Sociedad
¿Es el hombre un lobo para el hombre?
Como todo ser vivo, el humano busca primariamente, y ante todo, garantizar su propia existencia. Le motiva saber que ninguno es lo suficientemente fuerte como para imponerse sobre los demás. Pero ¿cómo nos comportaríamos si no existiera ningún poder que nos impidiera seguir nuestros apetitos naturales?
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La concepción del ser humano, la esencia que rige sus destinos, siempre ha sido ampliamente discutida. Desde la filosofía y desde la historia. No son pocas veces las que nos preguntamos si el hombre es bondadoso por naturaleza. ¿Cómo ha llegado el ser a su actual situación, tras miles de capas de civilización? El filósofo Thomas Hobbes se elevó sobre esta cuestión sirviéndose de la vieja locución latina, «homo homini lupus»; es decir, el hombre es un lobo para el hombre. «Para hablar imparcialmente, estos dos dichos son muy verdaderos: que el hombre es una especie de Dios para el hombre y que el hombre es un auténtico lobo para el hombre», explicaba el filósofo inglés en De Cive, publicada en el año 1642.
«Es el pesimismo antropológico habitual que se le atribuye al autor, pero también una solución optimista que convierte a nuestros congéneres en divinidades», señala David Jiménez Castaño, profesor de filosofía en la Universidad de Salamanca, sobre esta conocida cita. La distinción entre ambos aforismos es, en realidad, más sencilla de lo que se espera. Según Jiménez, la diferencia «reside en la distinta situación en la que se vive en el estado de naturaleza, aquel en el que viven los seres humanos cuando no hay un poder común que les proteja; y la situación en la sociedad civil, tras la aparición de una norma común que determina qué se puede hacer y qué no, consiguiendo la seguridad de los súbditos y ciudadanos de un territorio».
Tanto la frase como la descripción del ‘estado de naturaleza’ –en el cual, según Hobbes, el hombre tiene derecho a toda acción con tal de sobrevivir– han llevado a concebir el humano hobbesiano como un ser malvado por naturaleza. Sin embargo, como todo ser vivo, el humano busca primariamente, y ante todo, garantizar su propia existencia, motivado también por la igualdad natural que existe entre todos los seres humanos: ninguno es lo suficientemente fuerte como para imponerse sobre los demás. Es aquí donde, según el filósofo inglés, el hombre se vuelve en un lobo para sí mismo.
Hobbes insiste en que las leyes y sus restricciones deben ser estrictas para evitar enfrentamientos entre unos ciudadanos que siguen siendo esencialmente egoístas
A partir de aquí surge el contrato social, al igual que ocurrirá con otros filósofos, como Locke y Rousseau. «Para explicar cómo debería organizarse una sociedad, se parte de cómo está organizada en realidad. Se la descompone en sus partes más pequeñas, que son los individuos, y se analiza cómo se comportarían los unos con los otros si no existiera ningún poder que les impidiera seguir sus apetitos naturales», explica Jiménez. Posteriormente, en función de las características de los habitantes de este estado de naturaleza y de los problemas derivados del mismo, se firma ese acuerdo acompañado de una determinada organización política.
En la obra de Hobbes, donde «el hombre es –o puede ser– un auténtico lobo para el hombre», esta concepción queda irremediablemente marcada por la guerra civil inglesa, cuyo inicio coincide con la publicación de De Cive. Como señala Jiménez, en el pensamiento hobbesiano, «dado el egoísmo natural de los seres humanos, la vida en el estado de naturaleza es insoportable y los futuros ciudadanos se ven obligados a hipotecar toda su libertad a cambio de garantizarse su seguridad». Una idea que, de hecho, surge incluso en la filosofía platónica, donde Glaucón de Atenas sugiere que la justicia es un «pacto» entre egoístas racionales. Nociones similares se recogerán posteriormente también en la obra del filósofo John Locke, que defiende que la sociedad solo se considera política cuando cada uno de los individuos renuncia al poder de ejecutar la ley natural, cubriendo ese papel la propia comunidad.
Es por esta concepción del hombre por lo que la ideología de Hobbes se observa siempre con ambigüedad. ¿Se trataba de una figura profundamente absolutista, como dejan entrever algunas de sus palabras, o hay claras trazas de liberalismo político? Según arguye el profesor, «en el caso de Hobbes, el poder tiene que estar concentrado de forma absoluta en el Estado, pero eso no significa que solo pueda hacerse en una monarquía, sino que, como dice él mismo, hay tanto deber de obedecer a un parlamento como a un rey». Ahora bien, Hobbes también dice que las leyes y sus restricciones deben ser estrictas para evitar los enfrentamientos entre unos ciudadanos que siguen siendo esencialmente egoístas. Estando el soberano obligado a educar a sus súbditos, la pregunta surge como un resorte: una vez educados, ¿por qué no se pueden levantar las restricciones y permitirles participar en la toma de decisiones?
No obstante, lo que propone Hobbes es una hipótesis, un contorsionista mental: la anarquía frente al desarrollo del Estado. «En ningún momento ha defendido la existencia de un estado de naturaleza generalizado, o la celebración de un contrato social real como tal. Lo que sí es cierto es que sus conclusiones se siguen fácilmente de lo que se observa en realidad: incluso con la existencia de leyes, policía y ejércitos que nos protegen, todos cerramos la puerta de casa cuando salimos a la calle. ¿Qué es esto sino acusar a toda la humanidad con nuestras acciones?», concluye Jiménez.
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