Mayoría selecta
La misión suprema de la filosofía es hoy hablar sobre la totalidad del mundo, hacerlo para todo el mundo y, de ser posible, con un poco de mundo. Con ese propósito, Javier Gomá publica el libro ‘Filosofía mundana’ (Galaxia Gutenberg), en el que reúne sus microensayos completos. En el siguiente extracto, el filósofo analiza lo que ha bautizado como «la selecta mayoría».
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«Es sencillísimo», me asegura el dependiente de la tienda de electrodomésticos cuando le pregunto si seré capaz de montarlo todo yo solo sin asistencia técnica. «La caja contiene las instrucciones, pero, en todo caso, le aseguro que hasta un idiota sabría hacerlo», recalca con un mohín de impaciencia. Pero, luego, en casa, rodeado de piezas y cables que no encajan, no solo pierdo la tarde entera, sino que, ante la evidencia de mi fracaso, realmente me siento peor que un idiota. Por eso doy la bienvenida más cordial a la revolución introducida por Apple, esos portátiles, tabletas y teléfonos inteligentes cuyo manejo resulta tan intuitivo que hasta las instrucciones sobran. La más avanzada, sofisticada y elegante tecnología puesta al servicio del usuario común. Un acierto semejante corresponde a Ikea o a Zara: diseños modernos y bellos, como los que antes estaban reservados a una minoría exclusiva, pero ahora democratizados a escala global mediante precios económicos al alcance de todos. Constituyen tres ejemplos de buen gusto generalizado y los primeros atisbos de lo que podría llegar a ser una selecta mayoría.
Se dice que la muerte todo lo iguala, pero antes, en la vida, ya estamos igualados en la condición mortal que compartimos
Porque, antes, solo la minoría podía ser selecta y a ella le pertenecían en propiedad tanto la alta tecnología como la alta costura y todas las restantes alturas de este ancho mundo. El nombre que la minoría privilegiada inventó para designar esa inmensa mayoría fue el de masa. Hay que ver el desdén con que todavía hoy se pronuncia esa palabra, que en la literatura se dice vulgo, de donde viene el concepto contemporáneo de vulgaridad. Para el exquisito de nariz arrugada que contempla la realidad a través de mil sirvientes interpuestos, la mayoría conforma una masa informe, indistinta, grosera, destinada por decreto de la naturaleza a funciones subalternas, siendo la primera de ellas la docilidad a las élites rectoras, y su peor pecado, la rebelión contra los egregios (masa damnata). Este elitismo, que divide a la sociedad en dos géneros estancos, ha estado operando desde el origen de los tiempos hasta que, en el pasado siglo, Occidente, por fin, desarrolló un fino sentido para la dignidad inmanente y autónoma de todos los hombres por el hecho de serlo.
Lo dijo el machadiano Juan de Mairena: «Recordad el proverbio de Castilla: ‘Nadie es más que nadie’. Esto quiere decir cuánto es difícil aventajarse a todos, porque, por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre». Haciendo abstracción de los accidentes que nos diferencian, todos somos iguales en lo de verdad importante. Aunque la variedad de circunstancias biológicas enriquece lo humano, todos pertenecemos al común de los mortales. Se dice que la muerte todo lo iguala; pero, antes de ella, en la vida, ya estamos igualados en la condición mortal que compartimos. La experiencia fundamental del vivir y envejecer, que es personalísima y en la que nadie puede sustituirnos, nos nivela de forma definitiva. Nadie posee la llave de la vida y por eso todos enmudecemos por igual ante su devenir enigmático, que no entiende de minorías selectas ni de tutelas de unos sobre otros.
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