Opinión

¿El fin de las buenas personas?

Han caído las caretas, una a una, y han ido saliendo la pus y las contradicciones entre el decir y el ser, el parecer y el proceder.

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06
marzo
2025

Corren malos tiempos para las buenas personas. Ya nadie puede trabajar en pro del mejoramiento del mundo sin que otro señale la cara oculta de la Luna, la insoportable intermitencia de los seres de luz. Durante unos años fue factible declararse a favor de cualquier causa para que, por tracción chamánica, a uno lo vieran bueno, bello y deseable. Muchos se sumaron al carro: ¡era tan fácil estar en el lado correcto de la Historia!

Antes, en tiempos ocres, de escaso activismo, una buena persona quedaba contrastada por su actuación en el mundo en momentos sensibles o en esa concatenación de instantes que hacen una vida. Al final, muerto, se decía: «Era una buena persona». Lo dictaminaba el pueblo por consenso, sin necesidad de un diploma ni la presencia de un vicesecretario del ministro. Era un camino largo y farragoso para obtener algo que muchos, luego –ya en nuestros días–, han obtenido más fácilmente y con mucho más dinero de por medio. Bastaba saber a qué causa afiliarse. A ser posible, todas.

Pero ya no es así. Han caído las caretas, una a una, como al final de los bailes y han ido saliendo la pus y las contradicciones: entre el decir y el ser, el parecer y el proceder. Hemos visto cosas que no creeríamos: aliades abjurando, a pestillo echado, de la responsabilidad afectiva, jugando a Christian Grey, profesores con sesudos discursos foucaultianos pavoneándose de feromonas ante las alumnas. Hemos visto, en fin, a Errejón y Mondero, y a mujeres con mando en plaza hacer negocio con los Puntos Violeta –unos 250.000 euros– y a las señoras de Infancia Libre, tan concienciadas con el Bien, secuestrar niños para preservarlos de todo Mal.

Los hemos visto, sin desmerecer a los fachas, con sus queridas y sus chalés y sus viajes todo incluido a cargo al erario público, gentrificando a tope. Pero todo eso fue durante años invisible porque prevalecía la «presunción de bondad». Si uno se sentía bueno –y sobre todo lo decía y se vinculaba a la Internacional Bondadosa– se entendía que uno no mentía y que, por tanto, merecía algún hueco en las redes clientelares.

El último señor bondadoso que ha caído en desgracia es un activista catalán que ha protagonizado un día de furia en México

El último señor bondadoso que ha caído en desgracia –vamos a uno por mes, como mínimo– es un activista catalán que ha protagonizado un día de furia en Mérida (México). Se llama Joan Serra Montagut y al tipo no le falta de nada: ha colaborado con la Unesco y con Naciones Unidas, es periodista y gestor cultural de 38 años, fue Premio Nacional de la Juventud en 2014 en la categoría de Comunicación Intercultural por la coordinación del Proyecto Ja’ab, que promueve la lengua maya, y es director (o era) del Casal Català en el sureste de México, una entidad financiada por la Generalitat de Catalunya.

Pues bien, este tipo tan aseadito, con sus camisas a la moda y el pelo de Antonio Banderas en Two Much cuando sale de la piscina, acorrala y amedrenta a una camarera en un bar de Mérida (México) para que baje la música y lo sigue haciendo, rompiendo cosas, pese a la angustia de la chica: «¿Crees que con eso basta? ¿Sabes quién soy? ¿Sabes lo que puedo hacer?». Por un momento, parece una peli de Tarantino y además todo está siendo grabado por las cámaras del local.

Joan, altamente deconstruido y decolonial aunque se alojara en un Airbnb al lado del bar –el detalle es épico–, llega a gritar, en el país de los feminicidios, que tiene contactos y «podría hacerte desaparecer». Y, para redondear su actuación, pide empatía hacia él porque «soy una persona que lucha por mejorar este puto mundo» (sic). Solo una buena persona a la que una camarera desaprensiva no deja arreglar esta basura.

Sería absurdo escribir de Joan si no hubiéramos visto a tantos como él. Es un arquetipo.

Durante años, nos hemos dejado extorsionar moralmente por esta inmundicia; hemos alimentado monstruosos seres de luz que creen que su bondad esencial justifica un pobre, si no despreciable, proceder en el mundo. Amparados en causas abstractas, más valiosas cuanto más lejanas e imposibles, una enorme cantidad de personas ha vivido del dinero de otras, en países que tú no te puedes permitir, acumulando «experiencias», arreglando el mundo, rompiendo jarrones cuando creen no ser vistos, toqueteando alumnas, derrochando, diciendo por ahí «tú no sabes quién soy yo», seguramente la frase más abyecta que existe. Han sido buenos por ti, que eres malo y contaminas. Les hemos pagado para que nos restrieguen su capacidad de empatía, su corazón tan blanco, ellos que ayudan a la comunidad chachapoyas mientras tú vas en un Ford Fiesta al trabajo en un polígono de Tomelloso.

Si yo fuera Joan, ahora que va a perder todo el dinero que le pague la Generalitat, me daría con un canto en los dientes: ha llegado a los 38 viviendo de ser una persona excelente y, si no le hubieran pillado las cámaras, podría haber alcanzado rango de conseller de algo y jubilarse a los 60 con honores y una pensión importante, en Bali, Yucatán, el Penedés o donde le salga de la boina.

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