Desigualdad

Inmigrantes y refugiados: prejuicio y psicología de las fronteras

¿Cómo puede un psicoanalista ayudar a 300.000 personas que viven en la miseria en un lugar que parece un inmenso basurero? ¿Cómo y a partir de qué punto comienza uno el proceso terapéutico? El profesor y psiquiatra Vamik D. Volkan nos cuenta la historia de una familia refugiada en su último libro (Herder).

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27
agosto
2019

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Los refugiados luchan para tratar de integrar las imágenes de lo que quedó atrás con las imágenes de lo que tienen ante ellos en su nuevo entorno. La naturaleza y la gravedad de otros traumas experimentados antes, durante y después de sus desplazamientos también se ven exacerbadas y complicadas por cuestiones legales, culturales, religiosas, políticas y médicas, así como por asuntos de seguridad. Cuando se produce una afluencia de refugiados en un lugar determinado, las autoridades locales, así como los colaboradores de las organizaciones internacionales, se atarean con asuntos prácticos e inmediatos. La tarea de hacer frente a esas cuestiones no deja tiempo para investigar a fondo los mundos internos de los refugiados. El afán de encontrar pan para que los recién llegados puedan alimentarse, ropa para que puedan vestirse y un lugar seguro para que puedan dormir suplanta las consideraciones con respecto a la atención psicológica detallada y de carácter individual.

Cuando en el país de acogida hay organizaciones que ofrecen los servicios de psiquiatras, psicólogos y otros profesionales de la salud mental –raramente psicoanalistas– para la consulta y el tratamiento de refugiados, solo los afortunados como Juno reciben psicoterapia a largo plazo. Jelly van Essen ha explicado algunas de las razones por las cuales resulta difícil conducir la psicoterapia con refugiados. Debemos recordar también aquí la cuestión del lenguaje. Es probable que el recién llegado no hable la lengua del terapeuta y que este deba recurrir a los servicios de un intérprete. La presencia de un intérprete que traduzca las palabras de otros refugiado a un terapeuta extranjero influirá en las interacciones paciente-terapeuta, especialmente cuando el intérprete ha sido también, probablemente, un refugiado, con todas las dificultades que eso supone. Las respuestas humanas del terapeuta, desde la intensa empatía con el refugiado hasta la constatación de la crueldad humana y la sensación de impotencia, pueden dificultar su capacidad para aferrarse a su identidad terapéutica.

«Es probable que el recién llegado no hable la lengua del terapeuta y que este deba recurrir a los servicios de un intérprete»

[…] ¿Cómo puede un psicoanalista ayudar a 300.000 personas que viven en la miseria en un lugar que parece un inmenso basurero? ¿Cómo y a partir de qué punto comienza uno el proceso terapéutico? ¿Por qué elegí trabajar con esta familia? Cuando mi equipo y yo nos encontrábamos conduciendo diálogos extraoficiales entre representantes enemigos, de repente, y a menudo de forma inesperada, observábamos una oportunidad para un proyecto que podía atraer la cooperación de los partidos contrarios; llamábamos a esas oportunidades «puntos de entrada». En mi primera visita al Mar de Tiflis había una multitud frente a Okros Satmisi. Me presentaron a un hombre llamado Mamuka, que estaba vestido con un uniforme paramilitar. Con otras PDI más jóvenes, se proponía tomar parte en una «miniguerra» con los abjasios. Se aprestaban a meterse en viejos coches y camiones para conducir hasta la región de Gali Abjasia, en la frontera georgiano-abjasia. Comprendí que de vez en cuando esos migrantes combatían con los abjasios como guerrilleros, con la ilusión de recuperar lo que habían dejado atrás.

Ocasionalmente, algunos de ellos morían en esas «miniguerras». Me dijeron que una mujer angustiada que se encontraba entre la multitud era la mujer de Mamuka, llamada Dali. Cuando hablé con ella, me explicó que su angustia se debía al hecho de que su hijo mayor había tomado la decisión de unirse a su padre y a los otros para dirigirse al frente abjasio. Supe que solo había un teléfono que funcionara en los tres hoteles que antes eran de lujo, en ese momento repletos con la presencia de 300.000 PDI; dicho teléfono se encontraba en el «apartamento» de Mamuka, en Okros Satsmisi. Me di cuenta de que otras PDI veían a esa familia como líder y decidí que mi «punto de entrada» para tratar con todos los refugiados del Mar de Tiflis sería comenzar a trabajar con la familia de Mamuka.

La familia vivía en las dos antiguas suites de las plantas sexta y séptima de Okros Satsmisi. Cada suite contaba con un dormitorio separado de la zona de estar y de una cocina muy pequeña mediante una cortina de tela. En el dormitorio había un colchón en el suelo; en la sala de estar, un viejo catre y tres sillas. La familia estaba integrada por Mamuka, Dali, sus dos hijos varones (uno de 21 años y el otro de 18 años), una hija de 16 años, la madre y el padre de Dali. La pareja mayor vivía en la séptima planta y la más joven en la sexta, en el mismo rincón del hotel. Los chicos a veces dormían en el «apartamento» de sus padres y otras en el de sus abuelos. El viejo teléfono amarillo estaba ante la pared, sobre una mesa de madera, frente a la puerta de entrada de la suite de la pareja más joven. Cuando lo vi por primera vez, tuve la sensación de estar mirando una pequeña estatua de Jesús. El teléfono amarillo estaba sobre un paño limpio y bordado, como si fuera un elemento sumamente especial y valioso. Era el único elemento que, en caso de emergencia, podía conectar a 300.000 personas con el mundo exterior a su comunidad. Supe que, ocasionalmente, algunos refugiados usaban ese teléfono cuando trataban de recibir información sobre los familiares y amigos que habían quedado en Abjasia.

«Era el único elemento que, en caso de emergencia, podía conectar a 300.000 personas con el mundo exterior a su comunidad»

Una de las suites tenía un balcón que daba al lago, pero noté que no había espacio para sentarse y disfrutar del paisaje, pues la familia había acumulado en la terraza los trastos que había recogido. He observado una creciente oralidad, así como analidad, entre las sociedades traumatizadas. Por todas partes en el Mar de Tiflis había pilas de objetos, como fiambreras vacías, andrajos, partes de maquinarias que jamás se usarían. Era difícil caminar por los corredores de Okros Satmisi. Pensé que esas acumulaciones al parecer inútiles reflejaban lo que los psicoanalistas denominan «oralidad»: juntas cosas para «comer» a fin de no notar si uno se siente «hambriento». En el Mar de Tiflis, la oralidad de la gente estaba también condensada con sus expresiones anales para ensuciar el entorno. Aunque los materiales reunidos por los miembros de una comunidad traumatizada a veces pueden ser útiles, el objetivo consiste en atestar su entorno como si vivieran en un campo de basura «anal». No solo retroceden a preocupaciones orales, también vuelven su sadismo anal en contra del área en la que viven. No es mi intención minimizar la realidad de su falta de medios para limpiar y proteger su entorno; simplemente me centro en los aspectos psicológicos de esos patrones de comportamiento. Me di cuenta de que la familia de Mamuka, así como otros refugiados en el Mar de Tiflis, necesitaban ascender internamente de la regresión oral y anal y relibidinizar su autoestima.

En Gagra, Mamuka había sido policía y también una célebre estrella de fútbol. Dali era profesora. Su padre, Noda Khundadze, era un poeta y novelista célebre; Dali era su única hija. Tras el estallido del conflicto étnico en 1992, Mamuka se marchó para unirse a otros georgianos locales con el fin de luchar contra los abjasios. Posteriormente, al corriente del hecho de que su familia y otras personas corrían peligro, consiguió que un conocido suyo, un joven ucraniano que pilotaba helicópteros, volara hacia el estadio de fútbol para recoger a su mujer y a sus hijos y dejarlos a salvo en Sujumi, la capital Abjasia. En Sujumi, los georgianos en fuga dispusieron de ayuda para llegar sanos y salvos a Tiflis. Dali y sus hijos solo contaron con quince minutos para preparar su partida; la mujer ni siquiera tuvo tiempo para llevar sus joyas. Mientras corrían para subir a bordo del helicóptero, Dali y sus hijos vieron a su paso cadáveres y una inmensa destrucción. Al regresar para rescatar a más georgianos, el helicóptero fue derribado, hecho que se cobró la vida del joven piloto ucraniano. Con el tiempo, todos los miembros de la familia, incluidos los padres de Dali, se reunieron en el Mar de Tiflis. Su perro, Charlie, quedó atrás.

«Dali y sus hijos solo contaron con quince minutos para preparar su partida»

Cuando hablé brevemente por primera vez con Dali, mientras Mamuka se preparaba para la «miniguerra», ella me dijo: «Tanta gente fue asesinada, gracias a Dios estamos vivos». Supe que la familia llevaba seis años viviendo en Okros Satsmisi. Volví a encontrarme y a hablar con ella dos días después; la tercera entrevista tuvo lugar después del regreso de su marido. Era una mujer muy inteligente. Tenía asimismo una mentalidad psicológica. Durante la ausencia de Mamuka, Dali soñó que el marido de otra mujer era asesinado y que la viuda estaba de duelo. Cuando me comentó este sueño, Dali se dio cuenta de que estaba proyectando en otros su propio y posible aprieto.

La familia daba muestras de diversos signos de duelo permanente. Aunque cada miniguerra retraumatizaba a la familia, el regreso de Mamuka a la región de Gali para emprender las miniguerras mantenía su creencia en que los georgianos recuperarían dicha región y seguirían avanzando hasta Gagra. No aceptaban la pérdida de su tierra. «Tenemos una herida que siempre permanecerá abierta», me dijo Dali. Me contó que el 20 de septiembre de 1992 ella llevaba consigo su tarjeta de identidad personal, su «pasaporte interno» soviético, mientras,  junto con sus hijos, se apresuraba para abordar el helicóptero. En tiempos soviéticos, los ciudadanos tenían «pasaportes internos» en los que constaban por escrito las identidades étnicas de los individuos. El pasaporte interno de Dali registraba el nombre de su marido. Era bien sabido que Mamuka, el célebre futbolista, se había casado con la hija de Nodar Khundadze, escritor y nacionalista, también él una figura muy conocida. Nodar había escrito en contra del trato que los abjasios daban a los georgianos; él y su esposa estaban en la clandestinidad y también trataban de escapar de Gagra.

Mientras corría hacia el helicóptero, Dali pensó que, en caso de que la aeronave tuviera que aterrizar en territorio enemigo y ella y sus hijos cayeran en manos de captores abjasios, estos conocerían su identidad a través de dicha tarjeta. Temía que la obligaran a revelar el paradero de sus padres. Así pues, siguiendo un impulso, Dali regresó corriendo a su casa y dejó allí su pasaporte interno, antes de retornar al helicóptero y ponerse a salvo. Finalmente llegó a Tiflis y más tarde viajó al Mar de Tiflis sin tarjeta de identidad, un documento que –como me explicó con énfasis– también hubiera indicado su lugar de nacimiento. Era una «hija de Gagra».

«Tenemos una herida que siempre permanecerá abierta», me dijo Dali

Por casualidad, ya en Tiflis, tras escapar de Gagra, Dali vio en la televisión rusa que el querido hogar que habían dejado atrás era presa de las llamas. Aunque sabía que la casa había quedado muy deteriorada o destruida por el fuego, Dali se aferraba a la ilusión de que su tarjeta de identidad original aún existía en Gagra. En cuanto PDI, Dali reunía los requisitos necesarios para solicitar asistencia por parte de las autoridades de Tiflis; con eso, hubiera recibido unos cinco dólares al mes para su propio sustento y el de los miembros de su familia. Debo añadir aquí que, por aquel entonces, cinco dólares era una cantidad mucho más sustancial para las PDI de lo que podría parecerle a alguien no muy familiarizado con la situación. Lo que resultaba extraño a primera vista era el hecho de que Dali se negara a hacer lo necesario para recibir ese dinero: no quería obtener una nueva tarjeta de identidad por parte de las autoridades georgianas. Sin embargo, todas las noches tenía dificultades para conciliar el sueño, pues se preguntaba cómo haría para alimentar a sus hijos y a su marido. Dali parecía estar «paralizada», era incapaz de tomar medidas para garantizar los ingresos que tanto necesitaba. Para ella, era más importante aferrarse a su identidad como georgiana procedente de Abjasia que recibir el dinero que precisaba. Cmprendí claramente que su «síntoma» era una señal de su duelo permanente. Asimismo, toda la familia compartía un «objeto vinculante vivo»: un perro, otro indicio de que estaban atascado en el duelo permanente.


Este es un extracto del libro Inmigrantes y refugiados: trauma, duelo permanente, prejuicio y psicología de las fronteras de Vamik D. Volkan publicado por la editorial Herder. Puedes comprar tu ejemplar y seguir leyendo en este enlace.

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