Farmacéuticos, los guardianes de la crisis

Las farmacias se han convertido en una pieza fundamental para luchar contra la pandemia del coronavirus. Los más de 22.000 establecimientos sanitarios repartidos por toda España han desplegado todo un potencial sanitario y social, garantizando la prestación farmacéutica a toda la población, con iniciativas que están permitiendo evitar desplazamientos para reducir riesgo de contagios, contribuir a la adherencia a los tratamientos y descongestionar los hospitales.

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Hace ya algunos meses, Alberto Morán había decidido renovar, por fin, la antigua farmacia que había heredado de su madre. El madrileño barrio de Pacífico fue un foco de delincuencia hasta finales del siglo pasado pero, con la llegada de familias jóvenes de clase media en los últimos años, las calles habían adquirido una cara más amable, más segura. Por eso, llegaba la hora de retirar la mampara de vidrio que, desde hacía décadas, tapiaba la zona que va del mostrador hasta el techo, con la salvedad de un ventanuco por el que se entregaban los medicamentos. «Antiguamente había muchos atracos, pero eso ya es cosa del pasado. Quería tener, por fin, un trato más cercano con quienes entraban en la farmacia», cuenta.

A principios de marzo, cambió de idea. El avance de los casos de Covid-19 en España –igual de veloz que el de las noticias que ya invadían los medios de comunicación– se volvía más preocupante cada día. Especialmente en Madrid, que de un día para otro se convirtió en el vórtice mundial del virus. «Enseguida me di cuenta de que había hecho bien dejando la mampara. Justo antes de que decretaran el estado de alarma, esto empezó a ser una locura», recuerda Morán. «Saltaron rumores de que no iba a haber suficientes medicamentos y de que el paracetamol se iba a acabar. La gente empezó venir en masa y muy nerviosa, algunos incluso llorando. Tenemos muchos clientes habituales que sufren ansiedad y problemas psicológicos, y era complicado convencerles de que no era necesario ni prudente adelantarles la medicación para tres meses».

Una de las primeras medidas del sector fue proteger a la población más frágil y propensa a ser infectada

Una situación que se repetía por toda la capital. En otra farmacia del centro, donde la calle Hortaleza se cruza con la Gran Vía, no tenían mampara y necesitaron improvisarla con las cajas de unos medicamentos. «Al principio pusimos cintas adhesivas en el suelo para marcarles a los clientes una distancia a dos metros del mostrador, pero se la saltaban cada dos por tres. Venían mucho, y muy nerviosos, porque querían mascarillas, guantes y alcohol, y no había para todos», detalla una adjunta de este establecimiento.

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Sidonia Ripoll, propietaria de una farmacia de la c/Barquillo de Madrid || Luis Meyer

A unos 20 kilómetros de allí, en Mejorada del Campo, Aquilino García, también vio lo que se le venía encima y decidió proteger su farmacia por su cuenta. «Antes de que cerraran las tiendas, compré plásticos grandes, y ahora tengo la farmacia dividida en dos sectores con estos plásticos grandes que cuelgan desde el techo; una zona es la del público y otra donde estamos los farmacéuticos y técnicos. La separación es por el mostrador, que tiene tres puntos de venta, está plastificado. Pasamos los medicamentos a través de un pequeño agujero en cada punto de venta», subraya.

Son seis personas trabajando y, desde un poco antes del confinamiento, trabajan con guantes, mascarillas y pantallas transparentes que consiguió «a precio de oro». «En marzo, la gente entró en una histeria colectiva. Venían en masa a por la medicación del abuelo, del tío, del sobrino… Se montaban colas enormes en la calle. A veces, esperaban una hora o más debajo de la lluvia», cuenta García, que reconoce que lo que más le ha afectado han sido las guardias. «La segunda semana del confinamiento estuve de lunes a lunes trabajando ocho horas durante el día, y doce por la noche. Solo tenía cuatro horas para descansar», explica. «En una época normal nos turnamos, pero en esta ocasión, y en lo más crudo de la infección, con 800 y 900 muertos todos los días, decidí que las iba a hacer yo todas, por responsabilidad con mis trabajadores».

Por esas fechas, muchas farmacias se convirtieron en una suerte de cortafuegos. «Cerraron puntualmente los centros de urgencias para proteger a los médicos, de modo que para casi 40.000 personas me quedaba yo solo como profesional sanitario. Me llegaba gente con afecciones de todo tipo, porque el coronavirus no es la única enfermedad que existe. Por ejemplo, venían padres con fotos de quemaduras de sus niños, pidiéndome tratamiento, y les atendía para que no tuvieran que ir a urgencias o a los centros de salud. El hospital del Henares estaba colapsado. Si había que dar puntos, obviamente, no lo hacía, pero atendía prácticamente todo, respetando la legalidad».

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Empleada de la farmacia Fernando VI, en el centro de Madrid

También pasó por su farmacia gente con el Covid-19. «Cualquier noche llegaban hasta cinco infectados del hospital a recoger la medicación, pero es que no podían hacerlo de otra manera, porque sus mujeres y sus hijos también estaban enfermos. Tenía que desinfectar y limpiarlo todo después con alcohol, y a muchos ni les cobraba, claro, por no coger el dinero ni la tarjeta, porque se tosían en la misma mano con la que cogían los billetes y las monedas». Por suerte, se ha organizado un servicio de voluntarios con Protección Civil para acercar los medicamentos a los domicilios de las personas en edad de riesgo y otros sectores vulnerables. «Mejorada del Campo es un foco. Aquí han muerto varios clientes y amigos», cuenta García, y añade: «Este es un pueblo deprimido económicamente y los proveedores nos están vendiendo las mascarillas a un precio desorbitado. Nosotros las vendemos más baratas de lo que nos cuestan porque, sino, muy pocos podrían acceder a ellas».

Las farmacias juegan un papel primordial en los casos de violencia doméstica durante el confinamiento

Una de las primeras reacciones del sector fue proteger a la población más frágil, la más propensa a ser infectada. En tiempo récord se organizó por toda España la dispensación a domicilio por los farmacéuticos apoyados por una red de voluntarios de organizaciones como Cruz Roja y Cáritas para hacerles llegar a casa los medicamentos y que no tuvieran que dejar el confinamiento. Es el caso de Pilar Salvachua, de 75 años, asmática y con un problema de riñón que la tuvo ingresada diez días a principios de año. Vive con su marido, diabético, en Almazán, un pueblo de Soria que cuenta 5.000 habitantes y más de 300 casos de coronavirus. «Llamamos a Ignacio [el farmacéutico] por teléfono y nos trae lo que necesitamos. Basta con que le demos nuestros números de receta electrónica. Es un trato muy familiar. A veces el médico no tiene tiempo para explicarme bien cómo estoy, pero en esta farmacia siempre me aclaran todo. Tengo una revisión pendiente, pero no quiero ir al ambulatorio porque sé que están colapsados», cuenta esta jubilada, que en mayo cumple años, pero ya da por hecho que lo celebrará con sus hijos a través de la pantalla del ordenador. «Lo importante es que sigamos todos sanos», se consuela.

Nuria Gutiérrez tampoco ve a su madre desde hace más de un mes, y no sabe cuándo podrán volver a estar juntas. El primer domingo del confinamiento, la dejó en su casa de Santander y se fue a Polientes, a cien kilómetros de allí, el pueblo donde reside y tiene su farmacia. «Recuerdo aquel lunes. Llegué a abrir la farmacia, y todo parecía tranquilo, como suele ser habitual, pero a los diez minutos empezó a llegar mucha gente. La mayoría de las personas solo se dejan ver por aquí en julio y en agosto, pero habían venido en masa a su segunda residencia», recuerda. Y sigue: «La primera semana fue horrible, pasé muchísima tensión y lloraba todas las noches. Me vienen a que mire granos, eccemas, quemaduras… Porque ahora los médicos de aquí, por seguridad, atienden por teléfono, y nosotros asumimos su papel en muchos casos».

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No es el único papel que han asumido las farmacias, que forman una red de más de 22.000 establecimientos sanitarios por toda España y que son de los pocos lugares a los que está permitido ir durante el confinamiento. Por eso, estos días la cruz verde juega un papel primordial para alertar de los casos de violencia de género. «Hace unos días, una noche, apareció una chica joven, no llegaba a los 40 años», recuerda el farmacéutico que regenta una farmacia en Tenerife. «Se la veía muy nerviosa, aferrada a su perrito, al que había usado como excusa para salir de su casa. Intentaba explicarnos algo de manera tan atropellada que no éramos capaces de entenderla. Entonces, una de las adjuntas de la farmacia le preguntó ‘¿Mascarilla 19?’ Y enseguida respondió: ‘Sí, sí, mascarilla 19’». Esa es la contraseña para el protocolo de emergencia difundido a las farmacias, en numerosas Comunidades Autónomas, una iniciativa que nació de los Colegios de Farmacéuticos de las Islas Canarias. Basta con que la víctima diga esas palabras para que su personal farmacéutico llame inmediatamente, y active el protocolo de violencia de género. En las Islas Canarias ya se han atendido cinco casos, clara se señal de que funciona.

Jesús Aguilar, presidente del Consejo General de Colegios Oficiales de Farmacéuticos: «ver que la farmacia de enfrente tiene la cruz verde iluminada da sosiego»

Las zonas rurales están viviendo la pandemia con especial intensidad. En el pequeño pueblo burgalés de San Martín de Rubiales, Virginia Langa regenta una pequeña farmacia de apenas cuarenta metros cuadrados que surte a infinidad de poblaciones de alrededor. Normalmente atiende desde el mostrador con cierta tranquilidad y, los días que hay consulta médica en algunos de los pueblos, se acerca para suministrar los medicamentos que necesitan. Pero el coronavirus se ha cebado especialmente en esta zona: «Unos quince días antes del estado de alarma, cerraron todos los consultorios de los pueblos, y el médico solo atendía por teléfono. También dejaron de ir las enfermeras, que suelen controlar la tensión, hacer el análisis de Sintrom®…», relata Langa. «Llevo 14 años como titular de esta farmacia, y en dos semanas he visto morir familias enteras que llevan conmigo desde entonces. Es un shock que te hace darte cuenta de lo brutal que es este virus. Desde luego, no es una gripe».

Cuando saltó el estado de alarma, la farmacéutica ya atendía a gente aislada en San Martín. «Tuve que fabricar mi propio EPI: un abrigo de plumas, unos guantes que tenía por casa, una mascarilla improvisada… No teníamos nada, ni siquiera geles hidroalcohólicos», recuerda. Uno de sus momentos más duros sucedió el pasado jueves santo por la mañana: «Fui a Valdezate a hacer una ronda de temperaturas, y al pasar por una de las casas, estaba precintada por los bomberos, porque todas las personas, cuatro hermanos, habían muerto en cuatro días. Había estado atendiéndolas el lunes anterior».

Las farmacias son la primera trinchera frente a la pandemia. En muchos casos, sus profesionales asumen labores que se escapan con mucho a su día a día normal. «¿Imaginas que no hubiese 22.000 establecimientos sanitarios en España?», se pregunta Jesús Aguilar, presidente del Consejo General de Colegios Oficiales de Farmacéuticos. «Tenemos que salir reforzados de esto, porque esta situación nos hace ver la importancia que tiene este sistema farmacéutico que nos hemos dado todos los españoles, que es un logro social. Hay otros países que no tienen esta facilidad de acceso, porque no tienen una red tan extensa ni un sistema de guardias tan avanzado». «Ver que la farmacia de enfrente tiene la cruz verde iluminada da sosiego. Y eso tiene, precisamente ahora, más valor que nunca», concluye.

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