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«No hay mayor pandemia que la indiferencia»

El presidente de Médicos Sin Fronteras (MSF) en España, David Noguera, reflexiona sobre cómo afecta la covid-19 a las zonas de mayor crisis humanitaria, donde esta es tan solo una de las múltiples amenazas diarias, y teoriza sobre el futuro de un planeta que respira al son de un calentamiento global y una pérdida de biodiversidad.

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19
abril
2021

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A David Noguera no le gusta hablar de oenegés por tratarse de una palabra que define al tercer sector en negativo: Organización No Gubernamental. «Sociedad civil organizada, eso es lo que somos», matiza. El presidente de Médicos Sin Fronteras (MSF) en España, además, tiene la certeza de que el trabajo que realiza su organización está «radicalmente bien» y nadie les va a convencer de lo contrario. Después de veinte años trabajando sobre el terreno en la República Centroafricana, Sudán del Sur, Etiopía, Túnez o Kenia, la crisis sanitaria de la covid-19 ha hecho que vuelva a vestir un EPI en su propio país. Hablamos con él sobre el futuro de un planeta que respira al son de un calentamiento global y una pérdida de biodiversidad que llevan décadas afectando a la vida y la salud de sus habitantes.


Acostumbrados a trabajar en países vulnerables, estos últimos meses Médicos Sin Fronteras se ha desplegado en una emergencia sanitaria que afecta al territorio nacional. ¿Cómo ha sido ese cambio de escenario?

Ojalá todas las crisis sanitarias del mundo pasasen en países desarrollados: aquí, cuando se alinean las fuerzas y las capacidades privadas y públicas, las cosas van a toda velocidad. Sin embargo, en lugares como Congo o Nigeria lo complejo es conseguir una actuación tan rápida. No obstante, hay más similitudes que diferencias en este cambio de localización. Por ejemplo, los escenarios de medicina humanitaria o de catástrofe –en los que llegan muchos pacientes a la vez, en un periodo corto de tiempo, por la misma causa– están muy politizados, y los políticos intentan siempre controlar el relato. Además, los patrones de una epidemia provocada por una enfermedad infecciosa son similares en todas partes: las incidencias, las prevalencias, las tasas de ataque, las medidas de desinfección, los protocolos, los EPI… Todo es conocido para nosotros.

En muchas de esas zonas en crisis humanitaria en las que actuáis el coronavirus no es la única pandemia que ataca a la población. ¿Cómo se vive allí esta situación?

A nivel internacional, MSF está respondiendo a más de setenta epidemias a la vez. Algo sin precedentes: antes teníamos a un ébola aquí, un cólera allá y tres sarampiones; ahora, llevamos todo nuestro porfolio de operaciones clásico con una particularidad: todas las secciones están en modo respuesta a la pandemia. Es decir, la gente que trabaja en proyectos nutricionales, por ejemplo, tiene que llevar EPI. Por tanto, la casuística de intervención se ha vuelto mucho más compleja.

«Colaborar tendría que ser el modo de trabajo por defecto y no por necesidad»

¿Qué vamos a aprender de esta crisis?

De esta epidemia, que vivimos también en España, tenemos que sacar lecciones positivas, en especial relacionadas con la empatía. Si aquí hemos experimentado este nivel de sufrimiento, imagínate en contextos clásicos de MSF. Esto solo va a suponer un incremento del exceso de mortalidad también en esos lugares en los que trabajamos y en los que ya se da en condiciones normales. En los países menos desarrollados hay más mortalidad debida a elementos estructurales, de desarrollo, no solo sanitarios. Por tanto, no solo se va a morir gente de covid-19, sino que los sistemas de salud van a verse sobrepasados por otras enfermedades. Además, si el confinamiento en España ha sido durísimo en términos económicos, imagínate en países donde hay un porcentaje enorme de población que vive de una economía de subsistencia, que trabaja para comer. Ojalá entendamos que la salud es un fenómeno global y podamos hacer un ejercicio empático hacia poblaciones que tienen muchos menos mecanismos que nosotros para responder a esta situación.

La necesidad de sistemas de sanidad robustos queda reflejada tras las situaciones de colapso vividas el último año. ¿Reforzará esta crisis la imagen de los sanitarios?

El actor principal de lucha contra una epidemia es la población y, en ese sentido, la española ha sido ejemplar: si hubiéramos decidido ignorar las recomendaciones, el sistema sanitario se hubiera derrumbado como un castillo de arena. Toda esta situación va a fortalecer a la sanidad española, a los sanitarios y a la población en general. Espero que sea un hito transformacional. No tengo ninguna duda de que las organizaciones se van a transformar –ya se han abierto, por ejemplo, al teletrabajo–, pero hay que aspirar a un cambio social, y ahí es donde la responsabilidad individual entra en juego e impacta en lo colectivo. Colaborar tendría que ser el modo de trabajo por defecto y no por necesidad: cuando la gente trabaja junta, el sistema funciona mejor. Hay que aspirar a la transformación social, individual y organizacional dándole poder a los sistemas de salud pública, al individuo y a todas las instituciones y organizaciones. Sería la forma de darle cierto sentido a tanto sufrimiento y tanta mortalidad. Si volviéramos a posturas más individualistas –en contraposición a la multilateralidad–, sería una oportunidad perdida, y muy injusto para la gente que está sufriendo con esta pandemia.

El coronavirus es solo la última (y de mayor alcance) de las enfermedades a las que se enfrentan millones de personas todos los años. ¿Serán las pandemias globales parte de la denominada «nueva normalidad»?

Comparado con otros periodos de la historia, seguramente sí, y la globalización y la movilidad actual tienen mucho que ver. Siempre ha habido un trasvase ecológico de virus y bacterias de norte a sur, de este a oeste, pero ahora estos viajan en avión. También creo que el mundo se va a armar mucho mejor: espero que aprendamos las cosas que hemos hecho bien y mal, y nos preparemos para posibles situaciones similares. No hay mayor pandemia que la indiferencia y, al menos, hemos entendido de una vez que la salud es un fenómeno absolutamente global y que la globalización no puede ser solo económica. Pensar que lo que pase a mil o dos mil kilómetros no me afecta es un planteamiento cortoplacista que en términos éticos y morales tiene su enjundia, pero se ha visto que en términos de gestión también.

La crisis sanitaria actual pasará, pero la emergencia climática continuará, haciendo cada vez más difícil la vida de los más vulnerables.

Técnicamente cuesta establecer un vínculo concreto entre un fenómeno planetario como el del cambio climático y la afectación de vidas concretas de personas, pero es evidente que la emergencia climática es la mayor amenaza de este planeta y la población vulnerable es la que tiene menos recursos para afrontarla. Ya se están viendo refugiados etiquetados como climáticos. Independientemente de que se pueda trazar una línea clara, son personas que se han visto forzadas a huir y cuyos relatos indican que el clima ha tenido un impacto enorme en situaciones de sequía, inundaciones, hambrunas… Se trata de la mayor amenaza sistémica y, o se destinan todos los recursos y se realizan políticas reales para corregir los indicadores de empeoramiento, o vamos a un escenario absolutamente impredecible de impacto global.

Científicos y oenegés advierten de que la pérdida de biodiversidad aumenta el riesgo de pandemias y facilita la transmisión de enfermedades. Como sociedad, ¿comprendemos la relación entre la salud del planeta y la salud humana?

Espero que sí, porque me parece una obviedad. El nivel de amenaza no tiene precedentes y los calendarios son los que son: hay miles de artículos científicos que nos ponen fecha de caducidad y no podemos seguir conduciendo a toda velocidad contra un muro. El negacionismo es una postura aberrante en términos científicos y de gestión. El impacto del cambio climático es obvio y evidente, pero no solo en la salud, sino en la vida. Su efecto en la salud ya está ahí, pero el que tendrá en la supervivencia es el que nos debería preocupar de verdad.

En los últimos años, la cooperación al desarrollo no ha gozado de buena salud presupuestaria. El año pasado, el informe La realidad de la ayuda, de Oxfam Intermon, hablaba de la «década perdida». ¿Volverá la ayuda humanitaria a ser una prioridad?

La cooperación es un elemento fundamental por el impacto que tiene en las vidas de las personas y su capacidad de tener gente en el terreno que pueda dar un testimonio directo de lo que está pasando. Tiende puentes de solidaridad entre personas, pero el 90% de los fondos van de Gobierno a Gobierno. Necesitamos mecanismos de gobernanza internacional que velen por el bien común. Están siendo años muy difíciles en términos políticos: hemos visto unas pulsiones hacia agendas nacionales que llegan a ser intuitivamente contradictorias con un proceso de globalización imparable. Son tiempos muy convulsos y preocupantes, pero espero que la conciencia de la gente nos sirva para minimizar el sinsentido del «nosotros primero».

A pesar de ese «nosotros primero», sigue habiendo sanitarios que deciden marcharse para ayudar en los países más vulnerables. ¿Qué hace que un profesional de la salud decida dar ese paso?

Ante todo, no implica un nivel de renuncia y de sacrificio mayor. Tengo un absoluto sentido del privilegio: puedo decir que sé lo que es la plenitud profesional, la he experimentado, pero es un proceso que tiene su maduración. Tenemos una primera adolescencia humanitaria, con un componente naíf, que podemos describir como ese momento en el que empiezas a ver interferencias en Matrix. Ves la tele o lees un libro y sientes que hay cosas que están profundamente mal: que haya gente que sufra o que muera por enfermedades prevenibles no tiene sentido. Luego, hay un componente de aventura, de inquietud, de conocer otras realidades. Trabajar con MSF no nos hace ni mejores ni peores personas, pero nos da la oportunidad de conocer una realidad que alguien como yo, hijo de un psiquiatra de provincias, si hubiera seguido la estela familiar, no conocería. Nuestro privilegio es entender el mundo de otra manera. Cuando llegas al terreno y ves que el trabajo humanitario también es muy político, lo que te mantiene en el juego es la certeza de que lo que haces está radicalmente bien, y que tiene un impacto enorme en las personas y comunidades en las que trabajas.

La Agenda 2030 marca un camino para conseguir un planeta sostenible. Sin embargo, en MSF veis cómo, anualmente, enfermedades que no deberían ser mortales se cobran la vida de más de cinco millones de niños menores de cinco años, por ejemplo. ¿Es posible no dejar a nadie atrás?

Ha habido progresos, pero si me apuras, en el siglo XXI, con los recursos que hay, una muerte así es injustificable. Estamos mejor que el siglo pasado, pero es una mejora lenta. Habría que hacer mucho más. Todos los avances son bienvenidos, pero hay situaciones intolerables y la comunidad internacional tendría que replanteárselo. Me cuesta entender lo de República Centroafricana, lo de Yemen, lo de Siria… Pero hay veces que, aunque no tengas la respuesta, no hacer nada no es una alternativa. La única opción es persistir. Senegal, por ejemplo, ha evolucionado impresionantemente. Incluso Etiopía, que era un país clásico de hambrunas, también lo ha hecho. Si vamos a conseguir un planeta sostenible o no, hay que plantearlo viendo la alternativa: ¿es posible un mundo que no lo sea? Sobre si se va a quedar alguien atrás, tengo la impresión de que es inevitable: el propio sistema perpetúa un vagón de cola. Por eso es importante el trabajo de la sociedad civil organizada, que se moviliza y ayuda en esos vacíos. Nos dicen que con lo que cuesta un paciente en Yemen podríamos vacunar a mil personas en otro contexto, y es cierto. Un paciente humanitario es mucho más caro, pero yo no voy a poner precio a la vida de un yemení. Se tienen que poner los recursos necesarios para que no quede nadie atrás. Tengo mis sospechas: uno ha visto muchas cosas que pasan una y otra vez. Acabas teniendo una cierta sensación de déjà vu cuando las crisis se repiten, pero alguien que ha nacido en República Centroafricana tiene derecho a una asistencia sanitaria digna por el simple hecho de ser un ser humano. Por eso, nadie nos va a convencer de que lo que hacemos está mal.

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