Internacional

La tumba, secuestro en Venezuela

El político y abogado venezolano Antonio Ledezma narra cómo fue secuestrado y su experiencia dentro de las prisiones utilizadas para reprimir a la oposición.

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23
diciembre
2024

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Un preso tiene que prepararse para vivir con la soledad. En ese oscuro panorama coexiste con custodios, internos, religiosos, animales. Debe aprender la lírica carcelaria, a esperar pacientemente a la familia y a estar prevenido a verla sometida a vejámenes; a sentir cómo, por lo general, la familia termina pagando contigo una condena que tampoco debe.

Tienes que asumir esa etapa nueva en tu vida sin ofuscaciones y sacar fuerzas de tu racionalidad para vencer en la lucha, cuerpo a cuerpo, con la terquedad que va detenida contigo, esa con forma de arrojo que se pone a tus órdenes para darle combate a los que buscarán horadar tu ánimo y hacer declinar tus valores; para que tu propia opinión se vaya escondiendo en los rincones de unos espacios que enclaustran todo lo que te pueda dar vida. Tu imaginación comienza a inventar puentes que pasen por encima de los muros que buscarán segregarte, aislarte y podrás demostrarte a ti mismo que no hay muralla que pueda impedir que tu corazón intente saltarla. ¡Claro!, si no, te resignas a ser un prisionero del conformismo. Cuando entras a una cárcel te invade una sensación de vulnerabilidad y comienzas a preguntarte, «¿Cómo es posible que no esté libre?». Ante esa sacudida lo más recomendable es cimbrar el cuerpo, esquivar ese primer «gancho al hígado», y si antes te han golpeado al mentón, tratar de «sacarte» ese estacazo no negando la realidad con la que vas a lidiar desde que abrieron la primera reja.

Llevaba años con la amenaza de vivir este episodio. Porque no somos invulnerables, menos aún cuando confrontamos regímenes autoritarios. Crecí rindiéndole honores a los mártires de la resistencia contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Mis primeros discursos, digamos que formales, fueron ante el monumento de Antonio Pinto Salinas construido en deferencia al líder acciondemocratista que había sido asesinado aplicándole la «ley de fugas», en un sector de la carretera entre Parapara y San Juan de Los Morros. Luego me distinguieron con la misión de hablar ante la tumba del «Guerrillero de la Libertad», Leonardo Ruiz Pineda, cuando aún sus restos estaban inhumados en el vetusto cementerio General del Sur, en Caracas. Ese discurso fue editado en un folleto que con mucho orgullo repartí por todos los estados que visitaba; los trabajos de imprenta los patrocinó mi paisano Manuelito Peñalver, oriundo de Tucupido, estado Guarico, y quien, después de ser el líder sindical del partido por una carambola de la política interna, pasó a ocupar la Secretaría General Nacional de Acción Democrática.

No somos invulnerables, menos aún cuando confrontamos regímenes autoritarios

Desde adolescente comencé a oír a hablar del «Guerrillero de la Libertad», a quien el maestro Rómulo Gallegos definió desde México, cuando se enteró de su asesinato, como «el hombre de la gozosa audacia y de la fina valentía». También conocía en detalle la manera como murió, estando encarcelado en la Penitenciaría General de San Juan de los Morros, Alberto Carnevali. Me había enterado de los horrores descritos en El Libro Negro editado por ese gran venezolano que fue José Agustín Catalá. Igualmente sabíamos del macabro personaje que torturaba a los presos en La Rotunda: Nereo Pacheco. De los suplicios a que eran sometidos sus víctimas, desde arrastrar los pesados grillos atados a sus tobillos, comer alimentos descompuestos con vidrio molido, sobrevivir al método del «Tortol» y padecer «el encortinamiento» cuando eran aislados para que no pudieran ver el sol. Me sabía todas las anécdotas de Guasina y de Sacupana, esos dos campos de concentración a donde iban a parar decenas de presos políticos. Además, me había leído varias biografías de Nelson Mandela.

Por eso, cuando entré a la celda, lo primero que me dije a mí mismo fue: «Esto es nada si lo comparamos con lo que padecieron esos inolvidables venezolanos». Y ni que hablar del líder sudafricano, cuyo método adopté desde que puse un pie en la cárcel militar de Ramo Verde.

Eso no debe, por ningún sentido, interpretarse como que aceptaba mansamente la injusticia de estar preso, simplemente mentalicé mi ánimo, me di fuerzas a mí mismo, me decía sin destemplanzas de mesianismo que era una tarea que había que cumplir y que «bienvenidas las adversidades que nos someten a pruebas» y que estábamos preparados, por nuestra formación política, por la reciedumbre de nuestros ideales y convicciones, a aguantar lo que hubiere que soportar si se trata de apalancar una buena causa.

La celda comienza a ser tu casa, tu hogar, y la cárcel tu planeta. Todo lo que te circunda está dado para derrumbarte el ánimo y triturar tu moral: ver que estás encerrado en un estrecho recinto donde las horas transcurren con su premeditada lentitud; que abrir o cerrar la puerta de tu celda depende de otra persona y no de tu propia voluntad; que te pueden quitar los servicios de agua o de luz; que te imponen unos horarios; que te mutilan los periódicos para privarte de leer artículos «peligrosos»; que jurungan y huelen la comida que te llevan; que ciertamente veías el sol desde los barrotes, que es como advertir la cara de un niño con cicatrices, y cuando salías al patio podías respirar, pero era aire encapsulado en una cárcel donde te rodeaban las cercas y te amenazaban las concertinas con sus garras afiladas. Y siempre esta bas bajo la mirada tortuosa del garitero, con su fusil, su pito, su latica de chimó y su pocillo con café.

Todo enclavado en un contraste donde se entrelazan un barrio con familias que representan las penurias de las mayorías, miles de seres «enlatados» en viviendas levantadas a puro pulmón, donde la brisa fresca es como un bono compensatorio por los padecimientos. Sobre los techos de zinc, los centelleos que provocaban los rayos solares como queriendo encender una fogata en cada pináculo de esas colmenas de pobreza. En otro extremo, un mercado donde se ofrece lo que cada día escasea más y cuesta más, en medio de un bullicio que sobrevuela las cabezas de vendedores y compradores que llevan en sus ropas el peso del agua de lo que fue sudor.


Este texto es un fragmento de ‘La tumba. Secuestro en Venezuela’ (Almuzara, 2024), de Antonio Ledezma. 

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