Opinión

Capitalismo progresista: la respuesta a la era del malestar

En ‘Capitalismo progresista’ (Taurus), el premio Nobel de Economía Joseph E. Stiglitz hace un recorrido sobre las fuentes de la prosperidad económica compartida, basadas en la investigación, la educación y el imperio de la ley. Su obra se convierte en un manifiesto para reconstruir los cimientos de un capitalismo que parecía obsoleto.

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Carla Lucena
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25
noviembre
2020

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Carla Lucena

Decir que las cosas no van bien en Estados Unidos y muchos otros países avanzados es un eufemismo. Hay un vasto malestar en la escena contemporánea. No estaba previsto que así ocurriera, según el pensamiento dominante en las ciencias económicas y políticas del último cuarto de siglo. Tras la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, Francis Fukuyama proclamó El fin de la historia: la democracia y el capitalismo habían triunfado al fin, y una nueva era de prosperidad global, con un crecimiento más rápido que nunca antes, parecía estar al alcance de la mano, una era en la que Estados Unidos iba supuestamente a la vanguardia.

En torno a 2018, estas ideas optimistas parecieron desplomarse al fin. La crisis financiera de 2008 demostró que el capitalismo no era todo aquello que se suponía: no parecía ser ni eficiente ni estable. Luego vino un aluvión de estadísticas que mostró que los principales beneficiarios del crecimiento durante el último cuarto de siglo eran aquellos situados en lo más alto de la pirámide. Y, por último, votaciones contrarias al sistema a ambos lados del Atlántico —el brexit en Reino Unido y la elección de Donald Trump en Estados Unidos— plantearon dudas respecto a la sabiduría de los electorados democráticos.

Nuestros expertos han ofrecido una explicación fácil a todo ello, correcta hasta cierto punto. Las élites ignoraron los apuros de demasiados estadounidenses mientras pujaban por la globalización y la liberalización de la economía, incluida la de los mercados financieros, prometiendo que todos se beneficiarían de estas «reformas», pero dichos beneficios jamás se materializaron para la mayoría de los ciudadanos. La globalización aceleró la desindustrialización, y dejó atrás a la mayor parte de la población, especialmente a los menos formados y, entre ellos, sobre todo a los varones. La liberalización del mercado financiero condujo a la crisis de 2008, la peor recesión económica mundial desde la Gran Depresión de 1929. Con todo, mientras decenas de millones de personas en todo el mundo perdieron sus empleos y millones de estadounidenses perdieron sus casas, a ninguno de los principales ejecutivos financieros que llevaron la economía global al borde de la ruina se le exigieron responsabilidades. Ninguno cumplió condena; más bien se los recompensó con bonificaciones desorbitadas. Los banqueros fueron rescatados, pero no así aquellos a quienes habían expoliado. Aun cuando las políticas económicas evitaron con éxito otra Gran Depresión, no es de extrañar que este rescate tan poco equilibrado haya tenido consecuencias […].

«Nuestra economía no ha funcionado para gran parte de Estados Unidos, pero ha sido inmensamente gratificante para los que están en la cúpula»

Puede que calificar de «deplorables» a aquellos en las áreas desindustrializadas del país que apoyaban a su oponente fuese un error político fatal por parte de Hillary Clinton (decir eso fue, en sí, deplorable): para ellos, sus palabras reflejaban la actitud desdeñosa de las élites. Varios libros posteriores, entre ellos Hillbilly Elegy: A Memoir of a Family and Culture in Crisis, de J. D. Vance, y Strangers in Their Own Land: Anger and Mourning on the American Right de Arlie Hochschild, documentaron los sentimientos de quienes habían experimentado este proceso y los muchos otros que compartían su malestar, dando cuenta de lo muy alejados que estaban todos de las élites del país.

Uno de los eslóganes de campaña de Bill Clinton en 1992 fue «Es la economía, estúpido». Esta es una simplificación reduccionista y los estudios aludidos sugieren la razón: ante todo, la gente quiere respeto, sentir que se la escucha. Desde luego, tras más de tres décadas de charlas a cargo de los republicanos diciendo que el Gobierno no puede resolver ningún problema, la gente no espera que lo haga. Pero sí quiere que «dé la cara» por sus ciudadanos; sea lo que sea que esto signifique. Y cuando el Gobierno da la cara, no quiere que este castigue a la gente por ser parte de «los que han quedado en el camino». Eso es degradante. Son personas que han tomado decisiones difíciles en un mundo injusto y esperan que algunas de las desigualdades sean abordadas. Sin embargo, en la crisis de 2008, generada por políticas impulsadas por la élite para liberalizar el mercado financiero, el Gobierno pareció dar la cara únicamente por dichas élites. Ese fue, cuando menos, un relato que resultaba creíble y, como aclararé, hay una pizca de verdad en todo ello.

Aunque el eslogan del presidente Clinton simplificaba en exceso las cosas al sugerir que la economía lo era todo, puede que esa simplificación no fuera tan rotunda. Nuestra economía no ha funcionado bien para vastas porciones del país, pero entretanto ha sido inmensamente gratificante para los que están en la cúpula. Sin duda, esta brecha cada vez más profunda es la raíz del actual dilema del país y el de muchos otros países avanzados.

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