Cultura
Sentados en los pupitres de la inequidad
En la OCDE, una persona con título universitario gana un 48% más. La brecha entre quienes pueden acceder a una educación de élite y quienes no pone en peligro la cohesión social.
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COLABORA2017
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La Gran Recesión es una onda de choque. Terminada la deflagración continúan notándose sus efectos. Y quizá en ningún lugar el topetazo resulte más real que en los pupitres de la enseñanza. La brecha entre quienes pueden pagarse una educación de privilegio y quienes no pueden permitírselo cada vez se amplía más y se vuelve más injusta. En Brasil, una persona con un título universitario gana hasta un 130% más que otra sin ese reconocimiento. La media para los países más desarrollados del mundo (agrupados alrededor de la OCDE) es del 48%. Desde el crash de 2008, un 99% de los puestos de trabajo que se han creado (11,5 millones) en Estados Unidos han ido a parar a trabajadores con al menos título universitario.
Esas son las estimaciones de la universidad estadounidense de Georgetown, precisamente uno de esos encerados de las élites. «Porque tradicionalmente los licenciados universitarios han sido capaces de conectar con puestos mejor pagados que quienes tienen conocimientos más bajos», reflexiona Carl Frey, profesor de la universidad de Oxford. Desde luego, esta conexión no anda al alcance de todos y cada vez en más geografías exigen un inmenso esfuerzo económico y atarse por años a un préstamo. Un estudiante universitario estadounidense debe de media 37.672 dólares (35.500 euros) por su formación. El récord histórico. Y también la percepción numérica de una angustia que se transmite con palabras. «El acceso a la universidad es uno de los asuntos más preocupantes hoy en día», admiten en Gradifi, una fintech con sede en Boston que gestiona créditos para estudios. Es un problema grave y también mundial. La universidad pública británica, por ejemplo, es la más cara del planeta. Un año escolar cuesta, por término medio, 7.000 libras (8.300 euros).
Pero no solo sufre lo estatal. En un mundo de trabajo escaso y muy competitivo, la educación privada es un instrumento al que recurren los padres que pueden permitírselo para que sus hijos jueguen al mismo juego pero con distintas reglas. Esto se siente, sobre todo, en las escuelas de negocio. «Es verdad que sus costes (inversión en espacios, profesores o equipos) no son asequibles para muchas personas, pero existen multitud de maneras para paliarlos: una fuerte inversión pública, becas o fórmulas intermedias como la colaboración entre empresa y universidad», asegura Óscar del Moral, decano de la Escuela de Organización Industrial (EOI). Pero, ¿es así?
La fractura entre quienes pueden alcanzar un título y quienes quedan lejos se amplía. Y las consecuencias de esta onda son pesadas o livianas, según a quien se le pregunte. «El encarecimiento progresivo es una forma de incentivar la irrupción de nuevos modelos educativos más flexibles y personalizados», apunta Iván Bofarull, director de Iniciativas Estratégicas de Esade. Habla, sin citarlas, de todas las posibilidades que arrastran las nuevas tecnologías aplicadas a la enseñanza. El axioma resulta básico. «A medida que la innovación tecnológica reduzca el precio de la formación, ésta podrá ser más universal y también más barata», prevé Alper Utku, fundador de la Universidad Europea de Liderazgo.
Hay espacio. Solo el 2% del mercado de la educación (que mueve 4,7 billones de euros en todo el mundo) está digitalizado. Únicamente el universo del Massive Online Open Courses (MOOC), lo que podría traducirse por cursos online generalizados y abiertos, crecerá desde los 50 millones de dólares que suma estos días hasta unos 380 millones en 2020. De 47 millones a 357 millones de euros. De hecho, todo el espacio que los anglosajones denominan EdTech (educación y tecnología) generará 252.000 millones de dólares (238.000 millones de euros) dentro de tres años. ¿Pero lo tecnológico será la respuesta o el alba de un nuevo problema?
Los economistas cuentan que cuando la tecnología avanza tan rápido que deja atrás al sistema educativo, entonces la brecha salarial y el paro aumentan y a su sombra la desigualdad. «Toda gran transformación económica deja perdedores, y la única manera de afrontar la situación es a través de la enseñanza», observa Ángel Cabrera, rector de la universidad George Mason, de Virginia (Estados Unidos). Es más, «la tecnología es una gran oportunidad para mejorar la eficiencia y la eficacia de la educación, pero requiere diseñar una estrategia que permita aprovechar sus ventajas», matiza Cándido Pérez Serrano, socio responsable de Educación de KPMG España.
La tecnología, por sí sola, no salvará a las aulas de la inequidad del mundo. Ni podrá evitar que el coste de la educación haya aumentado más del 500% desde 1985 en la tierra de las barras y estrellas. Antes que en lo disruptivo, el planeta deberá confiar en la financiación y el compromiso público. El coste —según la Unesco— de alcanzar la educación universal en primaria y secundaria en los países de ingresos medios y bajos es de 340.000 millones de dólares (320.000 millones de euros) entre 2015 y 2030. Esta es la particular tecnología que se dibuja en las aulas: el dinero. A su lado, la involucración del Estado.
De ahí que la inequidad educativa sea más baja cuanto más elevado sea el gasto del Gobierno en las pizarras y los encerados. La Administración neozelandesa destina el 19% de todo su esfuerzo público a la formación. Ningún país del mundo dedica tanto. Tampoco caminan lejos Suiza (18%), Islandia (17%) o Corea del Sur (16%). ¿Y España? Un 9%. Por debajo de la media de la OCDE y de la Europa de los Veintidós. Esto explica, entre otros avatares, nuestros resultados en el informe Pisa, que mide cómo usan los estudiantes sus conocimientos en contextos desconocidos. Porque un país que no cree en la educación es una tierra que se soporta sobre la inequidad. Esa injusticia también cierra fronteras y se desvanece el efecto llamada. «La universidad es un poderoso motor económico porque atrae a estudiantes extranjeros», mantiene Mauro Guillén, director del Lauder Institute en Wharton School, de Pensilvania (Estados Unidos).
A la búsqueda de un equilibrio que no aparece, el mundo sufre una fiebre educativa. Sobre todo en Asia. La educación complementaria (incluido máster, escuelas de negocios) supone el 15% del gasto de los hogares de ese continente. «China, por ejemplo, ha entendido el valor que tiene invertir en este poder blando que es la cultura», relata Mario Esteban, investigador principal para Asia-Pacífico del Real Instituto Elcano. Esta geopolítica de la educación ha creado un fenómeno inimaginable hace poco tiempo. «En Singapur e India, las familias están siendo forzadas a tomar decisiones difíciles para poder pagar las facturas de la educación. Por ejemplo, vender sus casas, renunciar a seguros de salud, pensiones o vacaciones», revela un trabajo de Bank of America Merrill Lynch. La globalización ha provocado que la inequidad educativa sea un virus que se transmite sin apenas defensas. Bueno, sí, existe una: la protección pública.
En Alemania, las tasas en la educación superior fueron suprimidas en 1971. Con la crisis, regresaron entre 2006 y 2014. Los alumnos pagaban unos 500 euros de media. Pero fueron eliminadas debido a su impopularidad. Otras tierras tan avanzadas como Finlandia, Dinamarca, Noruega o Suecia se basan en el principio de gratuidad. Los estudiantes suecos reciben 2.350 millones de euros en ayudas gubernamentales para estudiar. Además se les considera adultos y de ellos se espera que paguen el alquiler, la alimentación y otros gastos sin recurrir a sus padres. Mientras, en el otro lado de Europa, la luz de la enseñanza es absorbida como un agujero negro.
El coste en el Reino Unido de educar a un chico en un centro privado se ha disparado —acorde con la gestora de patrimonio Killik & Co— de las 7.308 libras (8.620 euros) de 2003 a las 13.341 libras (15.700 euros) en 2016. Por eso solo unos 600.000 chavales sobre un total de 8,4 millones de estudiantes pueden acceder a una formación tan elitista. O sea, un 7%. Sin embargo son quienes manejan el país. El 74% de los jueces de la Corte Suprema estudiaron en centros privados, al igual que el 71% de los oficiales del Ejército o un 61% de los mejores médicos. Inmersos en un bucle sinfín, la inequidad en la educación amenaza una cohesión social que se escurre entre los dedos como una mañana de domingo.
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