Rusia también quiere ser grande otra vez
La injerencia en las elecciones estadounidenses y su inquietante cercanía a Donald Trump no es lo único desconcertante del régimen de Vladímir Putin.
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COLABORA2017
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Ni la desindustrialización, ni las altas tasas de desempleo, ni la dependencia económica del petróleo y el gas, ni la inseguridad y el creciente intervencionismo en política exterior (Georgia, Ucrania y Siria), ni el menoscabo creciente de libertades y derechos sociales y la implantación de una dictadura blanda parecen afectar a la popularidad de Putin. En la última encuesta de opinión pública, contaba con el apoyo del 70% de la población, una cifra que para sí quisieran muchos dirigentes de democracias occidentales. Perpetuado en el poder desde finales del siglo pasado, el exagente de la KGB estudia volver a presentarse a las elecciones de 2018, en el que sería su cuarto mandato.
Después de la disolución de la Unión Soviética y tras culminarse la Perestroika, proceso transicional cuyo objetivo era la apertura del país, Rusia emprendió su camino hacia la democracia y el libre mercado. Las privatizaciones masivas, los altos índices de inflación y el enfrentamiento entre el ejecutivo y el legislativo fueron algunas de las muchas dificultades encaradas en los años noventa. Vladímir Putin llegó al poder con el viento a favor: la economía rusa vivía un repunte por la subida del precio del petróleo. Una situación coyuntural que nada tenía que ver con sus políticas, si bien la sociedad enseguida lo relacionó con una nueva era de bonanza. Hoy, el país está sumido en una crisis profunda y, tras actuaciones como la toma de Crimea o su posicionamiento al lado del régimen sirio, ha truncado su aparente armonía con el mundo occidental. La pregunta es obligada: ¿Hacia dónde va Rusia? Durante las jornadas organizadas por la Fundación Juan March, que llevan precisamente ese título en la cabecera, dos expertos intentan aclarar los designios de una potencia que ya había adoptado el «Make Rusia great again» mucho antes de que Donald Trump se lo apropiase para su lema de campaña.
La otra «guerra» contra la OTAN
«Aunque Rusia tenga una actitud desafiante frente a Occidente, hay poca probabilidad de que entre en una guerra convencional con algún país miembro de la OTAN», opina Mira Milosevich, profesora de Relaciones Internacionales en el Instituto de Empresa e investigadora sénior del Real Instituto Elcano. «Ahora bien, sí ejerce continuamente la guerra híbrida, que consiste en desacreditar al adversario, valiéndose de la desinformación. Es el caso de los ‘hackeos’ al partido Demócrata, que forman parte, en su estrategia, de la combinación de varios instrumentos no militares para conseguir, tangencialmente, objetivos militares. Obviamente, el objetivo era que no ganara Hillary Clinton. Bien, ha ganado Trump. Hay una estrategia detrás de las actuaciones de Rusia que van más allá. Queda por ver cuáles son».
Vladímir Putin, popularidad a prueba de bombas
«El proceso de la transición hacia la democracia en los años 90 acabó en una corrupción generalizada y una red de los oligarcas ante los que Putin vino como salvador de los rusos», cuenta Milosevich. «Como una persona que iba a poner orden. Los rusos, en las encuestas de opinión pública, prefieren orden a libertad. Hay que añadir el cierto éxito económico debido a coyunturas internacionales que motivaron la devaluación del rublo en 1998 y la subida de los precios del petróleo, aunque ninguno de los dos escenarios tuvieran nada que ver con la gestión de Putin. Pero él sí se lo atribuyó esto como victoria propia. Y desde los años 90 hasta hoy, más del 50% de los rusos responde lo mismo a la pregunta de lo que esperan de su Gobierno: que les devuelvan la grandeza. Justo lo mismo que defendía Trump en su campaña: ‘Make America great again’. Quieren que Rusia vuelva a ser la gran potencia que fue. Y Putin es lo que es; por mucho que fuera antiguo jefe de la KGB, sobre todo es un actor político que mira qué es lo que esperan de él y juega perfectamente sus cartas. Hay un elemento muy importante: después de 2011, de las grandes manifestaciones por el supuesto fraude electoral, Putin creó un marco legal para su régimen autoritario. Con una Ley de Partidos que limita muchísimo la competitividad política y maniata a sus adversarios. O con una Ley de Traición, con la que acusa a sus adversarios de colaborar con instituciones extranjeras. Ha fortalecido muchísimo el papel de las instituciones que usan la fuerza, como el Ministerio del Interior, la Policía, la Guardia Nacional, que buscan los blancos que pueden amenazar el poder de Putin y de un circulo reducido de sus colaboradores de confianza, y por otra parte juega la carta nacionalista de devolver a Rusia su estatus de gran potencia. Muchas veces cometemos el error de mirar a Rusia con la perspectiva de occidente. El país configuró su personalidad en el siglo XX, en la Revolución y la Primera y Segunda Guerra Mundial, en el culto al sacrificio. El pueblo ruso está dispuesto a sacrificarse más que muchos occidentales por asuntos de interés nacional, y en este caso la imagen de gran potencia. El umbral del dolor es mayor, toleran más. Saben cómo es Putin, pero le perdonan por el bien de su país».
El poder catódico
La televisión ha tenido un papel clave en la estrategia del presidente, como opina Nicolás de Pedro, investigador principal del Barcelona Centre for International Affairs (CIDOB), donde es responsable del espacio postsoviético e India. «El Putinismo está construido sobre los traumas de los años 90, con la idea de ofrecer estabilidad frente al caos y el desorden. Tiene la suerte de llegar en el momento bueno de la ola: se dispara el precio del petróleo y esto permite que mejoren las condiciones de vida de los rusos. Y en ese punto es donde Putin decide que el control de la televisión es fundamental. Con todos sus defectos, en la década de los 90 sí que hubo una época de libertad de prensa y de expresión como nunca antes en la historia de Rusia, y Boris Yeltsin, en su percepción contra los viejos comunistas y los nacionalistas, pensaba que los periodistas y la prensa libre, aunque lo criticaran, eran sus aliados objetivos. Eso fue muy evidente en las elecciones de 1996, y permitió que se constituyeran conglomerados mediáticos, sobre todo televisiones, muy poderosas. Esto es con lo que acaba Putin nada más llegar al Gobierno: recuperó este poder para que no estuviera fuera de su control. No es casualidad, por tanto, que los pequeños oasis de crítica contra Putin estén en internet, en los blogs, donde no han podido ejercer un control tan estricto».
¿Un Occidente conspirador?
«También es relevante que, a partir de 2011, con las manifestaciones, desde la perspectiva del Kremlin –y de ahí viene su animadversión hacia Hillary y los Demócratas– existe un complot orquestado desde occidente con el objetivo de usurpar el poder en Rusia», continúa de Pedro. «Para ellos, las revoluciones de colores que empezaron a principios de este siglo en Serbia, Georgia, Ucrania, Kirguistán, siguen en la primavera árabe. Para el Kremlin no son revueltas populares, sino golpes de Estado posmodernos instigados desde Occidente utilizando nuevas herramientas como las redes sociales, y sumado a la guerra de Irak y la caída del régimen de Gadafi, Putin interpreta que hay una amenaza existencial para su régimen. Por eso acelera su vuelta al Kremlin. Ante esas manifestaciones por el fraude electoral, y por su vuelta, que genera mucho malestar entre las élites urbana de Moscú y San Petersburgo, Putin identifica que debe apelar a valores tradicionales y a la grandeza de Rusia, para devolverle significado a toda esa parte de la población rusa con un nivel de resistencia ante las dificultades mayor. Así alimenta que la nostalgia por la grandeza de Rusia, ya sea la de la época zarista, los logros espaciales, la Unión Soviética o el triunfo en la Segunda Guerra Mundial. Ese ha sido su gran acierto, y lo que explica que aunque la economía se siga deteriorando y su régimen sea impopular, con menos del 30% de participación en Moscú y San Petersburgo en las últimas elecciones parlamentarias, la popularidad del presidente sea muy resistente, con unos niveles impensables en cualquier democracia occidental».
¿Otra Guerra Fría con distintos bandos?
«El acercamiento de la UE a Rusia e acaba de cuajo con la anexión de Crimea», opina Milosevich. «Putin propone volver a un escenario dominado por las grandes potencias, donde toman las decisiones, sobre todo, las que tienen más peso militar. Europa se ve perdida en una situación así, porque no tiene un brazo militar propio, y desde luego el continente no está preparado para volver a pensar en un conflicto bélico dentro del espacio europeo, y se siente especialmente incómoda. Rusia, consciente de sus debilidades en otros ámbitos, utiliza su brazo militar para desestabilizar. Cuando Rusia invadió Ucrania, Angela Merkel dijo que era propio de las políticas del siglo XIX, que Putin estaba fuera de la realidad. Pero aunque Rusia no sea la superpotencia que fue antes de la Guerra Fría, es todavía una potencia suficientemente fuerte como para desestabilizar el orden mundial, lo ha demostrado en Georgia y en Ucrania, pero también en Oriente Medio y en su intervención en Siria. Rusia vuelve como una potencia revisionista. La pregunta: ¿Qué política adoptará Donald Trump? La cuestión ucraniana es clave. Si Trump sacrifica a ese país y reconoce la anexión de Crimea, y deja de apoyarla frente a los rebeldes rusos, será una ruptura con Europa muy grande en términos geopolíticos».
Siria como peón clave
«No es descabellado pensar que Rusia no quiere poner fin a al oleada masiva de refugiados porque lo ve como un elemento de debilitamiento del proyecto europeo», advierte De Pedro. «Con respecto a Siria, es un ejemplo de cómo la falta de un pensamiento estratégico europeo puede llevar a situaciones adversas. Cuando empezó la intervención rusa, se saludó desde Europa, por parte de muchos dirigentes. Era un escenario en el que nadie quería intervenir. Pero la agenda de Rusia no coincide en absoluto con la de los Estados europeos, lo que tiene mucho que ver con el flujo de refugiados. Los bombardeos del régimen de Bashar al-Ásad, según todos los estudios, son los principales causantes de la crisis de refugiados. El objetivo de Rusia desde que entró es mantener a salvo al dirigente hasta que se constituya la mesa de negociación. Y forzar la inclusión de Rusia como factor indispensable en el proceso diplomático. En ningún caso, los refugiados entran dentro de su planteamiento. Esto pone en una situación límite a Europa, y por tanto, se vuelve más proclive a aceptar cualquier solución rápida que proponga Moscú». «Lo más sorprendente de lo que ha dicho Donald Trump en su reciente rueda de prensa es criticar la intervención de Rusia en Siria, cuando siempre ha defendido su alianza con Putin. Y es que no tiene por objetivo acabar con el Estado Islámico, como se demostró cuando salieron de Palmira. Sin embargo, Trump había dicho en un su Twitter, anteriormente, que Rusia estaba ayudando a Estados Unidos en Siria. ¿En qué les está ayudando? Eso es lo inquietante del asunto».
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