Sociedad

¿Y si el tatuaje ya no significa nada?

Dibujar sobre la piel es una práctica milenaria que siempre ha estado asociada a mitos, leyendas y tradiciones ancestrales. Sin embargo, algunos expertos advierten que, hoy, su masificación y ponderación estética pueden amenazar el sentido de identidad e individualidad del tatuaje como expresión cultural.

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03
mayo
2022

Cuando el capitán británico James Cook descubrió a finales del siglo XVII que los habitantes de las islas en el Pacífico sur guardaba con dibujos en su piel tesoros culturales inestimables, lo más probable es que no imaginara que dos siglos después el cuerpo de la población occidental se transformaría también en un lienzo de esos curiosos (y extraños) dibujos. En la actualidad, el 38% de la población mundial tiene, por lo menos, un tatuaje. Y España es el sexto país del globo con más adeptos. 

Marcar la piel con finalidades espirituales, políticas, morales o culturales data de cientos de siglos atrás. Sin ir más lejos, en 1991 se descubrieron los restos de un cazador del neolítico, bautizado como Ötzi. Tenía 61 tatuajes y vivió hace 5.300 años. Aunque el arte del tatuaje, tal y como lo conocemos en la actualidad, se le atribuye más concretamente a Martin Hildebrandt, un marinero de origen alemán que en 1875 abrió el primer estudio de tatuajes en Estados Unidos: por aquel entonces, eran los hombres del mar y los soldados quienes se grababan anclas, sirenas, cruces, banderas o nombres de amores lejanos en sus brazos y pechos para inmortalizar sus épicas andanzas.

No obstante, en la actualidad, el furor por el tatuaje se enfrenta a dos caminos que lo llevan a polos opuestos. Por un lado, encontramos algunas culturas que intentan revivirlo como parte de antiguas tradiciones que se han ido diluyendo debido la irrupción de la cultura urbanita occidental. Es el caso de un grupo de mujeres indígenas en Alaska, que se han vuelto a tatuar tres líneas en la barbilla, como antiguamente lo hicieron sus antepasados, con el argumento de que los tatuajes son un recordatorio de «lo mucho que lucharon nuestros ancestros para que estuviéramos aquí».

Y en las antípodas se encuentra lo que algunos describen como la banalización de una expresión cultural en pro de valoraciones meramente estéticas, sin tanto significado. «Ahora los jóvenes se tatúan algo que ven en Instagram. Se trata del diseño más popular en las redes, o algo que ya luzca en la piel de un influencer o un futbolista. Eso le roba la condición de individual y único al tatuaje, pero también a la persona», explica Sandra Martínez Rossi, profesora de la Universidad de Málaga, experta en las interpretaciones culturales del tatuaje, autora del libro La piel como superficie simbólica y participante en la exposición Tattoo. Arte bajo la piel, en la Fundación La Caixa.

«Quizá deberíamos de renombrar o de resignificar a esta práctica», sostiene. «Hay tantas historias del tatuaje como culturas donde se practica. La idea única es una creación de Occidente. Pero, incluso, dentro de Occidente mismo no podemos hablar de una sola historia. Por ejemplo, en un contexto carcelario el significado es completamente distinto al de un tatuaje japonés tradicional. Cada uno encierra posibilidades infinitamente distintas».

Del descubrimiento intercultural al erotismo

La palabra tatuaje es la castellanización del vocablo tahitiano Ta-Atua, que significa tanto golpear como dibujo en la piel y espíritu. Otras versiones hablan de una herida abierta. Cuando Cook dio con el mundo tatuado comenzó la época colonial, tal y como la denomina Martínez Rossi; es decir, abrió la puerta al proceso de transculturación de aquellos rituales. Inmediatamente después, arrancó la época circense: de los viajes en plena expansión colonialista propios de los siglos XVIII, los navegantes europeos llevaron al Viejo Mundo a aquellas personas exóticas que tenían la piel grabada con tinta. «Las primeras personas tatuadas eran exhibidas en Europa como algo monstruoso o un producto de la barbarie, y eso también tenía un sentido político», añade la experta.

«Mostrar a esos otros reforzaba la identidad eurocentrista porque era una forma de decir «mirad eso que está allí, nosotros no somos parte de esa monstruosidad»», explica. Pero el tiempo pasó y fue tal la fascinación por ese exotismo que pronto aparecieron los primeros europeos tatuados y expuestos en los circos como excentricidades. Como anécdota, cabe destacar que el príncipe de Gales se tatuó en 1870 (aunque la Casa Real Británica no supo de esto hasta veinte años después).

Y también jugó la carta del género: el tatuaje fue una cuestión exclusivamente masculina hasta principios del siglo XX. «A partir de los años veinte, muchas mujeres comenzaron a tatuarse para potenciar su erotismo; algunas se casaron con tatuadores prestigiosos, quienes las marcaban con dos objetivos: uno, exhibir el cuerpo de sus esposas como parte de espectáculos circenses; otro, como una muestra de posesión», relata Martínez Rossi. «En aquella imagen de un varón tatuando a una mujer había un sentido de pertenencia, incluso. Cuando ellos morían, ellas dejaban de exhibir su cuerpo». Esas relaciones sucedían porque, psicológicamente, entre el tatuador y la persona que ofrece su cuerpo para tatuar hay un sentido de complicidad, de entrega de la intimidad o de una parte del cuerpo.

El ‘cover up’ y la banalización de la cartografía corporal

A partir de la década de los setenta, los estudios de tatuajes –en Estados Unidos, principalmente– vivieron un auge debido a que muchos rockeros y artistas se fascinaron por el arte del dibujo sobre la piel. En aquellos años, el tatuaje pasó a ser una cuestión más artística. Prueba de ello es que el prestigio de cada estudio era su catálogo o la técnica de cada tatuador. Pero Martínez Rossi defiende que eso, a día de hoy, ya no es así: «Nos estamos diluyendo en un mundo no real».

Así se refiere la académica al proceso de aniquilación del tatuaje, es decir, cuando ciertas poblaciones pierden la tradición de tatuarse, a causa de procesos de aculturación en los que la estética es la prioridad. Y en concreto menciona el caso del pueblo caduveo, una población indígena brasileña y paraguaya que utilizaba su cuerpo como una cartografía corporal. «Si a un pueblo le quitas sus símbolos, su propia realidad deja de tener sentido. A ellos ya les queda muy poco simbolismo respecto a sus tatuajes tradicionales porque han quedado escondidos bajo las ropas occidentales. Solo les queda el tatuaje alrededor de la boca, como si con él sellaran los secretos de su propia cultura», opina.

No obstante, para ella, la prueba máxima del drástico cambio en la significación de un tatuaje como elemento de pertenencia cultural es el cover up, la técnica que consiste en transformar el diseño del tatuaje, y los láser para eliminarlos por completo. Y concluye: «Los tatuajes son elementos vivos que habitan en una piel. Es impensable que para una comunidad como los caduveos, los maoríes o algunos pueblos amazónicos un tatuaje pierda su valor sólo por cuestiones estéticas, como sucede en las sociedades urbanas de Occidente».

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