Sociedad

¿Cuántos ‘yo’ tenemos?

Nuestra forma de entender la identidad personal ha ido cambiando a lo largo de los últimos tres siglos, pero el misterio permanece: aún no sabemos a ciencia cierta por qué contamos con lo que parecen ser distintas personalidades.

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01
junio
2022

La identidad continúa siendo relativamente desconocida para nosotros, pero puede ser comprendida de muchas maneras. De hecho, desde hace unas décadas, la identidad ha cobrado especial importancia en términos socioculturales. Tal como explicaba el historiador inglés Eric Hobsbawm en uno de sus artículos: «En la Enciclopedia Internacional de Ciencias Sociales, que se publicó a mediados de la década de 1960, uno no encontrará ninguna entrada con el nombre de identidad, excepto una sobre identidad psicosocial».

A pesar de todo, fue entonces cuando esta eclosionó junto con la llamada cultura del narcisismo, dando comienzo a una forma obsesiva de analizar la propia identidad. Gran parte del activismo político actual consiste, precisamente, en mirarse al espejo para escoger una identidad propia que le resulte halagüeña a cada cual. También es en aquellos años cuando las tribus urbanas empiezan a proliferar masivamente como herramientas de autoidentificación en las grandes sociedades urbanas. Con el desarrollo económico de esos años, las personas que ya tenían cubiertas sus necesidades básicas aspiraban a satisfacer otros anhelos, como ocurría con la posibilidad de sentirse especiales y vivir nuevas experiencias. Como si la persona jamás se redimiera de sus anhelos y estos actuasen como la materia más elemental: no desaparecen, sino que se transforman.  

Podríamos llegar a decir, de hecho, que en nuestra vida cotidiana contamos con varias identidades: no nos comportamos del mismo modo con nuestros padres que con nuestros abuelos, hermanos, amigos, jefes o compañeros de trabajo. Y aún así, seguimos siendo la misma persona; son los roles sociales los que nos permiten mutar y expresarnos de formas diferentes. Es por ello que el psicoanalista suizo Carl G. Jung habla a menudo de la persona comprendida como máscara, un significado que se remonta a su origen latino: la «persona» era la máscara empleada por los actores en representaciones teatrales. El latín lo tomó del etrusco phersu y este, a su vez, del griego prósopon. La máscara es en Jung, así, una parte configurativa de la identidad: hay sujetos con más persona que otras –es decir, con más máscaras– y personas con menos. Y ambos rasgos tienen sus ventajas y sus inconvenientes.  

El psicoanalista suizo Carl G. Jung hablaba de la ‘persona’ como una máscara

Nuestra forma de entender el yo ha cambiado radicalmente en los últimos dos o tres siglos. Es evidente el caso del siglo XIX, cuando proliferaron avistamientos de doppelgängers (o dobles) por toda Europa, un tema que se volvió fetiche del romanticismo. Goethe, de hecho, afirmó haberse encontrado consigo mismo: su doble, según afirmó, paseaba a caballo en dirección contraria a la suya, una escena que dijo ver con el «ojo de su mente». Lo mismo se rumoreó en relación al poeta romántico Percy Shelley. El escritor francés Guy de Maupassant también dijo tener contacto asiduo con su propio doble. Según afirmaba el literato, su doppelgänger llegó a dictarle alguno de sus famosos cuentos. El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de Robert Louis Stevenson, es un eminente ejemplo literario que dibuja el desdoblamiento de la conciencia, poniendo énfasis en las potencias oscuras del alma. No es especialmente sorprendente: el romanticismo contaba con un enfoque psicológico que prestaba especial atención a lo nocturno, lo irracional y lo patológico, evidenciando una fascinación con el mundo nocturno de los sueños, los apetitos y lo prohibido. La fuerza de la razón deja aquí su lugar a un interés obsesivo por las potencias ocultas, por lo que el inconsciente cobra de pronto una importancia literaria inusitada.

No obstante, este es simplemente un reconocimiento en términos estéticos; solo más adelante será considerado científicamente. Freud, por ejemplo, establece la existencia de varias secciones diferenciadas de la psique que configuran a través de su suma la identidad individual, como el yo, el ello, el superyó. Sus teorías hallarán un eco posterior a través de la aproximación –más fisiológica– del cerebro humano sostenida por la teoría del cerebro triuno, que considera que dicho órgano está formado por tres partes de funciones específicas: el cerebro reptiliano, el cerebro límbico y el cerebro racional. El primero de dichos cerebros se ocuparía de realizar acciones; la zona límbica, a su vez, contendría las emociones y sentimientos, así como el dolor y el placer; por último, el cerebro racional se ocuparía del pensamiento abstracto y creativo, ya que es en él donde reside la conciencia.

El propio Paul D. MacLean, padre de este modelo, hablaba así de las diversas subjetividades coexistentes: «En el lenguaje popular de nuestros días, podríamos decir que estos tres cerebros son ordenadores biológicos, cada uno de ellos con su forma peculiar de subjetividad, su inteligencia, su sentido del tiempo y el espacio y sus funciones mnémicas, motrices y de otro tipo». La fragmentación del yo, de este modo, surge como un fenómeno típicamente modero. Es por ello que cabría hacerse una pregunta: ¿cuál de nuestros yo representa nuestra identidad definitiva?

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