Duelo anticipado
Los días antes del dolor
El duelo anticipado no figura en los manuales, pero marca la vida de quienes cuidan. Nombrarlo es empezar a repararlo.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2025

Artículo
No todo duelo, no toda ausencia empieza con la muerte. A veces basta una imagen borrosa en la resonancia, un informe que llega con prisa, un médico que baja la voz. Desde entonces el reloj se invierte: contamos hacia atrás mientras, fuera, la ciudad sigue su rutina.
Este dolor no estalla: erosiona, cala. Se desliza por los pasillos del hospital, invade las noches en vela, se cuela en preguntas que nadie responde. Se anticipa la pérdida, pero no se autoriza la pena: es un duelo sin permiso, un dolor que no encuentra reconocimiento. Se superpone a la pérdida ambigua –la persona está y no está– y abre paso a la ansiedad anticipatoria, a la hipervigilancia que dispara el cortisol, a la fatiga por compasión y a la sobrecarga del cuidador que la OMS ya aproxima al burnout informal. Todos problemas con nombre propio, pero sin un protocolo claro. De ahí que se sufra a media voz, casi a escondidas.
Los síntomas del duelo anticipado, sin etiqueta diagnóstica, se archivan como ansiedad o depresión atípica
En cuidados paliativos lo ven; sin embargo, el DSM-5 aún no reconoce clínicamente el duelo anticipado. El nuevo apartado de Prolonged Grief Disorder en la CIE-11 tampoco acoge su fase previa. Sin etiqueta diagnóstica, los síntomas –insomnio, intrusión cognitiva, somatización, entumecimiento afectivo– se archivan como ansiedad o depresión atípica. Y lo que no se ve, no se trata. Esa paradoja deja al cuidador desarmado: vive un duelo real sin marco clínico ni respaldo cultural.
Cada historia es distinta. Influyen el vínculo, la distancia, la duración de la enfermedad, el ritmo del deterioro, la edad de quien enferma y la fortaleza de quien cuida. Esa variedad explica su invisibilidad: solo lo entiende quien lo habita, no quien lo observa.
El dolor se cuela en gestos mínimos. En la duda de si esa será la última Nochevieja juntos, en la culpa por cerrar un viaje de trabajo, en la intuición de que todo se vuelve irrepetible. Y no bastan los clásicos –«vive el momento», «sé positivo»– porque, por genuinos que sean, no alivian lo que no se nombra. ¿El motivo? Quien lo sufre ni siquiera puede decir que está de duelo: la palabra parece reservada a quienes ya han perdido, no a quienes están perdiendo. Así, el apoyo parte desde un lugar equivocado: buena intención, sí, pero sin el reconocimiento cultural de lo que realmente significa habitar una pérdida antes de que ocurra.
Esta grieta, casi conceptual, no solo aísla emocionalmente al que lo sufre: también dificulta su abordaje clínico. Como advierte la psicoterapeuta Pauline Boss, «cuando la pérdida es ambigua, el duelo no tiene punto final. Lo que necesitamos no es cerrar, sino sostener». Estudios que emplean herramientas como la Anticipatory Grief Scale o el PG-12 estiman que hasta un 30% de cuidadores desarrolla sintomatología clínica.
Validar el cansancio del cuidador previene bajas laborales, abuso de psicofármacos y sobrecarga de la atención primaria
Validar el cansancio del cuidador es, por tanto, un asunto de salud pública: previene bajas laborales, abuso de psicofármacos y sobrecarga de la primaria. Visibilizar, aquí, no es un lujo retórico; es prevención. En medio de ese desorden resuena la frase certera de Teresa Arsuaga: «Sentirse reconocido es una necesidad atávica, básica, más que sentirse querido». Hoy existen programas de acompañamiento que alivian la carga –grupos de apoyo, líneas 24 horas, intervenciones basadas en mindfulness–, pero dependen de la voluntad de unos pocos servicios. Falta política, faltan recursos y falta un relato que sitúe el tema en la agenda. Sin discurso colectivo, todo queda en manos de la suerte –o del bolsillo– de cada familia.
Cuando el dolor no se nombra, se enquista. Se vuelve culpa, cansancio crónico. El calendario social va más rápido que el reloj interior. Y quien cuida acaba enfermo si nadie legitima su fatiga.
Reconocer el duelo anticipado no lo endulza, pero lo hace habitable. Le pone nombre a un dolor que existe antes de la pérdida, que se cuela en las rutinas, que desgasta en silencio. Validarlo y visibilizarlo no es un privilegio sentimental, sino una forma de prevención: evita que quienes cuidan enfermen también y hace que el sufrimiento no sea clandestino, que la fragilidad no se oculte y que el cuidado no se haga a oscuras.
Y dicho esto, por respeto a otros duelos más abruptos, vale decir que el anticipado, con todo su desgaste, a veces deja un resquicio de luz: permite ordenar lo pendiente, decir «te quiero» sin prisa. No siempre se puede –duelen las despedidas antes de tiempo–, pero cuando ocurre, algo se acomoda. Y eso, sin curar, suaviza el golpe.
Porque sí, todas las despedidas duelen. Pero cuando alguien cuida al ser que ama y, al mismo tiempo, se despide de él o de ella, vive una experiencia en la que sin apoyo clínico, sin acompañamiento social ni sostén emocional, puede volverse insoportablemente cruel. Y eso exige un cambio.
COMENTARIOS