Opinión

La condición humana

«La democracia no puede ceder terreno al populismo ni entregarse a la desintegración del debate racional», escribe Juan José Almagro, doctor ‘Honoris Causa’ por la Universidad Pontificia de Salamanca.

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28
diciembre
2018
‘La tertulia del Café de Pombo’, obra del pintor José Gutiérrez-Solana

Hace ahora sesenta años, en su excelente obra La condición humana, Hannah Arendt nos advertía de que «la discusión del problema global de la tecnología, es decir, de la transformación de la vida y del mundo mediante la introducción de la máquina, se ha descarriado extrañamente al concentrarse de modo exclusivo en el servicio o no servicio que las máquinas prestan al hombre». Y se da por supuesto, añadía la gran pensadora de origen alemán, que todo útil e instrumento se diseña fundamentalmente para hacer más fácil la vida humana y menos penosa la labor del hombre.

No ha sido así, y no está siendo así, probablemente porque los seres humanos, atacados por el síndrome de la impaciencia, hemos confundido progreso con aceleración. Nos hemos acostumbrado a deformar la realidad para adaptarla, como la cama de Procusto, a dogmas previos, equivocados y perversos, como aquellos de los que parten el propio funcionamiento político y muchas empresas e instituciones, que transubstancian mal y transforman el bien común en ambiciones personales, la fuerza en desánimo, el conocimiento en soberbia y las palabras en nada.

«Un líder debe esforzarse por cumplir la fórmula de Kant y los tres principios del progreso: cultivarse, civilizarse y moralizarse»

La IV Revolución Industrial debería tener como principal sustento la ética y ser capaz de integrar en su seno a la democracia como un valor permanente –y no como un mero instrumento– para favorecer que las organizaciones sean sociales y no solo sociables, y contribuir a que los humanos, aun estando conectados a las redes, aprendan a relacionarse, conocerse, informarse y, sobre todo, a dialogar. La democracia no puede ceder terreno al populismo ni entregarse, por la proliferación de fake news y de dirigentes ineptos, a un peligro cada vez más permanente: la desintegración del argumento y del debate racional. La imagen o el adorno está desplazando al argumento y la apariencia a la verdad, como ya pasó con los sofistas en Grecia. Los modernos «sofistas», muchos más descarados y menos cultos que los antiguos, luchan por ser los primeros, los más listos y aparecer en los papeles como indiscutibles protagonistas. Pero un líder, un dirigente o una autoridad debe esforzarse por cumplir la fórmula de Kant, los tres principios del progreso: cultivarse, civilizarse y moralizarse.



Sin embargo, y sin saber muy bien por qué, hemos construido una sociedad rabiosamente narcisista en la que, olvidando valores como esfuerzo, trabajo y decencia, los protagonistas son la fama efímera y superficial y la tolerada irreverencia, o un culto al dinero visiblemente obsceno para la inmensa mayoría. Hemos dejado en el camino lo que Orwell llamó common decency, la decencia común, la infraestructura moral básica que nos hace personas de excelencia. Hemos olvidado –y los líderes más que nadie– el valor pedagógico del ejemplo. Es más, lo hemos hecho trizas, desterrándolo a territorios ignotos y lejanos.

«Solo desde la cultura y el conocimiento, los humanos nos hacemos más sabios, más libres y mejores ciudadanos»

Emerson, Rilke o Séneca no buscaban en los líderes y en los maestros solo palabras y consejos, sino coherencia («di lo que debes y haz lo que dices») y ejemplo, que siempre enseña más que un tratado, una licenciatura, un máster o una tesis doctoral. Y, ante un mal ejemplo, vale de muy poco cualquier regla: por su propia naturaleza, el hombre y la mujer siguen más bien los paradigmas que los preceptos. Ahí está la clave de nuestro futuro y el principio de nuestra recuperación o, mejor aún, de la más que necesaria regeneración que hoy se exige en todos los ámbitos de nuestro humano actuar. Antes que cualquier otra cosa debemos ser decentes y buscar la solución a nuestros desafíos en la sabiduría y en las Universidades, en el saber y el conocimiento. Es decir, en la educación, que debiera ser uno de nuestros principales objetivos estratégicos en un mundo que ya es digital. Solo desde la cultura y el conocimiento los humanos nos hacemos más sabios, más libres, más justos y mejores ciudadanos, abrazando la realidad y olvidando las apariencias que siempre acechan…

Cuenta Ortega y Gasset en El Espectador que, a mediados del pasado siglo, en una noche que había cubierto de nieve Madrid, alguien se dirigía a su tertulia en un conocido café. Cuando el protagonista de la historia, tiritando de frío y calado hasta los huesos, llegó a la mesa en torno a la cuál se reunían sus contertulios, mientras se sacudía la nieve de su sombrero y de su abrigo, sentenció: «Buenas noches… teóricamente». Y concluye Ortega que así parecen entender los españoles la teoría: como aquello que está en absoluta contradicción con la realidad.

Así es también, sin que sepamos muy bien ni el por qué ni las razones, nuestra condición humana, que a menudo transita por el reino de las apariencias y pelea entre ser y no ser, querer y no querer, el sí y el no de la copla popular: «Quisiera verte y no verte/ quisiera hablarte y no hablarte/ quisiera encontrarte a solas/ y no quisiera encontrarte…».

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