Siglo XXI
¿Y si pudiéramos vivir 120 años?
Mientras la población envejece a un ritmo vertiginoso, cada vez más investigadores trabajan por encontrar un fármaco capaz de frenar –e incluso revertir– este fenómeno natural. Aletargar el envejecimiento mejoraría la calidad de vida de los ancianos e incluso la de diagnosticados de cáncer, VIH o ciertas discapacidades.
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«La vida, serie de crecientes sufrimientos, vuela cada vez más velozmente hacia su fin, que es el sufrimiento más horrible», escribía Lev Tolstoi, quien ponía sus palabras en boca de un hombre caído en desgracia en una de sus obras más celebradas, La muerte de Ivan Ilich. La vida es, aquí, aquello que simplemente sucede y escapa. La muerte es algo que siempre se ha aceptado con la naturalidad con la que solo puede aceptarse lo inevitable: el cuerpo humano está sometido al paso del tiempo y, como tal, al implacable declive que éste provoca. Es por ello que la búsqueda de una vuelta a la juventud siempre ha sido relegada al campo de la ficción, y no al de la ciencia. Las perspectivas, no obstante, parecen haber cambiado hoy. Entre tímidos e importantes avances, cada vez más investigadores reclaman calificar el envejecimiento como algo a tratar y no como una condición natural ante la que bajar los brazos. Están convencidos de que no solo es posible frenarlo sino que, en algunos casos, es incluso revertible. Quizá no estemos condenados al declive.
«Hay que afirmar de forma categórica que el envejecimiento no es una enfermedad», explica José Augusto Navarro, presidente de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología. Sus palabras surgen en torno a una reciente polémica: algunos investigadores defienden clasificarlo como una enfermedad para así poder desarrollar tratamientos con una mayor rapidez y contar con un mayor presupuesto. La opinión general, no obstante, difiere. Hablar del envejecimiento como una enfermedad, defienden, es estigmatizador. Rafael del Cabo, investigador sénior en el National Institute of Aging, en Estados Unidos, define el envejecimiento como «los cambios graduales en la estructura y función de los diferentes organismos», siendo «el mayor factor de riesgo a la hora de contraer enfermedades crónicas».
Martín-Loeches: «Retardar un fenómeno como el envejecimiento tendrá un impacto enorme en nuestra calidad de vida y nuestra sociedad»
Manuel Martín-Loeches, profesor de psicobiología en la Universidad Complutense de Madrid, coincide en ello, aunque incluye una conceptualización sobre la naturaleza del proceso. «El envejecimiento es la consecuencia de la acumulación de una gran variedad de daños moleculares y celulares a lo largo del tiempo, lo que lleva a un descenso gradual de las capacidades físicas y mentales de las personas, a un aumento del riesgo de enfermedad y, finalmente, a la muerte», relata. Es decir que, en todo caso, el envejecimiento es un estado de vulnerabilidad, pero no necesariamente de enfermedad.
«Si llegamos a ser capaces de retrasar el envejecimiento, enfermedades como la demencia o la diabetes –de las que más presión ponen sobre el sistema sanitario– aparecerán más tarde, o incluso no lo harán. Retardar un fenómeno fisiológico como el envejecimiento tendrá un impacto enorme en nuestra calidad de vida y en nuestra sociedad. Muy probablemente veamos pronto terapias que logren hacerlo», continúa Navarro. Lo que la ambición por retrasar el envejecimiento busca es aumentar tanto la esperanza de vida como la calidad: vivir más –y mejor– a través de un mantenimiento robusto de las facultades físicas y mentales, y la ausencia de enfermedades derivadas del proceso de degradación.
La importancia de estas investigaciones adquiere mayor tamaño cuando se atiende a la composición actual de la sociedad española: hoy hay más personas mayores de 65 años que de 15 años. Uno de cada cuatro españoles que van a votar superan también este umbral. El panorama se replica en cientos de países, incluidos los de la Unión Europea, y también Estados Unidos o Canadá: en 2050, el porcentaje de habitantes del planeta con más de sesenta años se duplicará. Ante estas perspectivas, frenar el envejecimiento deja de ser solo una cuestión sanitaria para pasar al ámbito económico ya que, si los Estados pudieran tener una población de 65 años aún productiva, ¿dejarían pasar la oportunidad?
Un horizonte no tan lejano
Las investigaciones se dividen en múltiples caminos para responder a los distintos factores de origen del envejecimiento. «La causa principal está en nuestro ADN, que posee mecanismos que se activan con la edad y que conllevan la degeneración del material genético. Mientras no conozcamos en profundidad dichos mecanismos y la forma en que se desencadenan no iremos a la raíz del problema. Podremos abordar sus efectos, pero de forma parcial e incompleta», explica Martín-Loeches. Es por ello que gran parte de las investigaciones se centran en las reparaciones moleculares, especialmente en relación a las llamadas células senescentes. Nuestros cuerpos se desarrollan a través de un proceso de división de las células durante el cual el material genético es copiado. Estas células divisorias, no obstante, tienen una vida limitada para protegernos de mutaciones potencialmente peligrosas. Cuando llegan a su fin, sin embargo, no mueren, sino que se convierten en este tipo de células, que se acumulan en el cuerpo y dañan sus tejidos.
Para Martín-Loeches, el escepticismo general en torno a estos avances es algo injusto. Según señala, manipular el envejecimiento no es más increíble que el desarrollo de las recientes vacunas contra el coronavirus. No obstante, la muerte seguiría siendo inevitable. «Podríamos retrasar el envejecimiento incluso hasta límites posiblemente asombrosos pero, desde luego, siempre habría un límite», defiende el profesor.
Barzali: «La longitud máxima de vida en el ser humano se sitúa entre los 115 y los 120 años»
Una de las investigaciones más prometedoras en este campo es la TAME (Targeting Aging with Metformin), un ensayo planteado para 3.000 personas de entre 65 y 79 años que probará la metformina como principio activo para desarrollar una solución capaz de retrasar el envejecimiento. Uno de sus promotores es Nir Barzilai, director del Instituto de Investigación del Envejecimiento en el Albert Einstein College of Medicine, quien señala que «el proceso biológico no solo se puede hacer más lento, sino que incluso se puede parar y revertir». Para el investigador, el experimento es prometedor no solo por los resultados, también porque daría a las agencias reguladoras un ejemplo de la capacidad de generar una línea de investigación contra el envejecimiento, lo que dejaría el terreno libre a empresas del sector —especialmente de la biotecnología— altamente interesadas en desarrollar este tipo de activos.
«La metformina lleva setenta años en el mercado, y es tan barata como segura. Es un fármaco que ha sido readaptado y que tiene una gran cantidad de datos preliminares que muestran que es buena contra el cáncer, el alzhéimer, la diabetes, las enfermedades cardiovasculares… ¡es buena contra la mortalidad! La gente que la toma teniendo diabetes o pre-diabetes muere menos que la gente sin diabetes. La rapamicina [agente de quimioterapia con perspectivas de lucha contra el envejecimiento] no está lista para el uso hoy en día, y tampoco se han llegado a desarrollar medicinas contra las células senescentes», señala Barzali. La metformina, defiende el investigador, incide en la mortalidad humana en al menos un 17%.
Las investigaciones contra el envejecimiento pueden repercutir en la calidad de vida de otros colectivos como las personas con cáncer o VIH
«La longitud máxima de vida de nuestra especie se sitúa entre los 115 y los 120 años, y hoy morimos alrededor de los ochenta años. Hay cuarenta años que tenemos que alcanzar porque somos intrínsecamente capaces de hacerlo», explica Barzali. Sus expectativas futuras no cierran la puerta a una extensión aún mayor: «No creo que alguien que esté vivo ahora pueda llegar a los 200 años de vida, pero eso es distinto a decir que no es posible».
Además, las investigaciones de este calibre parecen abrir la puerta a la posibilidad de una repercusión positiva para muchos colectivos. «La gente que sobrevive a la quimioterapia y la radiación envejece muy rápido. Es como si les indujésemos el envejecimiento. Necesitan ayuda. La gente con VIH también, ya que desarrollan enfermedades relacionadas con el envejecimiento diez años antes que otros. Las personas discapacitadas también pueden beneficiarse en este sentido. Incluso si algún Estado se propusiese, por ejemplo, ir a Marte. Todo necesita de la lucha contra el envejecimiento», defiende el científico norteamericano.
La toma de dirección adquirida en este campo médico, así como los pequeños avances, ofrecen altas expectativas a investigadores como Del Cabo, quien no duda en afirmar que estamos «experimentando los primeros pasos de una auténtica revolución médica». Todos los pequeños triunfos, sin embargo, se vuelven casi una necesidad acuciante cuando observamos la repercusión social de la ancianidad. Según la Organización Mundial de la Salud, una de cada dos personas en el mundo tiene prejuicios y actitudes estereotipadas frente a las personas de la tercera edad. Concepciones, estrechamente unidas a la salud mental y física, que promueven la idea de que los ancianos son una carga, lo que termina repercutiendo no solo en su salud, sino también en el desarrollo de su vida social. Entre las consecuencias: el aislamiento, la inseguridad financiera y una menor calidad de vida. Mientras tanto, las esperanzas se suceden poco a poco. Los investigadores se afanan en alcanzar la más pura esencia de la medicina: aletargar las agujas del reloj.
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