Opinión

Obama en su laberinto electoral

El autor, Fernando Urías, director de Estrategia de Premium Comunicación, disecciona los entresijos de la actual política de Barack Obama de cara a las próximas elecciones presidenciales.

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01
julio
2011

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La primera consecuencia de la eliminación de Bin Laden fue la previsible y esperada en una democracia en la que hasta el más mínimo gesto de cualquiera de sus mandatarios es escrutado al detalle por la opinión pública y valorado en un sondeo: de la noche a la mañana, la popularidad del presidente Barack Obama recuperó posiciones. Un mérito por lo demás relativo, si se tiene en cuenta su progresivo descenso a los infiernos demoscópicos iniciado al día siguiente de su ascenso al poder desde las escaleras del Capitolio, en Washington. Ningún otro presidente, excepto Ronald Reagan (a quien, por cierto, el actual inquilino de la Casa Blanca profesa una reconocida y declarada admiración), se había distanciado tanto y en tan corto tiempo de las preferencias de sus conciudadanos. En el origen de este divorcio están sólo sus indecisas reformas del sistema financiero y la Sanidad, sino también un bipartidismo político que ha acabado desorientando a buena parte de los nuevos electores que sumó durante las primarias y la campaña electoral de 2008 (muchos de los cuales favorecieron con su voto a las huestes republicanas en las elecciones intermedias de noviembre del pasado año) e irritando al ala más progresista del Partido Demócrata, que creyó ver en Obama una continuidad simbólica con los anteriores presidentes Franklin D. Roosevelt y Lyndon B. Johnson.

Sólo 48 horas después del anuncio de la muerte de Bin Laden tras el asalto de su vivienda por un comando de los Navy SEAL, los resultados de una encuesta difundida por el diario New York Times y la cadena de televisión CBS confirmaban una subida de 11 puntos en la popularidad de Obama: de repente, el 57% de los estadounidenses aprobaba su gestión cuando sólo un mes antes ese porcentaje era del 46%. Un incremento histórico, incluso superior al que registró su antecesor, George W. Bush, cuando anunció la captura de un desaliñado y asustadizo Sadam Husein en un búnker subterráneo en diciembre de 2003. Más interesante aún resultó la distribución de este apoyo con la vista puesta en sus consecuencias, todavía de muy corto recorrido, en la carrera electoral, sobre todo si se tiene en cuenta que el comunicado de la muerte de Bin Laden se produjo poco más de tres semanas después de que Obama anunciara oficialmente su candidatura a la reelección. Por tendencias políticas, el apoyo a Obama entre los republicanos dio un salto de 15 puntos, hasta el 24%, y entre los independientes de 11 puntos, hasta el 52%. Mientras, entre los demócratas, sólo fue de 7 puntos, hasta el 86%.

La encuesta del diario The New York Times y de la cadena CBS vino a confirmar, tal y como lo hicieron otras varias decenas de encuestas y sondeos en los días posteriores a la muerte del líder de Al Qaeda, el aplauso unánime de los norteamericanos con la eliminación de un asesino confeso, que había atacado EEUU y sembrado el terror en medio mundo. Salvo excepciones contadísimas, nadie se salió de este guión. Ni siquiera los activos y siempre militantes medios de la izquierda estadounidense pusieron excesivos peros a la operación.

En la memoria colectiva de la publicidad política queda el spot de Hillary Clinton, conocido como “3 am”, en el que contrastaba su experiencia en situaciones de crisis, aunque fuera colateral, como exprimera dama pero conocedora de todos los entresijos de la política real, frente a la bisoñez del todavía postulante Obama.

En la memoria colectiva de la publicidad política queda el spot de Hillary Clinton, conocido como “3 am”, en el que contrastaba su experiencia en situaciones de crisis, aunque fuera colateral, como exprimera dama pero conocedora de todos los entresijos de la política real, frente a la bisoñez del todavía postulante Obama.

De esta manera, Barack Obama y su Administración consiguieron pintar un grandioso fresco en el que la opinión pública mundial únicamente ha querido contemplar un éxito sin paliativos, en el que Estados Unidos se ha deshecho de su enemigo número 1, ha cosechado el respaldo unánime de sus conciudadanos, que en su entusiasmo han trascendido la persona de Obama para identificarla con su país (en el homenaje que días después Obama tributó a las víctima del 11S en la zona cero los asistentes no dejaron de vitorear «USA, USA»), así como la felicitación del secretario general de la ONU y de la mayoría de los dignatarios internacionales. Además, la imagen de EEUU y de su presidente apenas se han visto dañadas por protestas masivas en las calles de los países árabes, enfrascados en sus particulares primaveras reformistas.

A la euforia ha sucedido la calma, pero los réditos electorales de la eliminación de Bin Laden parecen confirmarse. De acuerdo con las estimaciones del Pew Research Center, el porcentaje de aprobación de Obama se han consolidado en torno al 50%, 6 puntos porcentuales por debajo del máximo que alcanzó en los momentos inmediatamente posteriores a la eliminación de Bin Laden, y, en todo caso, por encima de la horquilla 45-47% del pasado mes de abril. Mucha mayor importancia tiene, sin embargo, el repentino optimismo (uno de los valores de la herencia de Reagan que resultan más caros al presidente Obama) de los encuestados con la consecución de los objetivos de EEUU en Afganistán, que apuntala uno de los flancos débiles electoralmente más preocupantes de Barack Obama: su fiabilidad como comandante en jefe de las tropas norteamericanas. El porcentaje de encuestados por el Pew Research Center que ahora creen posible que EEUU logre sus objetivos en el polvorín afgano ha remontado hasta el 62%, 13 puntos más que en diciembre de 2010, pero tan sólo uno menos que los días siguientes al anuncio de la muerte del líder de Al Qaeda. Todo apunta a que Obama comienza a consolidar con sus conciudadanos esa comunión ideológico-simbólica alrededor de la figura del comandante en jefe y que hasta fecha ha sido una fuente de continuos quebraderos de cabeza para su Administración (baste recordar las hirientes críticas del general David Petraeus a la decisión de Obama de retirar paulatinamente las tropas de Afganistán).

De hecho, si no fuera por esta necesidad (electoral en primera y última instancias), difícilmente se explicaría que Barack Obama eligiera la alternativa más arriesgada para acabar con la vida de Bin Laden de las tres que desde el inicio se barajaron. La posibilidad de atacar con una treintena de bombas de una toneladas la vivienda del líder de Al Qaeda en Abbottabad pronto se descartó porque en el cráter resultante hubiera sido imposible identificar los restos (que a todos los efectos lo mismo podrían ser de Bin Laden y del resto de los ocupantes de la casa que de un rebaño de ovejas), con el riesgo añadido de la eterna duda sobre la efectividad de la acción militar y la imposibilidad de demostrar fehacientemente que se había acabado con la vida del líder de Al Qaeda. La segunda de las opciones, una operación conjunta con fuerzas pakistaníes, fue la que menos partidarios concitó desde el principio, por la desconfianza en éstas y en los servicios secretos del país, que siempre han mantenido, en opinión de Washington, una dudosa equidistancia en la guerra entre EEUU y los rebeldes talibanes (y, a fin de cuentas, Bin Laden llevaba viviendo varios años a pocos kilómetros de una academia militar).

De lo que ya no hay duda es que Barack Obama necesitaba presentarse ante la opinión pública de su país con la misión cumplida y que por esta razón se decidió por el asalto, a pesar de que los informes de la inteligencia militar norteamericana, que durante meses vigilaron la casa sin que en este tiempo pudieran establecer contacto visual con en el líder de Al Qaeda, sólo cifraban en un 60% el éxito real de la operación (es decir, que el interior de la vivienda se encontrara, efectivamente, Bin Laden).  En realidad Obama ha conseguido mucho más que recuperar buena parte del prestigio perdido ante su electorado, que de un presidente con una misión histórica había pasado a ser un otro presidente más y peligrosamente más distanciado de las preocupaciones de la gente normal. Ha conseguido recomponer una línea de continuidad con su antecesor.

Puede que a nosotros nos resulte tan insignificante como extraña la afirmación anterior, pero en la democracia estadounidense la presidencia tiene una carga simbólica cuyo significado trasciende con mucho la alternancia de las diferentes administraciones, que para nuestra «mentalidad europea» es en lo que se sustancia la democracia. Es imposible entender esta carga simbólica (y, por ende, sus profundas implicaciones electorales) sin esa misión histórica a las que se se han visto sometidos, quiéranlo o no, todos y cada uno de los presidentes desde George Washington. Con la muerte de Bin Laden, Barack Obama ha llevado a término un compromiso del que era el legítimo heredero. Ha cumplido una promesa presidencial, como era la de castigar al cerebro e instigador del primer ataque sufrido en su territorio continental desde la independencia de la metrópoli británica. Y, de paso, ha respondido con la brutalidad de los hechos consumados a quienes desde el arranque mismo de su candidatura a las primarias del Partido Demócrata en 2007 cuestionaron su patriotismo y competencia para llegar algún día a ser el comandante en jeje del ejército más poderoso del mundo por su negativa a apoyar la invasión de Irak pergeñada por el clan de George W. Bush, a pesar de que Barack declarara por activa y pasiva que no era contrario a todas las guerras, sino sólo a las «guerras estúpidas». Y la de Irak, en su opinión, lo era.

Conviene recordar que su supuesta inconsistencia como comandante en jefe fue uno de sus principales talones de Aquiles electorales en la presidenciales de 2008. En la memoria colectiva de la publicidad política queda el spot de Hillary Clinton, conocido como «3 am», en el que contrastaba su experiencia en situaciones de crisis, aunque fuera colateral, como exprimera dama pero conocedora de todos los entresijos de la política real, frente a la bisoñez del todavía postulante Obama. «Quién prefiere –venía a preguntar el spot– que atienda el teléfono de las emergencias políticas de la Casa Blanca a las 3 de la madrugada, justo cuando su hija pequeña duerme plácidamente, la experimentada Hillary o el principiante Barack»? Meses después, ya como candidato demócrata a la presidencia de EEUU, Obama tendría que enfrentarse a una nueva versión del anuncio, sólo que ahora pagada y aprobada por John Mccain, medalla del Congreso al Valor Militar y héroe de la guerra del Vietnam. Éste también ha sido uno de los argumentos electorales más gratamente asumidos por los partidarios del Tea Party. Pero lo que en 2007-2008 eran hipótesis, en la campaña de 2012 ya serán realidades contrastadas para lamento de sus críticos y de los candidatos republicanos (por el momento, tan sólo hay dos confirmados: el todoterreno Newt Gingrich y el exgobernador de Massachusetts y multimillonario Mitt Romney). El país y los intereses electorales de Obama necesitaban un gesto como éste para cicatrizar las heridas abiertas en septiembre de 2011, que ha condicionado tanto la política exterior como interior. Con este gesto, Obama se ha reafirmado en que comparte los mismos valores que el resto de sus conciudadanos y, como ellos, cree que ningún crimen contra la nación americana debe quedar impune (cueste lo que cueste). Su presidencia, cuestionada desde la extrema derecha hasta la izquierda, pasando por el centro, adquiere una nueva dimensión y sus opciones de ser reelegido (a expensas, por supuesto, de los imperativos que marca la situación económica del país) aumentan sensiblemente.

El asalto a la vivienda en que se ocultaba el líder de Al Qaeda resitúa a Obama en un modo de entender la política exterior y el papel de EEUU en la escena internacional (ambas con una incidencia directa y profunda en las cuestiones domésticas y, por tanto, electorales) que sin posibilidad de discontinuidad ha condicionado la diplomacia estadounidense desde principios del siglo XX y que se ha caracterizado por la intervención unilateral (que había de ser, de creer al propio Obama, uno de los cambios sustanciales y significativos de su Administración respecto a la de George W. Bush), y le aleja del supuesto nuevo modelo de liderazgo de EEUU que definió durante un discurso en Fort McNair, en Washington, el pasado 28 de marzo. Allí criticó el principio de unilateralidad y justificó la intervención «humanitaria» en Libia como parte de la creación de las condiciones para un amplio compromiso mundial a favor de las causas justas. «El liderazgo norteamericano –afirmó Obama– no es cuestión de ir solos y asumir todos los riesgos. El verdadero liderazgo es crear las condiciones y las coaliciones que permitan que otros también den un paso adelante«.

¿El nuevo horizonte que la eliminación de Bin Laden ha abierto a su presidencia y sus posibilidades de reelección ha modificado este nuevo modelo de liderazgo de EEUU? Las palabras que pronunció durante su reciente visita a Gran Bretaña pueden darnos algunas pistas del reencuentro de Obama con el pragmatismo que ha caracterizado su carrera política desde los tiempos como senador estatal por Illinois. «Es un error pensar que otras naciones representan el futuro y que la hora de nuestro liderazgo ha pasado. El momento para nuestro liderazgo es ahora; fueron Estados Unidos, Reino Unido y nuestros aliados democráticos los que diseñaron un mundo en el que nuevas naciones pudieran emerger [en una clara alusión a China, India o Brasil] y, aunque ahora otros asuman responsabilidades y liderazgo global, nuestra alianza seguirá siendo indispensable para conseguir un siglo más pacífico, más próspero y más justo».

Obama ha entrado de lleno en su laberinto electoral.

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