Cultura

«Asociamos la buena salud mental al lujo cuando debería ser una prioridad»

Fotografía

Noemí Elías, Sharon López
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18
junio
2021

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Noemí Elías, Sharon López

La cantante y compositora Zahara (Úbeda, 1983) lleva más de un decenio publicando discos, haciendo conciertos y encabezando carteles festivaleros. Ahora, en su nuevo álbum, ‘PUTA’, la artista habla de su vida: del acoso escolar, los abusos y la violencia machista que sufrió de joven. También, sobre cómo ha lidiado con trastornos de la alimentación y otros desórdenes anímicos. Se trata de un trabajo que parte de lo autobiográfico hasta trascenderlo y espolear reflexiones más allá de lo estrictamente particular.


Vamos a empezar por el final, si te parece bien. La última canción de tu disco es ‘DOLORES’, una copla vestida con electrónica que nos traslada a tus orígenes, a tu infancia en un sitio tan bonito como Úbeda. ¿Ese era el soniquete que te acompañaba?

Sí, de los recuerdos musicales que tengo más claros este es uno: mi abuela cantando copla. Yo vivía en una casa de tres plantas.En la primera estaban mi abuela Isabel y mi abuelo Paco, en la del medio mis tíos Glori y Juande con mi prima Irene, y nosotros en el tercero. Era nuestro, con nuestra propia azotea. Me pasaba el día en casa de mi abuela, que nos cocinaba, nos cuidaba y jugaba con nosotras por la tarde. Luego me subía a mi piso a dormir. La presencia de mi abuela era fundamental y constante. Y ella siempre estaba cantando. Cantaba coplas y algo que en mí evocaba el flamenco pero que en mi desconocimiento no tenía muy claro qué era. Todo me sonaba a cante folclórico. Era un poco juglar y se iba inventando al vuelo las coplas y adaptándolas a lo que iba haciendo. Es algo completamente integrado en quien soy. Creo que esto fue fundamental para mi felicidad dentro de casa. Soy hija única pero la convivencia con mi prima Irene me hizo sentir que tenía una hermana. Siempre pensé que teníamos lo mejor de ser hermanas y de no serlo, porque no tenía que pelearme con ella en el cuarto. No tenía una habitación propia, tenía una casa propia y cuando llegaba la noche, cada una a su lugar y no había conflictos.

Aparecen dos posibles modelos femeninos para ti, tu abuela y tu prima.

Mi abuela fue un referente brutal. Para todo, porque era una mujer que ya en la época que le tocó vivir era bastante atemporal, fuera de lo que se esperaba de una mujer de ese momento. Ella siempre tuvo claro que había que trabajar y, a pesar de ser una mujer de su casa, también aportaba dinero porque trabajaba en una taberna de día poniendo los desayunos, que ya iban cargados de alcohol. Eso me parecía un poco avanzado a su época para ser una mujer que convivió en la misma época que mi otra abuela, Catalina, que era súper musical, muy culta, estudiosa, tocaba el piano, leía partituras, tocaba en un coro del Hospital de Santiago. No veía a mi abuela Catalina trabajando en una taberna, pero mi abuela Isabel lo hizo. Otra cosa curiosa es que mi abuela Isabel era atea, mientras que Catalina era muy religiosa. Tenía estos dos mundos. Y mi abuela Isabel tenía un buen humor brutal, no tengo recuerdos de ella enfadada, era súper enérgica y arrastraba a todo el mundo con su felicidad. Los recuerdos más bonitos de mi infancia están ligados a ella.

Hablas de felicidad, de un espacio de protección y tranquilidad, pero la cosa cambiaba mucho cuando cruzabas el umbral de esa casa de tres plantas.

Cambiaba radicalmente. Me producía un contraste brutal saber que no había termino medio. Venían amigas hijas de amigos de mis padres, mi amiga Violeta, mi amiga Celia, que también formaban parte de ese núcleo protegido de amor. Pero cruzaba el umbral y lo que había fuera era bastante hostil siempre. De alguna manera desarrollé unas vidas paralelas. No es que fuera bipolar, pero sí veía que había dos mundos y que eran antagónicos y que en uno [de ellos] solo había sufrimiento. Y no quería salir de casa. Sí quería ir al campo, y a la piscina y a la Sierra de Segura y las Villas con mis padres, pero me daba pavor relacionarme con todo el mundo. Y veía cada cambio, del cole, o el instituto o un viaje, como una oportunidad de empezar a ser yo misma. Siempre pensaba eso. Tenía la sensación de que, como no había podido imponer mi verdadero ser nunca, la única manera de conseguirlo era empezando de cero y siempre tomaba esos cambios como una oportunidad que nunca conseguí aprovechar, porque ya estaban en mi personalidad esos temores.

¿Cuándo te diste cuenta de que llegabas a la gente cantando?

Lo has dicho bien, porque cuando hice mi primera canción con 12 años fui consciente de eso. Lo que me llamó la atención es que no me regañaran por hacer una canción en lugar de estudiar a Fernando Sor, que me tenía frita. La hice y la canté para que vieran que a cambio de no estudiar había hecho eso. Cuando vi que mis padres se emocionaban pensé que tenía algo entre manos súper potente. Era una niña y hacer esa canción había supuesto descubrir un universo mágico donde la felicidad existía y ya no necesitaba a nadie. Pero es que además cuando la compartía se producía algo todavía más bestia. Fue tan bestia la sensación de conectar con los demás a través de esa canción que creo que lo marcó todo. El chispazo brutal que me recorrió creo que me hizo adicta a eso desde el mismo momento. Ese día descubrí el poder de la música. Y hasta hoy.

Las canciones de PUTA también emocionan, pero llegan desde un sitio muy distinto a aquel. ¿Se parece en algo el impulso que te ha llevado a escribirlas a aquella primera revelación?

Hay algo que se mantiene… Sí que está la necesidad de compartirlo. Estaba con 12 años y [está] con 36 escribiendo este disco. Porque escribía estas canciones por una necesidad vital de intentar procesar y sacar eso que estaba ahí dormido. De repente es como un volcán en erupción que no puedo contener y que tengo que compartir. No para justificar que no he estado estudiando, pero tengo que mostrarlo porque al compartirlo con los demás es cuando la obra está completa.

Has hablado de un chispazo que te recorre al cantar aquella vez. Una de las chispas que pone en marcha la maquinaria que mueve PUTA es el documental Miss Americana sobre Taylor Swift. Una gran superestrella pop que empieza a contar cosas que le han pasado y que pocos imaginan.

Fue, sin duda, un chispazo necesario para crear este disco. Cuando estaba en confinamiento tuve un mes y medio de nada absoluta. No era capaz de componer ni de coger la guitarra. Hasta que entendí que no tenía que estar haciendo cosas ni produciendo, no empecé a hacerlas. Me quito esa presión, me levanto y me digo «voy a limpiar porque igual ya no sirvo para hacer música, y no pasa nada, ya llegará». Estoy relajada, me pongo el documental de Taylor Swift y, en ese momento después de mes y medio de hastío, en esa aceptación de la derrota, Taylor dice que lo que me está pasando es que soy una yonqui y que tengo un síndrome de abstinencia que no puedo con mi vida y necesito mi chute. Pensé «hay que ver, que tiene que llegar esta superstar, que encima me da otra hostia de realidad. Qué maja Zahara, que estabas llena de unos prejuicios que muchos han tenido contigo y de los que te has quejado siempre». Y es que yo también decía que «hay que ver la gente, que siempre piensa que soy fría y calculadora, que soy borde porque cuando llego a un sitio nuevo tengo pánico de la gente (porque sigo viviendo lo que sentía de niña)». Eso lo han interpretado como agresividad. De repente, veo la película y pienso que vaya lección me está dando y que le está poniendo nombre a lo que estoy sintiendo, evidenciando que tengo unas carencias afectivas que he ido compensando con lo que siento cuando estoy en el escenario. Que estoy llenando un vacío de afecto. No paras de girar y siempre hay un escenario en el que vuelves a vivir la euforia, pero cuando se va todo eso y te quedas en la nada, no te soportas. Entonces necesitas volver a tocar o que te quiera un desconocido, porque tú no sabes quererte. Y todo eso me lo dice Taylor, aunque quizá mi psicóloga lleva un año diciéndomelo [se ríe], lo que pasa es que no me doy cuenta hasta entonces. Para mí Taylor ha sido fundamental y además he escuchado su obra desde la admiración y la sorpresa, sin prejuicios, y me ha alucinado. Es una súper compositora, una artistaza y veo que tengo muchas cosas en común con ella, salvando las diferencias. Me encantaría que fuéramos amigas.

«No paras de girar y siempre hay un escenario en el que vuelves a vivir la euforia, pero cuando se va todo eso y te quedas en la nada, no te soportas»

El álbum lo desarrollas durante la pandemia. ¿Habría sido distinto de no haber aparecido en nuestras vidas el coronavirus?

Es algo de lo que me doy cuenta a medida que puedo observar lo que ha pasado. Hace un mes, en las primeras entrevistas, no lo veía tan claramente. Me daba cuenta de que el confinamiento había durado un tiempo, precioso para mí, en el que pude hundirme, intenté escalar y volver a hundirme. Pero ha habido algo fundamental de lo que no me he dado cuenta hasta hace dos días, de verdad, que es que el aislamiento, el no tener que relacionarme con gente, permitió que permaneciera ajena a la opinión de los demás. No tuve que poner en práctica eso de complacer, de estar en un sitio y ponerme nerviosa e intentar ser agradable con todo el mundo y asesinar mi personalidad. Eso favorece el proceso de asimilación de lo que estaba viviendo. Como ya llevaba un año de terapia, habría llegado a estas ideas a lo largo de unos años, habrían ido saliendo. Pero una vez llega ‘flotante’, que es lo primero que llega en el confinamiento, es inevitable. Y cuando quiero huir de ello, porque me hace daño, no puedo, porque no existe distracción, así que sigo escarbando.

Al hilo de tu condición de paciente, la asistencia psicológica quizá sigue siendo una falla en nuestro sistema de salud. No todo el mundo puede permitirse ir a un psicólogo. Y quizá hay gente que, si no tiene a mano uno, no lo va a contar. No va a salir adelante.

Estoy de acuerdo. Tenemos asociada la [buena] salud mental a un lujo. A algo que, si cuentas el dinero que entra para pagar el alquiler, la luz y el pan de tu familia; obviamente si te sientes mal o estás deprimido, es secundario. O se nos ha vendido como secundario, porque hay unas necesidades que hemos asumido como primarias y la salud mental la asociamos a algo que puede permitirse quien tiene dinero y tiempo para dedicarle. Para mí sería fundamental, algo que habría que normalizar y que estuviera mejor incluido en la salud pública para acudir desde la preadolescencia. Imagínate que esta niña, María Zahara, hubiera tenido un tutor terapéutico en el cole. Que no hubiera un psicólogo por centro sino que fuera una prioridad, que nos enseñaran a expresarnos, a contar nuestros problemas y nuestros traumas. Imagínate que yo hubiese tenido a los 12 años una persona así a la que pudiera haber dicho lo que me estaba pasando sin miedo a que me juzgaran. Sé que mi vida habría sido distinta. Cada día intentaba llamar al teléfono de ayuda al menor, iba a una cabina, pero marcaba y colgaba, no me atrevía a hacerlo porque me moría de vergüenza. Que no esté contemplado y que no haya una educación, ya no sanitaria o médica, sino lectiva, desemboca en esto. Es verdad que no todo el mundo se puede permitir lo que yo he tenido. Y eso es injusto. Debería ser una prioridad porque va a ser cada vez más necesario. Mira cómo hemos salido del confinamiento. Tengo amigos que están viviendo ahora lo que yo sentí cuando empecé a sentirme mal. Pero yo tuve ayuda todo el rato. Me parece gravísimo, porque en este mundo de cada vez menos empatía, cada vez más inmediatez, más carencias económicas, sociales y afectivas, vamos a necesitarlo más.

Todo el disco está atravesado por imágenes y referencias religiosas. Has hablado de culpa y de vergüenza. ¿La religión forma parte de tu educación?

He tenido una educación religiosa muy cañón. Rezaba tres avemarías cada noche porque si no pensaba que me iba a morir. Creía muchísimo en Dios, no rezaba por inercia ni hice la comunión por los regalos. Quería unirme a Dios. Estuve yendo a misa hasta los 15 o 16 años. Empecé a estudiar cultura religiosa en el instituto y me dije, «¿Qué es esto? ¡Pero si son todas iguales, pensé que la importante era la mía!». Luego estudié historia de la filosofía y Nietzsche mató al Dios mío y al de todo el mundo. A los 11 años en el cole ya me insultan y me llaman «puta» y ya he sufrido el primer abuso sexual. Rezo cada puñetera noche suplicando que dejen de pasarme estas cosas y al día siguiente me siguen señalando, se siguen riendo de mí y nadie quiere jugar conmigo. Lo único que me queda claro es que Dios decide que me lo merezco por algún motivo y el único que encuentro es que me lo merezco porque es mi culpa. Lo veo como un castigo, no como un aprendizaje. No veo nada positivo, solo que me castigan por ser quien soy. Y rezo para ser otra, deseando ser una persona que se imponga y pare los pies a quien le insulta, ser diferente, jamás me perdono, jamás me respeto, solo me odio. Y entiendo que Dios me odia también. Rechazo la religión con 17 años porque, aunque sea un topicazo, Nietzsche me cambia la vida. Cuando empecé a estudiar filosofía al llegar a Nietzsche fue como: «¡Callaos todos ya, acabo de encontrar la verdadera religión!». Me ayuda mucho. Niego a Dios y me vuelvo completamente atea. Pero sigue pesando sobre mí esa carga de la culpa judeocristiana. A día de hoy sigue ahí. Puedo quitarme la culpa de muchas cosas, pero siempre que hay algo raro a mi alrededor, es mi culpa, vuelve ese concepto que de por sí es terrible. En mis canciones la religión es un personaje más. No es algo que trato con mi psicóloga hasta hace pocos meses, cuando sale canción de muerte y salvación. Hago un ejercicio para colocar el abuso, el maltrato, el bullying en sitios donde no me hacen daño. Pero la religión sigue ahí. Es un personaje al que no he conseguido enfrentarme y terminar tomándome un café con él, cada uno por su lado y ya está. Se me nota. Se me nota cuando hago esta portada y no veo la religión en ella. No buscaba ser irreverente o provocadora, es que está en mí.

Todas estas alusiones en imagen y letras hacia la religión pueden llevarnos a pensar que tienen más peso en nuestra percepción conceptos como la culpa y la vergüenza que la idea de la compasión, que también está en el centro del sistema cristiano.

En este momento de mi vida en que intento sentarme a tomar un café con la religión, sé que es una mala interpretación. Aunque sigo siendo atea –y no creo que cambie ya– soy consciente de que la interpretación es errónea. Pero no por mi parte, sino por todo lo que había alrededor de la religión en mi infancia. Si me quedo con algo ahora es con la compasión, que ha sido mi gran descubrimiento este año, porque es ahora cuando entiendo lo que es la compasión –y la autocompasión–. Con 37 años. Y es lo que me está salvando. El acompañarme en mi procesos y en mi malestar, el ir conmigo y ya está. Mi padre es una persona religiosa y siempre ha hecho una interpretación preciosa de la religión, porque para él la idea del cristianismo precisamente era esta: escuchar, empatía, cuidar. Él sufre mucho cuando ve cómo me afecta la religión, lo ve como un ataque. Y no es un ataque, estoy contando mi experiencia con ella, no tengo ningún interés en vengarme. Y si es a través de este disco como acabo yéndome de vinos con la religión, pues será maravilloso. Porque también he aprendido que no quiero seguir en guerra, no siendo sumisa, sino analizándolo y poniéndome enfrente.

Algunos sectores a la derecha de la política, con millones de votos detrás, con mujeres en sus bases y cuadros de mando, cuestionan o niegan la violencia machista. ¿Qué te parece?

Me cuesta tanto comprenderlo que es como si tú me dices que te explique qué es Internet. Algo tan básico que no te lo sé ni explicar porque lo uso cada día. He convivido con la violencia machista desde antes de tener uso de razón y es algo tan inherente a mi realidad (y a la social) que su mera negación me genera ansiedad y me lleva a ver que, en lugar de poder tener una conversación razonable, ni siquiera puedo defender lo que pienso porque alguien está negando mi realidad. Me quedo sin palabras. Me gustaría que se hubiesen asomado a mi vida, simplemente. Tener un documental de las cosas que viví y ponérselo. Pero no sé si eso cambiaría algo, porque creo que sucede lo mismo, que viene del mismo sitio que un hombre que me maltrató y que no es consciente de que lo hizo. En ese momento, en esa relación, tampoco era capaz de hacerlo porque mis argumentos solo se debatían con manipulación, con hacerle perder la energía al otro, sin argumentar, solo contradiciendo. No argumentas, solo intentas justificar lo que has dicho porque te lo han tergiversado. Y es agotador. Negar la realidad me genera ansiedad.

«Las cicatrices no se van, pero con la música me siento más yo que nunca»

La canción joker viene a decir que las víctimas pueden ir reproduciendo los males que ellos padecieron, ser los próximos verdugos.

Está estudiado. No he hablado de esto públicamente, pero he leído mucho sobre abusos. Cuando se sufren, una de las tendencias por desgracia es replicarlos. Yo durante mucho tiempo tuve relaciones sexuales con hombres sin sentir absolutamente nada, solo para intentar generar algún tipo de malestar. Quería que se enamoraran de mí y desaparecer. Quería que sufrieran por mí. Pero me daban igual. De hecho, no recuerdo prácticamente quienes eran. Tengo muy borroso todo eso. Lo difícil cuando te han hecho bullying es no querer hacerlo tú. A mí cuando me lo hacían lo que quería era estar en el grupo de los matones. Quería pertenecer a quien lo hacía porque no había otra alternativa. Y también es muy común que los niños que han vivido en hogares con padres maltratadores se conviertan en maltratadores. Y, sobre todo –y esto es lo terrible– hay una especie de justificación. En mi caso, haber sido una víctima y también verdugo me ha llevado a darme cuenta de ello y a buscar un equilibrio. Necesito un poco de paz interior, dejar de joder a los demás y a mí misma. No todo es justificable, puedes entender que un hombre maltratador haya tenido una infancia de maltrato, pero por eso mismo hay que pararlo, hay que atenderlo, prestar atención a ello. Las mujeres, por la educación que hemos tenido, acabamos yendo a psicólogos para no hacer daño a los demás, no a nosotras mismas. Sin embargo, en una educación masculina tóxica en la que el hombre tiene que ser el que nunca sufre, el que lo sabe todo, el que tira para adelante, reconocer una debilidad no se contempla. Es mucho más normal que nunca acabe yendo a una sesión de terapia y acabe replicando con más intensidad lo que ha vivido. Creo que la víctima y el verdugo vienen del mismo sitio, de una carencia de autoestima. Mi experiencia es que las mujeres acabamos convirtiéndonos en víctimas y ellos en los agresivos, pero viene del mismo lugar, de la compasión que no tenemos. Por eso es necesaria la atención primaria psicológica, no solo para los niños que parece que van a tener algún trastorno de la personalidad: habría que prestar esa atención a todas las criaturas y enseñarles a ser personas, porque no sabemos. Creemos que sí, pero no tenemos ni puñetera idea.

El disco tiene un correlato sonoro adecuado a las historias que cuentas. Roto, saturado, incómodo, confuso. Lo podíais haber presentado de otra manera el productor Martí Perarnau y tú, pero fue una decisión.

Es un disco que narrativamente tiene tanto desarrollo porque podemos hablar de qué he vivido yo, o de cómo es la sociedad, o de reflexiones que surgen a partir de eso. Es una conversación que hay que poner en la mesa. Cuanto antes lo hagamos, más normalizado estará y más puede ayudar a las personas que tengan dudas sobre contar sus problemas. Es verdad que a veces sucede en detrimento de la música. En este caso, para mí es igual de importante porque hago canciones por un motivo, si no habría escrito una novela o una autobiografía. Lo que me gusta de las canciones es que tienen música y letra, hay algo obsesivo en mí en la metahistoria y sónicamente era importante que transmitiera lo que pasaba en las canciones. Martí desde el principio tuvo claro que tenía un material bastante sensible en sus manos y que tenía que encontrar el sonido del disco. Leía las letras o me escuchaba cantar las primeras ideas y todo era agresivo y estaba descompuesto. Eso se ha trasladado también al arte del disco donde el libreto está en partes, es como una autopsia. Ha sido un trabajo intenso. En joker le decía que rompiera más el beat, porque estamos hablando de esto. Lo rompía y le decía que lo saturase más, que quería más distorsión, que había que estropearlo como fuera.

¿Te has quitado mucho de encima haciendo el disco o, de momento, lo que has hecho es poner todo eso en él? Quiero decir, ¿sientes el efecto en tu cuerpo y en tu espíritu?

Lo siento, pero no solo por el disco, por todo. Ha pasado algo precioso: justo un mes antes de que saliera el disco, mi terapeuta me dijo que volviera cuando lo necesitara, pero que me merecía experimentar todo esto sola porque ya tenía herramientas para hacerlo. Me puse a llorar diciendo «no me dejes sola». Es verdad que he sentido la tentación de llamarla, me he sentido como Dumbo, que sin la plumilla no sabe volar. Pero luego me doy cuenta de que, cada vez que tengo un conflicto tengo y tengo que poner en práctica todas las cosas que he trabajado, he conseguido cambiar ciertas cosas. Las cicatrices, las manchas negras, esa sombra de la culpa están y no se van. Hay cosas que sabes que no se van a ir y no hay que extirpar. No te puedes quitar un brazo, es tuyo. Y en ese sentido sí que noto un viajecillo, me noto en él. No es que sea una persona distinta pero soy más yo que nunca. Obviamente me quedan muchísimas cosas por colocar, pero me está ayudando mucho este disco, el feedback con el público, tocarlo ahora está siendo una parte importante de esta terapia. Me noto feliz, por primera vez sabiendo que estoy rota pero sin miedo a mirar hacia dónde voy.

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