Opinión

Reflexiones y enseñanzas decentes

Liderar es, sobre todo, educar e invertir en educación, investigación y en salud, tres de los pilares de la dignidad humana.

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22
junio
2020

«La economía ciega ignoró la explosión de desigualdad en todo el mundo, la creciente fragmentación social que la acompañó y el inminente desastre medioambiental, retrasando así la acción, tal vez de manera irrevocable». Lo dicen Esther Duflo y Abhijit Banerjee, premios Nobel de Economía en 2019, en su libro Buena economía para tiempos difíciles (Taurus, 2020). Son palabras premonitorias, escritas antes de la pandemia.

Como si de una condena se tratara, tres meses y un día de confinamiento dan para mucho. Han sido demasiados los días de sufrimiento y dolor, las jornadas de incertidumbre que no se agota ni desaparece y se convierte en nuestra única certeza, las ausencias interminables que, en muchos casos, serán para siempre… Son decenas de preguntas sin contestar y la impresión de que siempre pudieron/pudimos hacer más para reducir las desastrosas consecuencias de esta pandemia, sobre todo los «mandamases»que nos representan y gobiernan en España y en todo el mundo, algunos de ellos negacionistas, ineptos y, en todo caso (salvo excepciones muy contadas), inoperantes, incapaces, negligentes y poco preparados para lo que se les ha venido encima. Los líderes que debían marcarnos el camino han brillado por su ausencia. Si los sufrimientos enseñan, como escribió Herodoto, es tiempo de que reflexionemos con sinceridad y de la única forma que cabe hacerlo: con honradez intelectual.

La principal enseñanza que deberíamos aprender de la crisis sanitaria es la necesidad de ser humildes. Que al ser humanos somos muy frágiles y vulnerables ya nos lo recuerdan las tremendas y engañosas estadísticas que conocemos diariamente: millones de afectados, centenares de miles de muertos (casi dos tercios personas mayores) y de enfermos con secuelas. A esto hay que sumarle la quiebra de sistemas sanitarios, la extensión de la pandemia por Latinoamérica y los temidos rebrotes. Se avecina además una ruina económica y social cuyo alcance todavía no conocemos y de la que saldremos con sangre, sudor y lágrimas –como decía Churchill–, y con mucho esfuerzo, trabajando de consuno, compartiendo afinidades y, una vez más, con la deuda como protagonista que alcanzará niveles récord en buena parte de Europa.

«Es tiempo de que reflexionemos con sinceridad y de la única forma que cabe hacerlo: con honradez intelectual»

Seguramente no hay otro camino y toca jugar a la heterodoxia y a la solidaridad porque con tipos de interés muy bajos, como ha dicho el execonomista presidente del FMI, Olivier Blanchard: «podemos sobrellevar la deuda que vamos que tener que asumir de aquí al final de la crisis sin tener que hacer ninguna locura después». En todo caso, el Fondo Monetario Internacional, que ha estimado en diez billones de dólares el monto de los estímulos fiscales para hacer frente a la COVID-19, nos recuerda que son imprescindibles mayores esfuerzos dada la gravedad de la crisis. Esto incluye tomar «las medidas necesarias para evitar daños permanentes en la economía por las pérdidas de empleo y la mayor desigualdad».

Otra enseñanza es que nos ha faltado prudencia para encarar la crisis. Digo bien: no imprudencia sino prudencia. Es decir, la capacidad de anticiparnos y la capacidad de pensar sobre los riesgos posibles que ciertos acontecimientos conllevan, adecuando nuestra conducta para no recibir o producir perjuicios innecesarios. La pandemia no es un cisne negro del que no se tuvieran noticias y nuestros dirigentes se olvidaron de que el camino del liderazgo –y para su ejercicio los elegimos– tiene que ver más con el ejemplo y la acción que con la palabra. Liderar es, sobre todo, educar e invertir en educación, investigación y en salud, tres de los pilares de la dignidad humana.

Tercera enseñanza: la salud, como el medio ambiente, es un bien común global y, por tanto, deberíamos encontrar la fórmula para organizar el prudente y sosegado disfrute de los bienes comunes por parte de todos (los beneficios de las vacunas, por ejemplo) y encontrar un modelo de desarrollo transformando –no reformando– algunas partes del imperante sistema de economía de mercado. Habría que acabar con los paraísos fiscales y la elusión fiscal, que es una exigencia de justicia, como lo sería también imponer tasas a determinadas tecnológicas, combatir el monopolio de algunos poderes económicos que se transmutan en poder político, trabajar por una convergencia entre estudio y trabajo a través de un Pacto Global por la Educación que tenga por principal objetivo la lucha contra la desigualdad y modificar los objetivos y estructura del propio FMI y del Banco Mundial, organismos internacionales nacidos, en pleno siglo XXI, de los acuerdos de Bretton Woods en 1944. Por último, otra exigencia de justicia sería ayudar con políticas de empleo que eliminen la precariedad y rebajen los ratios de la economía informal, apoyando a las empresas con estímulos fiscales y/o préstamos que garanticen su existencia, su crecimiento y su desarrollo.

Necesitamos un nuevo contrato social que transforme a España en un país más decente y mejor. No podemos resignarnos. Necesitamos conjugar libertad y justicia –las columnas de la democracia– para ejercer el derecho y el deber de ser responsables para participar en procesos sociales y hacer oír las voces de los que luchan contra la injusticia social. Al final se trata de vivir –como nos dijo Hannah Arendtla libertad de ser libres y, por tanto, iguales.

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