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¿Sinceros o bordes?

Ahórrese su franqueza: no sea grosero

Confundimos sinceridad con grosería como quien confunde libertad con falta de educación. Lo que muchas veces se esconde tras la bandera de la honestidad es ego puro y duro.

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25
junio
2025

«No soy borde, soy sincero». Esa frase que suelta alguien justo después de haberte soltado un comentario más afilado que una katana, y encima lo dice como si te estuviera haciendo un favor. Como si ser sincero fuera lo mismo que tener vía libre para soltar lo primero que se le pase por la cabeza, sin filtro y sin pensar en el daño que hace.

Y no. No es lo mismo.

Confundimos sinceridad con grosería como quien confunde libertad con falta de educación. Lo que muchas veces se esconde tras la bandera de la honestidad es, a veces, ego puro y duro. Un «yo lo suelto y si te molesta es cosa tuya». Y ahí está la trampa: convertir la franqueza en un escudo para no tener que hacerse responsable de las consecuencias de lo que suelta por la boca.

Pero ser sincero no significa que puedas soltar lo que quieras, cuando quieras, como quieras y a quien quieras. Significa que eliges decir la verdad, sí, pero teniendo en cuenta a quién tienes delante, el momento, el contexto y, sobre todo, con qué intención lo haces.

Porque no es lo mismo decir «me preocupa cómo estás llevando esto, ¿quieres que lo hablemos?» que «eres un desastre y lo haces todo mal». La primera frase conecta, la segunda aplasta. Y ambas pueden nacer de una observación parecida. La diferencia está en si quieres ayudar o lucirte. En si estás pensando en el otro o en sentirte superior tú.

La supuesta «sinceridad brutal» muchas veces no es más que una forma elegante de narcisismo

La supuesta «sinceridad brutal» muchas veces no es más que una forma elegante de narcisismo. Personas que disfrazan su necesidad de controlar o humillar bajo un barniz de honestidad. «Yo es que no puedo con la hipocresía», dicen. Pero en realidad lo que no pueden es con el malestar ajeno, con la incomodidad que supone poner en duda que sus palabras no son tan necesarias ni tan sabias como ellos creen.

¿Y sabes cuál es el mejor indicador de esto? Que esa gente suele ser muy poco sincera consigo misma. Van de transparentes pero son incapaces de revisar sus motivaciones reales. No se preguntan «¿esto que voy a decir sirve de algo?», «¿Cómo se lo va a tomar la otra persona?» o «¿De verdad que necesito humillarle o atacarle para persuadirle de que haga algo diferente?» porque están demasiado ocupados en quedar por encima o «descargarse» de lo que sienten.

Es sinceridad, sí, pero autocentrada, ególatra, incapaz de mirar más allá del propio ombligo.

Además, hay algo que se suele olvidar: que decir la verdad no siempre es útil. A veces no toca. A veces la otra persona no está en disposición de escucharla. A veces lo que tú llamas verdad es solo tu interpretación subjetiva y cruel de las cosas. Y lo que hace falta no es que abras la boca, sino que te la calles un rato y escuches.

El silencio también comunica. Y a veces, es el gesto más sincero que puedes hacer. No por cobardía, sino por cuidado. Porque ser honesto no implica convertirte en un altavoz sin regulador. Implica saber cuándo y cómo decir lo que piensas. Y, sobre todo, saber si hace falta decirlo.

Hay momentos para hablar claro, por supuesto. Todos hemos tenido que decir cosas incómodas. Pero hay maneras y maneras. Puedes elegir decirlas desde la empatía o desde el desprecio. Desde el deseo de mejorar algo o desde el gusto por hundirlo todo. Y eso se nota. Se nota mucho.

De hecho, es curioso cómo funciona esto en el día a día. A los jefes casi nadie les habla «con sinceridad brutal». Con ellos sí que sabemos contenernos, medir las palabras, buscar la forma. Pero con la pareja, con la madre o con el colega de toda la vida, nos soltamos como si fueran un saco de boxeo. Porque «ya me conocen», «con ellos tengo confianza»… Justo por eso, quizá deberías tener más cuidado. Porque a quien más quieres es a quien más daño puedes hacer con tus palabras.

Hay momentos para hablar claro y decir cosas incómodas, pero hay maneras y maneras de hacerlo

También pasa lo contrario. Personas que nunca se atreven a decir nada por miedo a parecer rudas. Pero ese es otro tema: aquí hablamos de los que no se tragan nada y encima lo escupen con prepotencia.

La clave está en saber combinar honestidad con compasión. En entender que tus palabras tienen impacto, que no caen en el vacío. Y que no todo lo que se te ocurre merece ser dicho en voz alta.

Al final, ser sincero no es soltar lo primero que se te pasa por la cabeza. Es pensar: «¿esto que voy a decir tiene algún valor real? ¿Va a mejorar algo? ¿O solo estoy buscando tener razón, soltar mi frustración o marcar posición?».

Eso es lo que marca la diferencia entre la sinceridad valiente y la sinceridad capulla.

Y sí, claro que hay formas de decir lo mismo sin hacer daño. No se trata de disfrazar la verdad con azúcar, sino de tener algo de inteligencia emocional. A veces basta con un «¿te puedo decir algo que me preocupa?» o un «esto igual no te gusta, pero creo que es importante que lo sepas». Abrir la puerta, no tirarla abajo.

Eso es cuidar. No censurarte. Cuidar. Elegir cómo decir las cosas sin convertirte en un bulldozer emocional. Porque si tus verdades solo sirven para dejar cadáveres afectivos a tu paso, igual lo que tienes no es sinceridad, sino mala leche.

Y luego está lo otro, el autoengaño final: «es que yo soy así». Vale. Pero también puedes no serlo. Puedes aprender a hablar mejor, a pensar antes de soltar, a preguntar si el otro quiere escuchar. No eres un animal salvaje ni una víctima de tus impulsos. Puedes elegir. Y si no eliges, no es porque no puedas, es porque no quieres.

Así que la próxima vez que estés a punto de soltar tu «sinceridad» como si fueras una metralleta emocional, hazte un favor (y haznos uno a los demás): respira. Piensa. Y si lo que vas a decir no ayuda, no construye y no cuida… ahórratelo.

Ser sincero está bien. Ser un imbécil, no tanto.

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