Opinión

Los charlatanes

«El modelo de charlatán catódico, potenciado por el activismo naif de las redes sociales, ha salido de las pantallas y ahora es de carne y hueso», escribe Pablo Blázquez, editor de Ethic.

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04
noviembre
2016

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Somos seres tremendamente falibles y erráticos: quizá por eso la vanidad resulta tan risible y pueril cuando afecta al género humano. Pero, de vez en cuando, también cometemos algún que otro acierto, aunque sea sin darnos cuenta. En mis treintaisiete años de vida, mi gran éxito –o mi gran suerte– ha sido, sin duda, haber conquistado a Sandra, mi mujer, una hazaña comparable a subir un billón de veces el Everest a la pata coja y con los ojos vendados. Sandra es una mujer excepcional, de una belleza aplastante, de una bondad que te sacude, y cada día alucino más con ella. Somos un gran equipo y no es falsa modestia si os digo que esto es fundamentalmente gracias a ella. Ya me lo decía su amiga Rufi cuando empezamos a salir hace siete años: «Chaval, te ha tocado la lotería».

A partir de ahí, encontrar triunfos comparables en mi vida resulta imposible, pero, si agitamos la hemeroteca existencial como si fuera una coctelera, podemos tropezar con algún que otro acierto. Quizá os suene un poco freak, pero creo que un atino de muy felices y saludables consecuencias ha sido vivir sin televisión. Hace quince años a algunos les parecía estrafalario –algo así como prescindir hoy de WhatsApp o Facebook– y aún hay gente que no lo acaba de entender: para ellos, el televisor es una prolongación catódica del sofá y un salón sin una pantalla de plasma como piedra angular –o altar– resulta un precipicio doméstico por el que desciendes hasta un agujero llamado Nevermore. Los datos muestran una realidad inquietante: a pesar de la competencia feroz de las redes sociales, los españoles pasamos frente al televisor más de cuatro horas al día. Un total de 243 minutos que no transcurren precisamente viendo pelis de John Ford. La telebasura y los contenidos decididamente mediocres son los reyes del mambo dentro de la parrilla de programación, aunque resulte obvio que la tele –el medio tradicional donde más pasta se mueve y el que catapulta definitivamente a la fama (que se lo digan al otrora tertuliano revolucionario Pablo Iglesias)– es también el hogar de auténticos genios y valiosos talentos. Los hubo en el pasado (Chicho Ibáñez Serrador, Lolo Rico, José Luis Balbín, Félix Rodríguez de la Fuente, José Luis Garci…) y los hay en el presente (Eduardo Punset, Andreu Buenafuente, Jordi Évole, Ana Pastor, Joaquín Reyes…).

En los últimos años, la cultura del ocio televisivo ha potenciado las tertulias políticas y de actualidad, espacios aparentemente serios que en realidad suelen alimentar las bajas pasiones como cualquiera de esas patrañas dedicadas a los chismorreos del corazón. En esas tertulias, un mismo fulano es capaz de analizar, a lo largo de un único programa y sin el más mínimo rubor, el impacto de las políticas transmigratorias, el incremento de las exportaciones de bienes de equipo, la revolución bolivariana, la cumbre internacional contra el cambio climático y el último fichaje del Real Madrid. Y, si le preguntaran por el apareamiento de la langosta sudafricana, el opinatodo también tendrá algo rimbombante que decir. ¿Y lo peor? Que ese modelo de charlatán catódico, potenciado ahora por el activismo naif de las redes sociales, ha salido de las pantallas y ahora es de carne y hueso. Así que uno va a las cenas cada día más preocupado, no vaya a ser que caiga de nuevo al lado de uno de esos sofistas sabelonada, expertos certificados en el arte de sermonear, moralizar y simplificar (no falla: el mundo para ellos siempre se divide en dos grandes bloques: los buenos y los malos).

Y ahora, si me lo permitís, me voy a tomar un buen café. Apenas son las siete de la mañana (el despertador biológico me ha sacado de la cama a las cinco y media, porque aún no había escrito este edito). El sol ha rebotado hace un rato en el escritorio como una pelota de tenis y los rayos empiezan a trepar y a replegarse por las paredes del despacho. Por cierto, espero que os guste este número 27 tanto como a nosotros. Está feo que yo lo diga, pero nos ha quedado genial.

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