras las que nos ayudan a protegernos contra lo que los académicos Alvesson y Spicer bautizaron en 2016 como la ‘paradoja de la estupidez’, que explica magistralmente por qué observamos tantas organizaciones que, aunque están formadas por individuos con un alto potencial intelectual, toman malas decisiones y se comportan estúpidamente. Son, en definitiva, organizaciones con un alto nivel de inteligencia individual pero que, paradójicamente, tienen pobres resultados en inteligencia colectiva.

El filósofo Pierre Lévy define esa inteligencia colectiva como «una inteligencia repartida en todas partes, valorizada constantemente y coordinada en tiempo real, que conduce a una movilización efectiva de las competencias». Una concepción que hace hincapié en el carácter de adaptación, y por tanto, de continua actualización del conocimiento. Y es que no se trata de disponer de búnkeres repletos de datos, sino de conseguir una dinámica de interpretación permanente de esos datos cambiantes y unas capacidades múltiples que ayuden a entenderlos.

Así, una sociedad o una organización inteligente es aquella capaz de generar sinergias positivas entre sus sistemas culturales, institucionales, formales e informales, más allá de la mera agregación de inteligencias personales. Como bien explica el filósofo Daniel Innerarity en Una teoría de la democracia compleja, «la generación de conocimiento es consecuencia de actos comunicativos o, dicho de otra manera, un bien relacional».

Estas relaciones, que proliferan en una inteligencia colectiva, ayudan a interpretar un problema o una situación compleja, dibujando mapas compartidos que muestran cómo los cambios en alguno de sus componentes pueden afectar al resto y visualizando la interconexión e interdependencia entre todos ellos. Por ejemplo, el sistema de educación conecta tanto las escuelas primarias, bachilleratos y estudios terciarios o universitarios, como la formación en línea, los recursos de información digitales, el aporte educativo familiar y el sistema laboral, entre otros. En consecuencia, un proceso de innovación educativa debería tener en cuenta todos esos elementos y actuar selectiva y coordinadamente en cada uno de ellos.

«El éxito depende de que haya no solo un gran esfuerzo inversor y tecnológico, sino un verdadero cambio de índole social y cultural»

En general, para poder tener un impacto transformador en el sistema socioeconómico, con la ambición y la velocidad que necesitamos, no es suficiente con actuar en un único dominio. Se necesitan cambios en las dinámicas sociales, culturales y económicas y, especialmente, en las relaciones que existen entre ellas. Eso sí, siempre teniendo en cuenta a todos los actores implicados, ya sean personas u organizaciones. Hace falta inteligencia colectiva para generar cambios profundos, rápidos y sistémicos.

Una expresión concreta de esa búsqueda de un esfuerzo colectivo orientado a abordar los grandes y urgentísimos desafíos socioambientales es el enfoque de misiones que ha sido incorporado al nuevo programa Horizonte Europa de investigación e innovación. Este tiene la misión de conectar los grandes flujos de investigación e innovación de la Unión Europea con los problemas enmarañados que se han señalado anteriormente. Una muestra de ello es que, para las ciudades, se ha concretado el objetivo de lograr que al menos cien ciudades europeas sean capaces de alcanzar la neutralidad climática en 2030.

No obstante, el éxito de estas misiones depende de que haya no solo un gran esfuerzo inversor y tecnológico, sino un verdadero cambio de índole social y cultural. Serán necesarias nuevas capacidades del sector público, mecanismos financieros alternativos, la implicación del ámbito científico y la participación ciudadana. Y todo ello deberá estar orquestado y articulado a través de nuevos contextos de colaboración en los que se den las condiciones y los incentivos suficientes para la experimentación, la corrección y el aprendizaje permanente.

En España han comenzado a surgir, empujadas por la pandemia, iniciativas como El Día Después o Eta oraint, zer?, ambas aceleradoras de innovación y alianzas para generar sinergias entre los distintos saberes y sectores. O, dicho de otro modo: prototipos de los dispositivos de inteligencia colectiva que necesitamos y que ponen atención en los contextos cuya importancia señalaba Lewin. Apenas acaban de nacer y ya están dando sus primeros frutos. Merece la pena seguirlas.

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