Cultura

Un pacifista en busca de la felicidad

El 2 de febrero de 1970 fallecía una de las mentes más asombrosas del siglo XX: Bertrand Russell dejaba al mundo de las matemáticas huérfano y al de la filosofía con ansias de seguir aprendiendo para intentar vivir en un mundo donde todos viviéramos felices y en paz.

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Fotocolectivo Anefo
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02
febrero
2021

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«He escrito este libro en la creencia de que mucha gente desgraciada puede ser feliz mediante un esfuerzo hábilmente dirigido». Con estas palabras concluye el brevísimo prólogo –apenas dieciséis líneas– de La conquista de la felicidad (Austral) que Bertrand Russell (1872-1970) escribiera allá por 1930, una época complicada en la que nadie se esperaba lo que estaba por venir. Con una hecatombe económica sin precedentes de fondo y el totalitarismo fascista en ascenso, este matemático y filósofo galés se sumergió en la ardua búsqueda del hombre feliz, algo que le obsesionó durante toda su vida.

Russell estaba seguro de que gran parte de los males del siglo XX tenían un origen común: «Sin la Primera Guerra Mundial nunca hubiésemos tenido a los nazis y el mundo sería un lugar mejor», dijo en una ocasión. Pero no siempre tuvo tan claras las ideas: huérfano a los tres años, la educación laica que habían planeado sus padres para él se alejó mucho de la que su abuela le otorgó. Bajo un estricto y represivo control moral, Russell se convirtió en un pequeño introvertido, descorazonado y, durante demasiado tiempo, infeliz que se refugió en las matemáticas. De hecho, con el tiempo, llegó a reconocer que si no hubiese sido por ellas se habría suicidado–.

«Sin la Primera Guerra Mundial el mundo sería un lugar mejor»

Esta ciencia exacta que estudió en Cambridge le ayudó, además, a replantearse los dogmas del cristianismo. Y precisamente fue su búsqueda de una lógica de los fundamentos religiosos lo que le llevó a acercarse a la filosofía. Sin embargo, como reconoció, nunca llegó a encontrar una explicación del todo satisfactoria, aunque lo que sí encontró fue la clave de la felicidad perdida. «Los hombres no son felices en una prisión, y las pasiones encerradas dentro de nosotros mismos constituyen la peor de las prisiones», escribió en La conquista de la felicidad, obra que sigue vigente en pleno siglo XXI. Con ella nos recuerda que deberíamos centrar nuestros esfuerzos en «evitar las pasiones egocéntricas» y, sobre todo, tanto en la educación como en las relaciones sociales, tender a la «adquisición de afectos e intereses que impidan a nuestro pensamiento encerrarse perpetuamente dentro de sí mismo». Pero, para él, este concepto tan difícil de alcanzar para muchos no es exclusivo del individuo. La felicidad social también existe y, como aseguraba, en un mundo industrializado hay tres elementos clave que la brindarían: un Gobierno global federal, o una federación de países, unidos bajo el mando de un ejecutivo que dejase libertad de actuación a los Estados, pero que evitase los conflictos armados –su gran tormento–; un desarrollo económico igualitario en todas las partes del mundo; y una población estable, en la que el número de fallecimientos y nacimientos estuviese equilibrado.

Bertrand Russell lidera una protesta en contra de las armas nucleares en Londres. Fotografía: Tony French

No hubo tema polémico en su época que este nobel de Literatura no tocase o sobre el que no tuviese opinión. Activista nato, defendió los derechos de las mujeres o la libertad sexual a principios del siglo XX, cuando  pocos hombres se atrevían a ello. Se manifestó en contra de las dos guerras mundiales –de hecho, acabó en la cárcel por oponerse a la primera–, de Hitler, de Stalin, de la invasión estadounidense de Vietnam, de las armas de destrucción masiva, de la segregación racial… Este pacifista convencido hizo suyas muchas luchas, y por ello, aseguraba, llevaba una «vida de disconformidad».

En una entrevista en 1952 con el corresponsal de AP, Romney Wheeler, sentenció que había vivido «80 años de creencias cambiantes y esperanzas inmóviles». La vida le hizo entender y conocer la realidad de un mundo en pleno cambio, pero sus convicciones, enraizadas en el pacifismo y en el valor de toda vida humana, se mantuvieron impasibles hasta el final de sus días. Apenas tres meses antes de morir, con 97 años, le pidió al secretario general de Naciones Unidas de la época, U Thant, una comisión de investigación contra los crímenes de guerra cometidos por Estados Unidos en Vietnam, demostrando su aversión a la violencia hasta su último suspiro.

«Las pasiones encerradas dentro de nosotros mismos constituyen la peor de las prisiones»

Dice el filósofo Julian Baggini que en los círculos filosóficos existen dos Bertrand Russell y solo uno de ellos murió el 2 de febrero de 1970. El primero tuvo una vida breve (1897-1913) y «fue un genio cuyo trabajo sobre lógica dio forma a la tradición analítica que ha dominado la filosofía angloamericana durante el siglo XX». El segundo, explica, es ese intelectual público, el activista que vivió desde 1914 hasta 1970 y que se declaraba pacifista una y otra vez cuando una nueva guerra amenazaba al mundo. No importa de cuál de los dos se hable, ni tampoco si se le considera genio matemático o maestro de las palabras, la justicia social mana de todo su trabajo. Sea como fuere, la vida de Russell se volcó, con esa precisión característica de los apasionados por los números y las fórmulas, en intentar descubrir si todo «podía ser sabido». Y, sobre todo, en intentar crear ese mundo feliz para todos que, aunque algo más cerca si nos fiamos de los indicadores de las últimas décadas, sigue estando lejos.

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