Sociedad

«Que la gente cocine en casa es una reivindicación política»

En contra del elitismo gastronómico, el periodista Mikel López Iturriaga, director de El Comidista, defiende la cocina sencilla y un tipo de alimentación saludable y accesible para todo el mundo. Para ello se sirve de un humor, a veces mordaz, que le permita llegar a un mayor número de personas.

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Patricia J. Garcinuño
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21
noviembre
2019

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Patricia J. Garcinuño

«Yo no soy El Comidista», aclara de entrada Mikel López Iturriaga (Bilbao, 1967). Él es solo el ‘jefe’ del blog que dirige desde 2009 y que se ha convertido en todo un referente en información sobre gastronomía, cocina y nutrición. Filólogo frustrado, López Iturriaga se adentró en el mundo del periodismo gastronómico con el blog Ondakin, donde el humor y el pensamiento crítico rompieron con los cánones que durante años han caracterizado el elitismo gastronómico. Este fue el germen de la ahora exitosa web de El Comidista de El País. «Un minifenómeno», dice, que sirve para acercar a la gente de manera sencilla y accesible todo lo que tiene que ver con la alimentación. 

Han pasado diez años desde que te pusiste al mando de El Comidista. Desde entonces, parecen haber proliferado los espacios dedicados a la gastronomía: blogs, programas de televisión, perfiles de Instagram… ¿Cómo ha evolucionado el periodismo gastronómico? 

Es evidente que ahora hay mucha más variedad de la que había: no solo en cuanto a blogs o cuentas de Instagram, también los medios de comunicación generalistas prestan bastante más atención a la gastronomía y a la nutrición. Además, se ha mejorado mucho la calidad de la información escrita y visual. Las fotografías han sido un salto tremendo. Cuando veo las fotos que hacíamos antes, me muero de vergüenza porque, hablando claro, eran una auténtica mierda. Pero también hay cosas que han empeorado. Podemos hablar de la mercantilización de la información y de prácticas muy frecuentes en las redes sociales como la de colar publicidad como si fuese contenido o el mamoneo de algunos de los llamados influencers con las marcas.

Las redes sociales permiten que todo el mundo pueda acreditarse como cocinero, crítico gastronómico o experto en nutrición según el número de seguidores. ¿Se está desvirtuando el papel del experto?

No me parece mal que haya habido cierta democratización a la hora de comunicar sobre gastronomía. Hay gente que con buena voluntad ofrece información interesante en sus cuentas de Instagram, pero hay también quien traspasa ciertas fronteras éticas o se arroga y pierde toda humildad. Cuando empecé en el mundo de la gastronomía no tenía ni idea: intenté ser humilde y no ir de gran crítico gastronómico ni de gran cocinero. Simplemente pretendí ser claro y decirle a la gente: «yo sé hacer esto, estos son los platos que me gusta preparar y los voy a comunicar de la manera más sencilla que pueda». Si recomiendo un restaurante es porque me gusta de verdad y porque es un sitio al que considero que merece la pena ir. Con el boom de las redes sociales han empezado a pasar cosas raras. La gente recomienda restaurantes o productos a cambio de invitaciones o dinero. Así solo consiguen engañar a sus seguidores. Al final es como todo en la vida: existe un lado bueno y el lado oscuro de la fuerza. Solo hay que saber de quién te puedes fiar.

«La industria alimentaria juega tanto al despiste que cuando vamos al supermercado estamos desorientados»

En más de una ocasión te has pronunciado sobre cuestiones políticas y sociales en El Comidista. ¿Se puede ejercer el activismo desde la cocina?

El hecho de animar a la gente a que cocine en casa es ya una reivindicación política. Lo que haces es resistirte de alguna manera a la tendencia generalizada de comprarlo todo hecho, pedirlo todo por apps como Glovo o Deliveroo o confiar a ciegas en la industria alimentaria. Cocinar es también un acto político porque implica mantener una tradición, una memoria gastronómica y, sobre todo, decir no a muchas cosas que nos están vendiendo. En El Comidista somos muy beligerantes con la gran industria alimentaria mundial y no es porque sí. Estamos en contra de la maquinaria que vende productos nocivos para la salud, a los que yo no denominaría comida sino productos comestibles, y  que además se comercializan con argucias, artimañas y medias verdades; por no llamarlo engaños, porque disfrazan los productos de saludables cuando, en realidad, las personas están comprando algo que no le va a hacer ningún bien. Puedes llamar activismo a todo esto, pero yo al final lo llamo hacer buen periodismo, que consiste en contarle a la gente lo que hay y decirle: «mira, la elección de lo que compras es tuya, pero no te dejes engañar por el bombardeo publicitario o el packaging del producto. Desarrolla un poco tu sentido crítico a la hora de comer y alimentarte».

¿Ha sido el humor un problema para que te tomen en serio?

Sí, clarísimamente. Aunque no sea un sector mayoritario, en nuestro país, ciertos círculos elitistas gastronómicos tienden a pensar que para ser un periodista, crítico o comunicador fiable tienes que ser una persona muy seria que hable siempre desde el pedestal. Por eso, en el momento en el que haces algo de humor parece que no se te puede tomar en serio. Se confunde el humor con la falta de rigor, pero no tienen nada que ver. Al final estás hablando, pero no de cosas horribles o de tragedias, sino de comida, y la gastronomía tiene que ser algo placentero de lo que puedas hablar con rigor, pero sin perder un toque de humor. En el mundo periodístico anglosajón existe una gran tradición sobre esto, pero aquí en España no lo tenemos tan asimilado. Hay quien me considera un majadero y un tipo que no sabe de nada simplemente porque hago un  poco el tonto al principio de mis vídeos. Es así, no se puede gustar a todo el mundo. Lo que a mi me interesa es que lo que hago llegue a la mayor cantidad de gente posible y el humor es mi arma para conseguir ese objetivo porque hace que gente que no esté interesada en la gastronomía o en la alimentación se acabe acercando. Lo que piensen esos señores serios de la élite gastronómica, «señoros», los llamo yo, me da igual.

¿Es una cuestión de egos?

Al final todos tenemos nuestro ego y entiendo cierto recelo hacia un minifenómeno o miniéxito como puede ser El Comidista. Pero yo intento controlar mi ego, sobre todo, a través del humor. Aparecer disfrazado haciendo la mamarracha en mis vídeos me sirve un poco de terapia para no creérmelo. Es una manera de recordarme que esto son cuatro días, que no estoy descubriendo la pólvora ni haciendo gran periodismo de investigación.

En la actualidad podemos adquirir productos de cualquier parte del mundo sin movernos de la silla.  Hay quien habla de la llegada de «alimentos invasores» que están sustituyendo nuestros platos tradicionales. ¿Está afectando la globalización a nuestra cultura gastronómica? 

La globalización nos permite ampliar el catálogo de posibilidades y acceder a nuevos productos y nuevas maneras de cocinar que son muy interesantes. Por otro lado, por el malo, ese papanatismo que tenemos por determinados platos o propuestas extranjeras nos impide valorar lo bueno de nuestra tradición. Yo me tiro de los pelos en ciudades como en Barcelona, donde casi es más fácil encontrar un ramen o un ceviche que determinados platos típicos de la tierra. Por suerte, en los últimos años ha habido un movimiento de recuperación y reivindicación de platos como las croquetas, la ensaladilla, la tortilla de patatas o las albóndigas. Han pasado de ser cosas desdeñadas en restaurantes de nivel medio o superior a estar presente en las cartas. Se está empezando a encontrar el equilibrio.

En uno de tus libros explicas algunos trucos para engañar a los comensales sirviéndoles sobras. Se trata de un reclamo de la cocina de aprovechamiento, una práctica que contrasta con los datos de la FAO que señalan que, anualmente, cerca de un tercio de los alimentos del mundo acaban en la basura. ¿Qué se puede hacer para frenar este desperdicio?

Primero tenemos que abandonar ese hábito de película americana de ir al supermercado, llenar el carro hasta los topes, comprar comida para un mes, llenar nuestra nevera gigante y luego acabar tirando la mitad de los alimentos. Hay que  volver al modelo tradicional e intentar hacer compras más pequeñas y más frecuentes. Sé que es un un propósito muy loable que se topa de frente con dos hechos que también deberían cambiar. Uno, que cada vez tenemos menos tiempo porque las condiciones de trabajo son las que son y, otro, que es que mucha gente no tiene cerca sitios donde comprar comida en supermercados o mercados. Una vez en casa podemos aprovechar la tecnología; una tecnología tan guay como lo puede ser el congelador, que es tu mejor amigo a la hora de no desperdiciar comida. No es muy complicado hacer comida en grandes cantidades y luego congelarla en pequeñas porciones para ir aprovechándola durante una semana o un mes. Por último, tenemos que aprovechar al máximo los alimentos que compramos. Por ejemplo, la parte verde de las zanahorias o del puerro o de las cebolletas se puede cocinar, son comestibles; con los restos de pollo asado se puede hacer un caldo mucho más sustancioso que el que haces con un pollo crudo. Aprender esos trucos nos sirve para reducir al máximo el desperdicio de comida.

«Las madres y padres no alimentan mal a sus hijos por desidia, sino muchas veces por desconocimiento»

Con movimientos como el realfooding y la aparición de aplicaciones que identifican los ultraprocesados, los supermercados se han llenado de personas escaneando la comida. ¿Aprobamos en educación nutricional?

Todavía tenemos un larguísimo camino por recorrer. En general, la gente cuando va al supermercado está muy desorientada. Y no es su culpa: la industria alimentaria juega tanto al despiste que estamos perdidos. Muchos creen que el problema de los alimentos son los aditivos cuando, en realidad, son seguros. Lo que realmente es dañino para la salud es el azúcar añadido, determinadas grasas o las harinas refinadas que la industria de los procesados utiliza a cascoporro en productos que luego nos vende como «sin conservantes ni colorantes» o «ricos en  vitamina B,C,D,E,X…». Sucede igual con las calorías, que están demonizadas, cuando productos calóricos como los frutos secos o el aceite de oliva son muy beneficiosos mientras que los refrescos light, con cero calorías, no aportan absolutamente nada. La gente está muy confundida. El problema es que se han estado enviando mensajes nutricionales equivocados. Nos falta mucho camino por recorrer y los medios de comunicación somos los primeros que tenemos la responsabilidad de proporcionar buena información. Luego, las instituciones públicas también deberían dar a la gente pautas claras de lo que es o no saludable. ¿Con qué chocamos? Con el inmenso poder que tienen las grandes compañías que producen ultraprocesados y esos productos perjudiciales para la salud. Por eso, desde las instituciones públicas se debería lucha contra esas empresas que lo único que quieren es vender más y no se preocupan por la salud de los ciudadanos.

Hay quien asegura que comer mejor es más caro. Los datos del INE, por ejemplo, señalan que la obesidad infantil tiene una mayor incidencia en familias con menos recursos. ¿Es la buena alimentación una cuestión de clases?

En España, y en Occidente en general, tenemos un problema de malnutrición que afecta sobre todo a las clases más desfavorecidas o con menos recursos económicos. ¿Eso es porque comer sano es más caro? Relativamente. Creo que, sobre todo, hay un problema de desinformación. Las clases más pudientes están mejor informadas sobre lo que es saludable y lo que no y toman decisiones más adecuadas desde el punto de vista nutricional. Luego es una cuestión de accesibilidad, porque en las zonas donde compran las familias con menos recursos parece haber una mayor disponibilidad de los productos procesados frente a los frescos. Sin olvidarnos de la falta de tiempo que provoca que se opte por preparados y ultraprocesados. Es una cuestión más compleja que el decir que las frutas y las verduras son más caras y por tanto menos accesibles. Pero yo creo que sí se  puede llevar una dieta más o menos saludable con productos asequibles en España, pero hace falta educación nutricional, un mejor acceso y más tiempo.

¿Quién tiene la responsabilidad de frenar lo que, según la Organización Mundial de la Salud, es ya una de las grandes epidemias del siglo XXI?

Para frenar el ascenso de la obesidad entre las personas con menos recursos económicos no basta con quedarse en eso de que «comer sano es caro». Hacen falta unas políticas públicas contundentes. La información es clave, porque las madres y padres no alimentan mal a sus hijos por desidia, sino muchas veces por desconocimiento. Se debe educar a los niños para que aprendan lo que es sano y lo que no, y también a los adultos a través de campañas y pautas claras desde los centros sanitarios –que muchas veces no se dan porque no hay nutricionistas en la sanidad pública, y sí más de un médico con ideas sobre la nutrición de hace 40 años–. Se debe promover un etiquetado claro, con sellos que alerten a la población del alto contenido en azúcar, grasas insanas o sal de determinados productos, y se debe prohibir terminantemente la publicidad de este tipo de comestibles dirigida a los niños. A la vez, se deberían poner en marcha medidas que fomenten la disponibilidad de productos frescos sanos para toda la población, no solo para los ricos, y gravar con impuestos los comestibles y bebidas perjudiciales para la salud. Lo mismo que se hace con el tabaco y el alcohol.

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