Opinión

Decencia común

Tengo dudas sobre si la nueva realidad que nos quieren vender encierra una gran renuncia: desprendernos del pasado con todas sus consecuencias.

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08
mayo
2020

En tiempos de pandemia y confinamiento aliviado, cada vez que leo o escucho lo de volver a la nueva normalidad, recuerdo las palabras rotundas y proféticas que escribió Walt Whitman: «Surgirá un nuevo orden, y sus hombres serán los sacerdotes del hombre, y cada hombre será su propio sacerdote». Entonces me pregunto, esperanzado, si los que nos anuncian una normalidad a estrenar están refiriéndose a ese nuevo orden antropocéntrico en el que hombres y mujeres debiéramos ocupar el lugar que, al olvidarnos de nuestra propia dignidad, habíamos perdido en esta época postmoderna.

Pero también –se me ponen los pelos de punta– regreso a Orwell y a su novela 1984, y revivo las tribulaciones y angustias de Winston, el protagonista, con la tarea a la que se enfrentaba cada día: reescribir y adaptar la historia a un nuevo relato, a una versión oficial de los hechos. Reflexiono y me pregunto, preocupado, si en esta primavera de 2020 no estamos en los prolegómenos de una sociedad que podría ser algo parecida a la que Orwell describió, con energía visionaria, en su novela. Tengo dudas sobre si la nueva realidad que nos quieren vender encierra una gran renuncia: desprendernos del pasado con todas sus consecuencias.

«La limitación racional del poder y de las ambiciones es siempre una cuestión clave»

No sé que pasará. La limitación racional del poder y de las ambiciones es siempre una cuestión clave. Es el famoso equilibrio de poderes de la democracia y los ciudadanos podemos ser el fiel de la balanza. Por eso me gusta repensar lo que escribió el filósofo neoyorquino Richard Rorty en 1999: «Tenemos ahora una clase superior global que toma todas las grandes decisiones económicas y lo hace con total independencia de los Parlamentos y, con mayor motivo, de la voluntad de los votantes de cualquier país».

Es verdad que atravesamos una época nueva, más de intemperie que de protección, pero no es menos cierto que si no avanzamos recordando, tropezaremos, porque ningún proyecto, ninguno, se puede conseguir desde el olvido y el desdén. Tampoco desde los perversos prejuicios, como nos advirtió Montesquieu en El espíritu de las leyes: «Me consideraría el mortal más feliz si pudiese conseguir que los hombres se curaran de sus prejuicios. Y llamo aquí prejuicios no a lo que hace que se ignoren ciertas cosas, sino a lo que hace que se desconozca uno a sí mismo».

Un paradigma de lo que cuento son nuestros líderes, sobre todo cuando olvidan que el camino del liderazgo tiene que ver más con el ejemplo y la acción que con la palabra. Liderar es también y, sobre todo, educar. Buena parte del blablabla humano sigue teniendo un propósito cosmético que, desafortunadamente, forma parte del ADN de los políticos. Muchos de ellos, además, están emborrachados con el poder y, agarrados a su complejo de Hydris, han dejado de escuchar, no consultan, son imprudentes y se creen en permanente posesión de la verdad. Algunos dirigentes, tanto si gobiernan como si no, olvidan que el discurso político/empresarial necesitaría estar anclado en una robusta conciencia moral articulada en fines comunes que importen a todos, y es tarea de todos sentir esos deberes y también sentirnos responsables unos de otros, como nos contó Saramago en Azul para Marte, un precioso e inconcluso cuento: «En Marte, por ejemplo, cada marciano es responsable de todos los marcianos. No estoy seguro de haber entendido bien qué quiere decir esto, pero mientras estuve allí (y fueron diez años, repito), nunca vi que un marciano se encogiera de hombros».

«La dignidad, la razón y la verdad son condiciones necesarias de una sociedad decente»

Un dirigente, un líder que quiera serlo realmente, tiene que convertirse en autoridad, es decir, en hombre o mujer con valores, ambiciones autolimitadas y respeto a la razón y a la verdad. En este punto, conviene recordar a Erasmo que, en su De la educación del príncipe cristiano, hizo una certera analogía: el preceptor o asesor que envenena con malas ideas o malos consejos el corazón de un príncipe es tan criminal como el canalla que envenena un pozo de agua del que bebe una población entera. Eso es lo que hacen los malos gobernantes: envenenar el pozo del que bebemos todos, personas e instituciones.

Nos debemos respeto a nosotros mismos y todos, especialmente los dirigentes, a la dignidad, a la razón y a la verdad. Ninguna de ellas son ideologías sino condiciones necesarias de una sociedad que quiera ser decente sin mentir y sin manipular. Ahora, cuando la tecnología –racional o irracional–, dicen que está en trance de arruinarnos y asfixiar la libertad personal, conviene recordar la common decency, aquel concepto que nos regaló Orwell: la decencia común, la infraestructura moral indispensable que necesita cualquier sociedad que quiera ser organizada, justa y equitativa; y que proclame el derecho y el deber de ser responsables si queremos permanecer libres, con o sin nueva realidad.

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