Opinión

Tatuajes Marca personal

Todo lo que parece

¿Tiene algo que ver la moda de los tatuajes con la obligación de crear una marca personal? Cultivarla está muy bien, pero nada nos libra, Pessoa ‘dixit’, de la ley fatal de ser quienes somos.

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18
febrero
2025

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¿Tiene algo que ver la moda de los tatuajes con la obligación de cultivar una marca personal? Por supuesto, el tatuaje forma parte de la especie humana desde la noche de los tiempos. Pero antes cumplía una función infamante y hoy sirve para diferenciarse. El dibujo y el ancla delataban al galeote y al marinero; hoy la letra china y el dragoncito son blasones de chonismo, al tiempo que los pijos —o aspirantes a serlo— se imprimen símbolos minúsculos y supuestamente sutiles: estrellitas, flechitas, rayos. Bien mirado, ¿hay mejor sello de clase que el tatuaje?

La posmodernidad es el grito de Calibán al ver en el espejo un tribal que molaba hace veinte años. Llevamos en el pellejo nuestra personal brand, y esta tiene que actualizarse todo el rato. Por supuesto, hay muchas formas de señalar el ganado; tantas, que es casi imposible encontrar una res clearskin, o sea, sin marcar (la metáfora ganadera no es baladí: los pendientes de dilatación, por ejemplo, recuerdan sobremanera a los crotales que se ponen a las vacas en la oreja; y entre los tatuados hay ganado de mucha casta).

Donde ayer había un tribal acaso luzca mañana un triángulo escaleno. En el tatu, como en la vida, siempre se puede hacer borrón y cuenta nueva. Yerran quienes afirman que la verdad está en el interior, cuando, a la vista está, la llevamos a flor de piel. El escritor Antonio García Maldonado lo ha sintetizado en un aforismo perfecto: «Todo lo que parece que es, es. Porque nada puede ser pensado como ser y no ser». Parece una parodia chistosa de los presocráticos, y seguramente lo sea. Pero, como suele suceder con el humor malagueño, la broma cuenta algo muy serio.

Yerran quienes afirman que la verdad está en el interior, cuando, a la vista está, la llevamos a flor de piel

Sabemos desde Platón que la sociedad es un enorme cuerpo. Hace nueve siglos, Jean de Salisbury diseccionó a ese descomunal makránthropos: el parlamento era el corazón; el ejército, las manos… ¿Y si los ciudadanos de a pie formamos el pellejo? Empeñados en definirnos por lo superficial —véase el culto a las identidades—, sensibles al menor roce, damos cuerpo al Leviatán incorporando en cada una de sus escamas el perfil virtual de un súbdito que se cree activista. ¿Cómo va a ser la superficialidad cutánea algo superfluo?

Paradojas de nuestro tiempo: nunca ha habido tantas opciones estéticas entre las que elegir, y nunca el cuerpo ha estado sometido de manera tan férrea al escrutinio de la norma. La sueca quiere el pelo a lo afro y el sudafricano quiere ser más chato que Lord Voldemort. Rinoplastias, despigmentaciones, curas de adelgazamiento…

De igual manera, el obrero quiere ser cualquier cosa menos obrero. ¿Será que el tatuaje no representa lo que somos sino lo que queremos ser? Más bien nos convierte en, parafraseando a Nietzsche, el comediante de nuestro propio ideal. Por eso siempre habrá un angelito con flechas en nuestro antebrazo para que no olvidemos nuestra condición. Cultivar la marca personal está muy bien, pero nada nos libra, Pessoa dixit, de la ley fatal de ser quienes somos.

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