Opinión

La infraestructura tecnológica de la democracia

La democracia es libre decisión, voluntad popular, autogobierno. ¿Hasta qué punto es esto posible y tiene sentido en los entornos algorítmicos que anuncia la inteligencia artificial?

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19
octubre
2020

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La organización política de las sociedades ha tenido siempre una pretensión de automaticidad. La actual algoritmización de la sociedad podría entenderse como continuidad con el cálculo moderno, sus estadísticas y sistemas de lógica formal. De unos años a esta parte, la automatización está rediseñando institucionalmente muchas actividades, incluida la política. Ciertas decisiones ya no son adoptadas únicamente por los seres humanos sino confiadas en todo o en parte a sistemas que procesan datos y dan lugar a un resultado que no era plenamente pronosticable. La democracia es libre decisión, voluntad popular, autogobierno. ¿Hasta qué punto es esto posible y tiene sentido en los entornos hiperautomatizados, algorítmicos, que anuncia la inteligencia artificial?

Cuando hablamos de la relación entre infraestructura tecnológica y democracia estamos formulando requerimientos en un doble sentido. Se trataría, por tanto, de un examen de compatibilidad en las dos direcciones: qué desafíos plantea la nueva constelación tecnológica a los dos elementos por cuya congruencia nos interrogamos, es decir, cómo configurarse la automatización para no sacrificar valores claves de la convivencia democrática; y qué tipo de innovaciones democráticas debemos acometer para no privarnos de los beneficios de la automatización.

La transformación digital está suscitando preguntas no menores y de signo opuesto. Por un lado, la inquietud de que sean los algoritmos los enterradores de la democracia. Otros aseguran que la democracia de los datos será mas representativa que cualquier otro modelo de democracia en la historia humana, que las urnas serán pronto unas reliquias del pasado cuando nuestra opinión puede estar siendo requerida de modo automático miles de veces cada día y que los expertos decidirán mejor que los partidos políticos ideologizados.

De entrada, no deberíamos minusvalorar el riesgo de que el tecno-autoritarismo resulte cada vez más atractivo en un mundo en el que la política cosecha un largo listado de fracasos. Hay quien sostiene que los algoritmos y la inteligencia artificial pueden distribuir los recursos más eficientemente que el pueblo irracional o mal informado. Una nueva especie de populismo tecnológico podría extenderse bajo la promesa de una mayor eficiencia. Sería algo así como una versión digital de la clásica tecnocracia coaligada ahora con las grandes empresas tecnológicas con irresistibles ofertas de servicios, información y conectividad.

«No parece que haya llegado el momento de plantearse que Siri o Alexa nos digan qué debemos votar»

Tal vez lo más insatisfactorio de esta revolución de los cálculos es que no es nada revolucionaria. El análisis de datos actúa como un dispositivo de registro, hasta el punto de tener grandes dificultades para identificar lo que en esa realidad hay de aspiración, deseo o contradicción. Como ha advertido Dominique Cardon, la ideología de esta sedicente superación de toda ideología es un «comportamentismo radical»: por un lado nos pensamos como sujetos emancipados de toda determinación, pero continuamos siendo en una medida mayor de lo que desearíamos seres previsibles al alcance de los calculadores. No es verdad que dejarlo todo en manos de nuestra decisión –como consumidores o votantes– entronice nuestra libre decisión, aunque solo sea por el hecho de que, incluso cuando tenemos la sensación de tomar decisiones singulares, nuestros comportamientos obedecen a los hábitos inscritos en nuestra socialización. Pero es que, además, si hemos de tomarnos nuestra libertad en serio, también forma parte de ella nuestra aspiración de modificar lo que hemos sido dando así lugar a situaciones hasta cierto punto impredecibles. Y a este respecto los algoritmos que se dicen predictivos son muy conservadores: son predictivos porque formulan continuamente la hipótesis de que nuestro futuro será una reproducción de nuestro pasado, pero no entran en la compleja subjetividad de las personas y de las sociedades, donde también se plantean deseos y aspiraciones.

Pese a todas las deficiencias e insatisfacciones del modo como se realiza actualmente la política, no parece que hayamos encontrado un sustituto funcional a esa tarea que en última instancia remite a una decisión colectiva acerca de los asuntos comunes que nos conciernen. No parece que haya llegado el momento de plantearse que Siri o Alexa, nuestro asistente virtual, nos digan –atendiendo a nuestros likes, a lo que consumimos, a las redes sociales de las que formamos parte, a nuestras preferencias habituales– qué debemos votar.

Los procedimientos de la inteligencia artificial no pueden exonerarnos de esa decisión. Hay democracia allí donde, pese a toda la sofisticación de los cálculos, nos vemos finalmente a tomar una decisión que no está precedida por razones abrumadoras ni conducida por unas tecnologías infalibles.

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