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Un planeta de película

Siete son las maravillas del mundo, los colores del arcoíris, las notas musicales, las vidas de un gato. Siete es también la posición que ocupa el cine en el ránking de las (bellas) artes. Desde su aparición, el medio cinematográfico ha ofrecido experiencias visuales y acústicas que han ido evolucionando con el paso del tiempo. Al mismo ritmo, los temas narrativos han cambiado. Ahora hay uno que cada vez ocupa un mayor espacio en la gran pantalla: la necesidad de revertir la crisis climática.

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15
octubre
2020
Imagen de la grabación de Nanuk, el esquimal, (Nanook of the North), un documental mudo con elementos de docudrama de 1922 dirigido por Robert Flaherty.

Primero, el negro. Luego, una masa de hombres y mujeres se amontona a la salida de su lugar de trabajo y se dispersa hacia todas direcciones. Ellas, ataviadas con adornados sombreros de ala y vestidos ceñidos a la cintura que caen hasta los pies. Ellos, con gorras ladeadas y fiambreras colgadas al hombro. Una bicicleta se abre paso entre la multitud. El último trabajador se aleja a ritmo pausado. La puerta se cierra y cae otra vez el negro. Esta escena de cotidianidad pertenece a una de las primeras películas de la historia: La salida de la fábrica Lumière en Lyon (La sortie de l’usine Lumière à Lyon, 1895), un cortometraje en blanco y negro que sirvió de simiente para que evolucionara lo que hoy se conoce como el séptimo arte. A los hermanos Lumière les bastaron 46 segundos para plasmar una única realidad entonces incuestionable: la de millones de trabajadores que, en plena revolución industrial, acudían a las fábricas a ganarse el sueldo. Sin embargo, la lectura que se hace más de 120 años después encierra diferentes matices, como que la implantación de esos núcleos fabriles durante el siglo XIX fue el germen del cambio climático y la crisis que nos está tocando vivir.

Si bien el contexto en el que se visualiza una película influye en la manera de entenderla –igual que una canción puede hacerte llorar en un día triste–, algunas obras cinematográficas comparten una misma visión (o misión): la de denunciar injusticias o problemas sociales. Y, en el contexto actual, en el que el cambio climático es uno de los mayores desafíos, cada vez son más los filmes que hacen referencia a él, aunque es cierto que la preocupación medioambiental hace ya casi un siglo que comenzó a estar presente en la gran pantalla.

En 1922, el cineasta estadounidense Robert J. Flaherty presentó Nanuk, el esquimal, un largometraje que narra el día a día de un grupo de esquimales que viven en armonía con la naturaleza. «En realidad, la película no muestra la vida real de los esquimales tal y como era en ese momento, sino cómo el director creía que vivían antes de que la cultura occidental lo arrasara todo. Por eso es una representación de la conexión entre el ser humano y la naturaleza; entre esta y el buen salvaje», explica Marta Piñol, profesora de Historia del Arte especialista en cine de la Universidad de Barcelona (UB). Para la experta, esta obra –considerada por muchos el primer documental de la historia– evidencia la existencia de una ligera conciencia ambiental sobre el impacto negativo del ser humano en el entorno natural, en un mundo en el que el cine iba todavía en pañales.

Marta Piñol: «En Blade runner o Mad Max se constata el desastre, pero no se comunican las claves para evitarlo»

Con los años, el mensaje ha ido haciéndose más explícito y visual y las narrativas han adoptado formas cada vez más originales y sofisticadas. Basta pensar en Wall-e: Batallón de limpieza (2008), una película de animación que da nombre al protagonista: un robot que tiene la misión de limpiar el planeta Tierra de la basura que se ha ido produciendo y acumulando durante años y que ha obligado a los humanos a huir al espacio. El contexto bien podría estar sacado del informe What a Waste 2.0: A Global Snapshot of Solid Waste Management to 2050 de Naciones Unidas, que prevé que en los próximos 30 años la generación de desechos a nivel mundial aumentará de las 2.010 millones de toneladas registradas en 2016 a 3.400 millones.

Años antes, un mundo igual de crudo se dibujaba en la película dirigida por el aclamado Ridley Scott: Blade Runner (1982). Solo hacen falta 20 segundos para darse cuenta. «Los Ángeles, noviembre de 2019», rezan los créditos iniciales. La imagen que le sigue es devastadora: chimeneas envueltas por una neblina negra que escupen nubes de fuego y que, a falta de sol, únicamente se ven iluminadas por las luces de los edificios. Sin más aclaraciones, los primeros fotogramas dan la visión de un futuro contaminado e industrializado donde, además, la tecnología y la ingeniería son los grandes protagonistas. El futuro que imaginó Scott en su filmación es ya el presente.

Blade Runner cine

Para Piñol, estas películas de ciencia ficción permiten mostrar perfectamente universos distópicos en los que se especula sobre un futuro en el que la tierra está devastada. Como sucede en obras tan alabadas por la crítica como la saga Mad Max, que presenta un mundo marcado por la escasez de agua, petróleo y energía. «Son propuestas útiles en la medida en que ponen de manifiesto, a través de imágenes muy potentes, lo que puede suceder en el futuro si no se cuida la Tierra. Sin embargo, el problema es que en la mayoría de ellas se constata el desastre, pero no se comunican cuáles son las claves para impedir que se llegue a tal situación. El error es que se centran en cómo sobrevivir en tal entorno o en buscar lugares o planetas alternativos», expone Piñol. Así, la ficción se convierte en una potente herramienta para concienciar sobre la crisis ecológica, aunque aún falta que esta deje de ser la actriz secundaria y encarne el papel de protagonista.

Sin embargo, en los últimos años, un género cinematográfico se ha reinventado y ha conseguido abordar (en fondo y forma) el desafío medioambiental: el cine documental. Una búsqueda rápida en Netflix, la plataforma de streaming que roza ya los 140 millones de abonados en todo el mundo, evidencia el repunte, tanto en calidad como en cantidad, de este tipo de metrajes. Detrás de uno de los más conocidos se encuentra el actor Leonardo DiCaprio, quien, para grabar Before The Flood (2016), se reunió con diversos científicos y políticos para explicar la necesidad de comprometerse con la lucha contra el cambio climático. También encontramos en esta plataforma el documental Una verdad muy incómoda: ahora o nunca, dirigido por el exvicepresidente de los Estados Unidos Al Gore, que ya lanzó una primera pieza audiovisual hace más de una década en la que advertía de la mayor amenaza a la que se enfrentaba la humanidad: el cambio climático.

A este documental le preceden otros de igual reconocimiento como The Age of the Stupid (La era de la estupidez, 2009), un documental a caballo entre la ficción y la realidad que, a través de la historia de siete personas y de investigaciones científicas, retrata cómo estamos (mal)tratando nuestro planeta. Dirigida por Franny Armstrong y protagonizada por el difunto actor británico Pete Postlethwaite, la película empieza con imágenes de un imaginario planeta devastado. Es el año 2055, se indica. Luego, una frase flota en el aire: «¿Por qué no nos salvamos cuando aún estábamos a tiempo?».

Afortunadamente, según el Panel Intergubernamental de Cambio Climático de la ONU (IPCC) todavía podemos frenar el cambio climática. Concretamente, nos quedan diez años para evitar que el cambio climático sea irreversible. Conscientes de esta oportunidad, cada vez son más los documentales que buscan dar soluciones para liberar a nuestra era de esa estupidez que denuncia Armstrong.

Marta García Larriu, directora y fundadora del Festival de cine sobre progreso sostenible Another Way Film Festival (AWFF), ha sido testigo del auge de este género que, señala, se remonta a los últimos cinco o seis años. «La inquietud ante el reto medioambiental es cada vez mayor pero, además, los documentales de esta temática han mejorado: antes el ritmo era más lento y pausado; ahora, los directores se están permitiendo ciertas licencias de narrativa más arriesgadas e interesantes». La experta hace referencia a documentales que abordan problemas sociales y medioambientales como si fueran investigaciones policiales. «Este lenguaje audiovisual, junto con las herramientas digitales que tenemos, permite hacer las producciones mucho más entretenidas y enganchar al espectador», sostiene la experta. Se rompe así con la teoría del efecto somnífero que muchos atribuyen al género documental. El cortometraje Anote’s Ark, ganador del premio del público del festival en 2018, es un claro ejemplo de ello. La historia se basa en Kiribati, una isla del pacífico que está a punto de desaparecer por el aumento del nivel del mar. A través de unas fotografías espectaculares y con las negociaciones internacionales sobre cambio climático como trasfondo, el presidente de la isla va mostrando los proyectos que está poniendo en marcha para evitar que los habitantes de su nación busquen refugio en el extranjero. Algo que, en una situación como la actual, en la que en 2018 se produjeron 17 millones de desplazamientos por causas climáticas, empieza a resultar preocupante. Como esta, muchas otras producciones se han lanzado a denunciar las consecuencias ya visibles del cambio climático, pero ¿por qué unas triunfan y otras no? «Es esencial que haya una fusión de diversos elementos. Por un lado, el mensaje debe estar bien explicado y tiene que transmitir una emoción. Por otro lado, el lenguaje visual ha de ser artístico y tiene que haber una investigación minuciosa y contrastada detrás», detalla García Larriu, que en cada edición del AWFF selecciona de entre cerca de 200 documentales los que mejor aúnen estas cualidades. La naturaleza de la temática hace, a su juicio, que la tarea sea aún más compleja.

«El problema de abordar el desafío de la crisis climática y la sostenibilidad medioambiental es que estamos intentando hablar de algo indescriptible. La conexión que tenemos con la naturaleza es difícil traducirla en palabras o imágenes y, una vez lo haces, baja la intensidad de esa sensación», subraya. De ahí que muchos opten por mostrar los estragos visibles y más impactantes del cambio climático para remover conciencias y otros apuesten por mostrar qué se puede hacer para garantizar que el modelo que guíe nuestras futuras acciones sea totalmente sostenible.

cine cambio climático

Este último mensaje es el que se lanza en Closing the Loop (Cerrando el círculo), el primer documental del mundo sobre economía circular. Fue lanzado en las plataformas de Amazon y Vimeo en primavera de 2018 y, en poco menos de un año, ha comenzado a circular de manera gratuita por YouTube con subtítulos disponibles en 11 idiomas. La crítica no ha tenido reparos en considerarla una película optimista que no habla de desastre, sino de innovación sostenible. En 90 minutos, el documental explora las cinco estrategias en que se basa el modelo circular: reducir, reusar, reciclar, renovar y reinventar. Para ello, se recogen entrevistas con varios expertos y se muestran algunos casos de éxito, como una empresa de plástico biodegradable o una fábrica que genera electricidad con fertilizantes.

Green Screen estudia la huella de carbono de los rodajes de cine y televisión y propone una guía práctica de medidas ambientales

La sensibilidad y compromiso por la naturaleza también se traslada a algunos festivales de cine, como el ya mencionado Another Way Film Festival o el Ficmec (Festival Internacional de Cine Medioambiental de Canarias), que en su última edición tuvo como reclamo las energías renovables y la necesidad de impulsar la colaboración para combatir el calentamiento global.

Pero en el cine no basta con proyectar, también hay que predicar con el ejemplo. Para García Larriu tan importante es el mensaje que se transmite como el método de producción. El sector audiovisual, como muchas otras industrias, genera un gran impacto medioambiental en su proceso de grabación y distribución. Y es que la industria cinematográfica arrastra a muchas otras industrias como la de los servicios de catering, de transporte o los equipos de electrónica e iluminación. Sin ir más lejos, solo en Londres, la empresa Greening Film calcula que la industria cinematográfica genera la misma cantidad de dióxido de carbono que una ciudad con 20.000 habitantes. Imaginemos pues cuál es el impacto en lugares como India o Estados Unidos, los mayores productores de películas del mundo.

Conscientes del problema, en 2017 se puso en marcha en Europa el proyecto Green Screen, liderado por Film London, que estudia la huella de carbono que dejan los rodajes de cine y televisión y propone una guía práctica de medidas ambientales que se pueden aplicar a nivel regional. En España, la encargada de aplicar este programa es la empresa municipal Promálaga, que ofrece una guía práctica de medidas para reducir el impacto. Y, aunque este pensamiento verde es bastante reciente en nuestro país, son muchos los que reclaman un cambio sustancial en el séptimo arte. Así, en 2018, un grupo de directores y científicos propusieron durante la Semana Internacional de Cine de Valladolid la creación de un «sello verde» que identifique (y premie) a los rodajes sostenibles, como sucede en la ciudad de Nueva York. Habrá que esperar para comprobar si esta seguirá siendo una tendencia cinematográfica en los próximos años.

«Al final se trata de poner el arte al servicio del mensaje», concluye García Larriu. Y hoy, el mensaje se proyecta en color y abarca las pantallas de todo el mundo: si no cuidamos el planeta, su historia puede acabar antes de lo previsto con un golpe seco y fugaz: ¡Corten!


Este artículo fue publicado originalmente en el número 8 de la Revista Circle (diciembre 2019).

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