Sociedad
¿Y si las redes sociales no matan la conversación?
En este último año de pandemia en el que las calles se han quedado desangeladas, las redes sociales han predicado con un ejemplo contrario a aquello de lo que se les acusa: han mantenido viva la conversación.
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Desde el nacimiento de las redes sociales, pensadores de todo tipo (filósofos, sociólogos, escritores, etcétera) y numerosos medios de comunicación han divagado sobre el daño que hace la tecnología a nuestra capacidad de conversar. En 2011, el editor de The New York Times, Bill Keller, culpaba a Twitter de asesinar la profundidad en el diálogo. Siete años más tarde, el diario británico The Guardian, acusaba directamente a los smartphones y al tiempo que pasamos usando aplicaciones como WhatsApp de tal crimen. Y en 2019, la historiadora y profesora de la Leeds Beckett University (Reino Unido), Melanie Chan, añadía a la lista de culpables a FaceTime, Skype o Snapchat en un artículo publicado en The Conversation. Ninguna se libra. Tanto de manera individual como en grupo, todas y cada una de las redes que usamos para conectarnos con el resto hieren ese arte de la conversación que durante tantos siglos hemos cultivado.
«Los seres humanos somos seres sociales a los que nos gusta relacionarnos de manera activa y presencial», explica Elena Dapra, psicóloga clínica e integrante del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid (COPM). Y para establecer esa conexión entre nosotros, las personas hemos aprendido a lo largo de la historia múltiples técnicas. La más civilizada y compleja de ellas es, dice en John Armstrong, filósofo de la Universidad de Melbourne, en un artículo publicado en The Conversation, la conversación. «Es la forma de discurso más civilizada, más poderosa que una charla, más humana que el cotilleo y más íntima que un debate”, apunta, y continúa explicando que «se trata del encuentro de dos mentes lo suficientemente seguras para expresar sus creencias, capaces de escuchar y de buscar las razones detrás de los pensamientos». Conversar, para muchos, se encuentra en peligro de extinción por culpa del uso de las redes sociales y las limitaciones que imponen, como pueden ser los 280 caracteres que caben en un tuit.
Recurrir a las redes para vomitar ideas sin pensar en lo que se dice no ayuda a la causa
Dapra, la psicóloga del COPM, no le resta importancia a estas acusaciones. De hecho, coincide en varios de los argumentos. «Las redes sociales limitan la conversación y la ponen en peligro”, asegura.«El daño ocurre cuando son la única forma de comunicación con alguien o cuando no conoces de nada a esa persona, porque pueden generar fallos en los mensajes. A veces no se entiende lo que estamos intentando transmitir y se generan malentendidos porque tampoco nos preocupa que los demás entiendan lo que estamos expresando. Además, a través de ellas no podemos practicar las habilidades sociales que forman parte de la inteligencia emocional (como la empatía o la asertividad)». Así, la brevedad de los mensajes, el uso de emoticonos o el hecho de que en numerosas ocasiones simplemente recurramos a las redes para vomitar ideas no ayudan a la causa.
Sin embargo, no todo es blanco o negro. Las culpables no son las redes en sí mismas, sino el uso que hacemos de ellas. Dapra apunta que, al contrario de lo que aboga el discurso demonizado, estas aplicaciones pueden ser una herramienta buena y útil para conversar: «Al igual que pueden limitar la conversación, también pueden facilitarla”. Este último año, en el que las fronteras se han cerrado y las calles se han quedado desangeladas, es un claro ejemplo de cómo las redes pueden ser todo lo opuesto a aquello de lo que se las acusa: gracias a ellas hemos podido hablar y disfrutar de nuestros seres queridos durante los momentos más duros de la pandemia. ¿Cómo hubieses sido el confinamiento sin las videollamadas por Zoom, las historias de Instagram o los memes de Twitter?
Para hacer un buen uso de las redes sociales, Dapra apunta algunas pautas a tener en cuenta: «Lo primero que tenemos que hacer es cuidar el canal: debemos saber que no es lo mismo contestar o decir determinadas cosas en público que en privado. Hay que escuchar (o leer) y dejar que las demás personas se expliquen. No solo usarlas para hablar de nuestra historia. Hay que tener claro por qué queremos iniciar una conversación, y hacer partícipe al emisor de las intenciones de lo que vamos a decir. Como faltan los gestos, las miradas, las muecas… hay que cuidar muy bien como formulamos las frases. Debemos evitar hacer juicios y, en caso de hacerlos, explicarlos. Y, por último, es esencial asegurarnos de que la otra persona ha entendido lo que hemos querido decir»
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