Opinión

Economía cowboy

«El cowboy resulta un tipo representativo de las llanuras ilimitadas y puede asociarse al comportamiento derrochador, explotador, y violento», escribía el economista Kenneth E. Boulding.

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22
mayo
2018

Se crean continuamente millones de productos, servicios, marcas, empresas, anuncios. Pero ¿qué sabemos en realidad de la efervescente sociedad que habitamos y que el consumo califica? ¿Y hasta qué punto gozamos de información rigurosa del hecho que la vertebra en proporción a su omnipresencia en nuestras vidas? La periodista Brenda Chávez aborda estas cuestiones en su libro ‘Tu consumo puede cambiar el mundo’ (Ediciones Península).

Aunque la acepción inicial de «consumo» es etimológicamente fiel (destruir, extinguir), no recoge su prolija dimensión actual, sus orígenes o su impacto. Porque si bien los seres humanos, como seres vivos, consumimos recursos para sobrevivir, la hipertrofia solo surge cuando la sociedad comienza a girar en torno a la necesidad de elevar esos niveles para su «buen» funcionamiento, un hito por el que los ciudadanos nos convertimos en «consumidores» y que se inicia tras la Gran Depresión, cuando diarios, revistas y radios llaman por primera vez así a los norteamericanos, alentándolos a apoyar su economía adquiriendo bienes de sus fábricas. Stuart Ewen explica que el origen moderno del término consumidor procede de la expansión de la industria publicitaria en el siglo XX y contribuye a la participación ciudadana en valores de mercado e industriales a escala, tímidamente en los felices años veinte y masivamente tras la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, por la acuciante necesidad de supervivencia empresarial.

Si bien la publicidad existe desde Babilonia, su concepción actual es del siglo XVIII y en su desarrollo se ha nutrido de la antropología, la psicología, la sociología, la estadística, la economía, la neuroeconomía, etc. Durante la década de 1920, el sobrino de Freud, Edward Bernays, se hizo millonario al aplicar en EE. UU. sus estudios. Inventó, entre otras técnicas de persuasión, las relaciones públicas, los focus groups o el product placement, y sofisticó la propaganda que se empleó en el golpe de Estado de Guatemala de 1954 apoyando a la compañía United Fruit (hoy Chiquita). Desde los años cincuenta, el enfoque fue vender cuanto más, mejor, y se profundizó en la investigación de mercados, y en la detección de los deseos y necesidades que se sabía guiaban el proceso de consumo para así reenfocar inversiones, productos, localizar nichos de clientes y perpetuar la notoriedad de las marcas obteniendo suculentos beneficios, como bien ilustra la serie Mad Men.

«Nunca antes se identificó tanto la felicidad con el consumo»

En definitiva, un modelo que, en vez de asumir, como referente productivo global, el sistema de la naturaleza, cerrado o circular (que produce- consume-reintegra), que no genera residuos y reaprovecha todo en ciclos (en el que se profundiza a lo largo del libro), instauró uno abierto, lineal e industrial (produce-consume-tira), que el economista Victor Lebow describió en 1955: «Nuestra enorme industria productiva demanda que hagamos del consumo nuestro estilo de vida, que convirtamos comprar y usar bienes en rituales, que busquemos satisfacción espiritual y del ego consumiendo. Necesitamos que las cosas se compren, quemen, gasten, remplacen y sean descartadas en un crecimiento sin límites». Una aspiración atroz en un planeta de recursos finitos que en los años setenta el también economista Kenneth E. Boulding calificó de economía cowboy, alegando que quien creyese en ese tipo de crecimiento «era un loco o un economista».

La publicidad y el marketing metabolizaron los movimientos contraculturales de los años sesenta y setenta para hacernos sentir que consumiendo reforzamos nuestra identidad y que los bienes nos hacen especiales. El psicólogo Geoffrey Miller, de la Universidad de Nuevo México, apunta que gran parte del placer que reporta el consumo deriva del deseo inconsciente de que lo adquirido aumente o comunique mejor nuestras virtudes y nuestra personalidad. Las marcas lo aprovechan construyendo universos y estilos de vida aspiracionales, invitándonos a participar en ellos al comprar. El padre de la neuroeconomía, Antonio Damasio (Premio Príncipe de Asturias 2005), explica que el cerebro valora económicamente en base a la emoción provocada: si nos encaprichamos con algo, estamos dispuestos a pagar más. En términos de neuromarketing, para lograrlo solo hay que activar la corteza prefrontal ventromedial y el córtex orbitofrontal medial del cerebro (sobre las órbitas oculares), provocando esa sensación placentera, objetivo de estas dos disciplinas que con el tiempo se convirtieron en objeto de estudio. En determinadas corporaciones, los departamentos de neuromarketing incluso han desplazado a la fabricación, con un gasto mundial de 400.000 millones de euros al año.

Comercializar, personalizada e individualmente, sin segmentos de mercado ni público objetivo, será su futuro. Su presente es que nunca antes se identificó tanto la felicidad con el consumo. Las tiendas y los centros comerciales son lugares de recreo. Y, además de comprar por necesidad, lo hacemos acuciados por nuestra menor autonomía (para cocinar, coser, crear, pensar, cuidar, reparar, etc.), por ocio, diversión, estatus, imagen, ego, comodidad, insatisfacción, aceptación y un buen puñado de malas ideas más.

Sin embargo, estamos viviendo el fracaso actual de un modelo productivo pensado para beneficiar a la mayoría y basado en el expolio indiscriminado de la naturaleza. Los científicos apuntan que, si redujésemos los siglos de evolución humana a 24 horas, el periodo que va de la Revolución industrial hasta hoy equivaldría a un segundo, pero sería el más letal: desde que James Watt inventó la máquina de vapor (1781) y sentó las bases del uso masivo de energías fósiles (carbón, luego crudo y gas), la concentración de CO2 en la atmósfera no cesa de crecer, en paralelo al aumento de temperatura de la tierra (14,8 ºC en la era preindustrial, 15,4 ºC hoy, y previsiones de 2 ºC más este siglo). La época de esplendor neoliberal (1983-2012) ha sido la más cálida en 1.400 años, consecuencia inevitable de cuadruplicar la producción global, con graves externalidades medioambientales y sociales.

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