Opinión

«Un poder que asegurase íntegramente nuestra vida sería un poder totalitario»

Hablamos con José Luis Pardo sobre su último libro, en el que reflexiona sobre el descontento generado por la deconstrucción del Estado del bienestar.

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05
febrero
2017

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Su discurso siempre despierta interés. Ceñido a tierra, analiza todo aquello que nos preocupa, y lo hace con humor y cierto escepticismo. Hablamos con José Luis Pardo (Madrid, 1954) sobre su último libro, ‘Estudios del malestar’, un texto en el que reflexiona sobre el descontento generado por la deconstrucción (que diría Ferrà Adrià) del Estado del bienestar y que ha recibido el Premio Anagrama de Ensayo.

¿Todo finalmente es engullido por el sistema, incluso la aureola de ser comunista? Parece que ningún planteamiento (filosófico, político, etc.) es capaz de vislumbrar un sistema alternativo al capitalismo. En todo caso, la propuesta es volver a situaciones anteriores. ¿Estamos abocados a una distopía o el capitalismo se devorará a sí mismo?

Estos términos («el sistema», «el comunismo», «el capitalismo») son, supongo, útiles en la lucha ideológica, en la que se arrojan al bando enemigo como proyectiles simbólicos, pero son muy poco nutritivos intelectualmente. Son, como se dice hoy, significantes vacíos que se ponen en circulación para que sus usuarios los llenen con todo lo bueno o todo lo malo que puedan imaginar en el mundo, pero carecen de utilidad cuando de lo que se trata es de abrirse camino conceptualmente en ese mismo mundo. La imagen de un sistema que es capaz de engullirlo todo es una (poderosísima) fantasía metafórica que aparece en el Manifiesto comunista de Marx y Engels y que desde entonces no ha dejado de cosechar éxitos como imagen poética, ya que realmente sirve para explicarlo todo, los éxitos del sistema, sus fracasos, y asimismo los fracasos y los éxitos de quienes intentan construir una alternativa al mismo (algo que, claro, es imposible cuando se ha configurado de antemano la imagen de un sistema que fagocita sus alternativas). No creo que sea labor de la filosofía ni de las ciencias sociales encontrar una alternativa al capitalismo, sino más bien a esa manera de pensar las cosas que impide su conocimiento. Porque en el terreno del conocimiento, cuando se les ponen referentes históricos reales a esos términos, todo se hace mucho menos utópico y mucho más comprensible, aunque también un poco menos poético.

Si el FMI ha corrompido la voluntad revolucionaria, ¿es muy perverso pensar que el que el Tribunal Europeo obligue a los bancos a devolver las cláusulas del suelo es un modo de revitalizar el sentimiento europeísta?

Que un Tribunal obligue a alguien a cumplir sus sentencias es (o debería ser) algo normal en un Estado de Derecho. Sin embargo, sigue siendo algo profundamente revolucionario, en el sentido de que instituye una nueva jurisdicción que nada tiene que ver con la de la naturaleza y es a todas luces excepcional con respecto a ella. Y desde luego tiende a revitalizar la confianza en el Estado de Derecho, que en su origen histórico es europeo y está en el fundamento de lo que en el mundo moderno llamamos política. Pero el que podamos hoy ver esto —el cumplimiento de las sentencias judiciales— como un hecho revolucionario también puede ser un síntoma de que esta institución no atraviesa por su mejor momento. En cuanto al FMI, no creo que haya corrompido la voluntad revolucionaria, entre otras cosas porque no sé muy bien qué es esa voluntad.

¿Merece, en algún caso, matar o morir por una Idea?

Mucha gente, creo, respondería a esta pregunta diciendo que «depende de la idea» (si la idea es muy buena, entonces la respuesta sería afirmativa). Es más, mucha gente piensa que una idea se hace tanto mejor cuanta más gente haya dado la vida por ella, como si el sacrificio de vidas humanas aumentase el valor intelectual. Yo creo que eso es una superstición, que la muerte no autentifica ni mejora nada. Miles, millones de personas en el mundo han muerto y mueren cada día por verdaderas idioteces, que siguen siendo idioteces a pesar de acumular muchos cadáveres a su costa. Lo que sí creo es que las ideas, incluso las mejores, se envilecen cuando se utilizan como justificación para matar a otros. Y estar dispuesto a dar la propia vida por una idea está, empíricamente, muy cerca de estar dispuesto a tomar la vida de otros en nombre de esa misma idea. Quien lo hace es un criminal. Pero la idea que le mueve a hacerlo se convierte entonces en una mala idea.

¿La única capacidad de movimiento es la rebelión, según Camus, negarse a asumir ciertos costes como inevitables o necesarios o no seguirle la corriente al sistema?

Lo que Camus llama rebelión es justamente el resistirse a justificar, en nombre de la idea o de la razón, el sufrimiento o la muerte de los demás. Y en su tiempo la presión sobre el intelectual para que ejerciese esa justificación era muy importante. Rebelarse significaba no seguirle la corriente al sistema ni seguírsela tampoco a los muy variados anti-sistema que estaban en su contra. La posición de Camus era, en el fondo, la negativa a aceptar que hubiera un sistema y un anti-sistema, un campo dividido en buenos y malos, en amigos y enemigos. Y era —y seguramente sigue siendo— una posición bastante incómoda para el intelectual, bastante antipática.

Asegura que el estado del malestar se cimienta en la inseguridad, pero también esta idea de la inseguridad no deja de ser un simulacro en tanto que nunca nada asegura nuestra seguridad, nuestra vida.

Sin duda, un poder que asegurase íntegramente nuestra vida sería un poder totalitario, y hay que sospechar con razón de todo poder que quiera darnos ese tipo de seguridades. Pero la seguridad a la que yo me refiero —la que proporciona el llamado «estado social de derecho»— es la seguridad jurídica, no la física. No se trata de que todo el mundo esté físicamente bien, sino de que todo el mundo tenga derecho a estar tan bien como lo permitan en cada caso las circunstancias, de que todo el mundo tenga derecho a aspirar a un reparto justo de la riqueza, en épocas de abundancia, y también de la pobreza, cuando las épocas son de penuria.

¿Qué queda de auténtico en el mundo presidido por las redes sociales, el discurso político y las instituciones vacías de poder?

Desde la llegada misma de la modernidad, esta se aparece como una época menos auténtica que las anteriores, aunque es difícil entender a qué se está llamando autenticidad en este caso. En general, parece que se llama auténtico a lo que es más directo, más inmediato, a lo que no se da mediante la representación y la delegación. En este sentido, el poder político sería más auténtico cuanto menos se ejerciese por la senda del derecho y más por la de la simple coacción física. Así que en este punto yo no tengo ninguna nostalgia de la autenticidad. Es más, creo que la autenticidad es una construcción retrospectiva que no obedece a ninguna realidad histórica localizable. Cierto que las redes sociales no parecen en principio muy auténticas, justamente porque son el colmo de la mediación y de la medialidad. Pero, por otra parte, su imagen propagandística es la de ofrecer una comunicación más auténtica, más directa, más inmediata y más global que las instituciones formales vacías de poder, como los parlamentos, los tribunales de justicia, la prensa libre o los gobiernos democráticos. Sigue siendo el prejuicio de que cierto estado de naturaleza (aunque sea ese estado de guerra mediática nebulosa propiciado por las redes sociales) es preferible al pacto social.

¿Cómo quebrar la lógica del miedo?

Con el miedo ocurre como con la culpa. Suena muy mal eso de «sentirse culpable» (parece un veneno inyectado en el alma por malévolos teólogos cristianos), pero es que hay gente que es culpable de ciertas cosas, y por tanto no sería nada patológico que esas personas se sintieran culpables (al contrario, lo patológico es que se crean libres de toda culpa). Con el miedo es igual. El miedo tiene muy mala fama, está muy mal visto tener miedo, y peor aún confesarlo públicamente. Pero es que hay cosas que nos dan muchísimo miedo porque son verdaderamente temibles, y por tanto no hay que avergonzarse de sentir miedo ante ellas (lo que sería temerario sería no tenerles miedo). Y una de esas cosas son nuestros semejantes: un hombre que sólo físicamente sea mi vecino, pero que no esté vinculado conmigo a una ley común mediante un poder que ambos reconozcamos como legítimo, es un enemigo potencial en cuya proximidad siempre estaré inseguro. Por tanto, solo el pacto social es capaz de quebrar la lógica del miedo.

La educación, ¿es siempre la solución?

No necesariamente. Se puede educar a la gente para el odio, el rencor y el asesinato. Y entonces la educación sería el problema. La solución, a largo plazo, es siempre la libertad.

En nuestro país asistimos a esto de lo que usted habla, monopolizar todo discurso crítico y la exclusividad del pensamiento alternativo. ¿Resulta, entonces, imposible el diálogo, en tanto que «búsqueda cooperativa»?

El diálogo como «búsqueda cooperativa de la verdad», tal y como Sócrates lo instituyó en la herramienta de la filosofía por excelencia, nunca ha sido fácil ni demasiado apreciado. No hay más que ver cuántas veces fracasa Sócrates, en los Diálogos de Platón, a la hora de llevar a cabo con sus interlocutores uno de esos diálogos desinteresados. Argumentar no es una cosa que en general a la gente le vuelva loca. Pero eso no quiere decir que sea imposible, sino solamente que es difícil. Su posibilidad, siempre abierta, es lo que hace que una sociedad no se convierta en un infierno o en un teatro de marionetas.

Integrar el arte en la vida misma, como proponían los surrealistas, ¿de qué salvaría?

La integración del arte en la vida no es un monopolio de los surrealistas, ni siquiera de los vanguardistas, es un anhelo que forma parte como tal del proyecto de la modernidad en su conjunto. Pero, una vez más, si esta integración se pretende realizar por la vía directa, ya sea mediante la sustitución de la moral por el arte (la estetización total de la vida) o mediante la sustitución del arte por la política (la politización del arte), acaba en la aberración personal o en el totalitarismo. Como creo que le dije hace algún tiempo, cuando hablábamos de mi Estética de lo peor, lo que en occidente hemos dado en llamar arte son las diferentes formas de fracaso de ese anhelo de autenticidad en el arte, es decir, las obras de arte que realizan esa pretensión sólo indirectamente, y por tanto manteniendo siempre una distancia entre el arte y la vida. Esto siempre parecerá menos auténtico que la realización inmediata del arte en la vida, pero insisto en que yo no tengo ninguna nostalgia de la autenticidad.

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