Opinión

Abierto hasta el amanecer

«La formación del siglo XXI será un viaje hacia el conocimiento que durará toda la vida», escribe Pablo Blázquez, editor de Ethic.

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Cinta Vidal
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27
noviembre
2018

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Cinta Vidal

La revolución digital transforma, progresivamente, todas las capas de la vida. Si la educación era una suerte de casilla de salida, un refugio más o menos seguro desde el que las clases emergentes tomaban el ascensor social, la nueva sociedad del aprendizaje traza un camino que se adapta a un mundo cambiante e incierto, algo así como una autopista que nunca se detiene. Como si de una trepidante road movie se tratara, la formación del siglo XXI será un viaje hacia el conocimiento que durará toda la vida: las aulas, explosionadas por las disrupciones tecnológicas, abrirán hasta el amanecer. 24 hours knowledge people.

Hoy observamos nuestro recorrido profesional a través de tres etapas: nos educamos concienzudamente, trabajamos hasta desfallecer (Byung-Chul Han sostiene que por puro narcisismo) y llegamos, exhaustos y a veces con el motor gripado, a la jubilación. El profesor de la London Business School Andrew Scott sostiene que el aumento de la esperanza de vida y las disrupciones tecnológicas transformarán esta hoja de ruta. La actualización de conocimientos y la reorientación laboral se van a convertir –ya empiezan a serlo– en una constante. En la era de la inteligencia artificial, los humanos tendremos más tiempo y volveremos a ser nómadas, pero esta vez seremos knowmads, esto es, nómadas del conocimiento. Este escenario genera cierto estrés dentro de nuestras coordenadas culturales, propensas al sedentarismo desde que se superó la fase del cazador-recolector, pero el plan es que las máquinas asuman el trabajo duro (también el intelectual) y los humanos aportemos la visión, la creatividad y el valor añadido fruto de nuestro constante aprendizaje. Como dijo Picasso, que la inspiración nos encuentre trabajando.

«La tecnología digital es el nuevo vector de progreso, pero sin humanismo solo puede llevarnos a un lugar sin luz»

La tecnología digital es el nuevo vector de progreso, pero sin humanismo solo puede llevarnos a un lugar sin luz. Hundamos el brazo en la tierra y palpemos nuestras raíces. En su libro En defensa de la Ilustración, el prominente psicólogo experimental Steven Pinker, convertido hoy en una rock star del pensamiento contemporáneo, nos ofrece algunas pistas para entender de dónde venimos cuando, en las democracias liberales, hablamos de educación. Fueron los ilustrados del siglo XVIII quienes, por primera vez, bajo las banderas de la razón, el progreso y la ciencia, reclamaron la educación como un derecho fundamental e inalienable del hombre. Es sintomático que también fueran ellos los primeros en preocuparse por la idea de la felicidad. Pinker nos recuerda, en cambio, que los populistas permanecerán en el lado oscuro de la historia.

Nos dirigimos hacia un mundo de abundancia educativa y, desde los think tanks que tratan de alumbrar el futuro, como la Singularity University, aseguran que a medida que la educación «se desmaterialice y se desmonetice, todo hombre, mujer y niño de la Tierra será capaz de aprovechar los beneficios del conocimiento». Como es obvio, hay muchos intereses en juego: en 2020, el mercado en auge de la educación moverá 6,3 billones de dólares al año. En un mundo en el que el 90% de los niños en edad de hacerlo están escolarizados, esas megadespensas del conocimiento, accesibles gracias a las nuevas tecnologías, pueden transformar nuestro paisaje social y llevarnos a un nuevo estadio en la democratización de la educación. El reto, qué duda cabe, es colosal: 758 millones de personas aún no saben leer ni escribir. Por eso recurriré de nuevo al arsenal de argumentos ilustrados de Pinker, que en su último ensayo carga contra los tecnócratas y los planificadores que en el siglo XX pusieron en marcha lo que el politólogo James Scott llamó el «alto modernismo autoritario». El progreso que no es guiado por el humanismo, advierte Pinker, no es realmente progreso. La batalla del aprendizaje ha de ser, también, la batalla contra la desigualdad.

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