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Errantes

El desarraigo, a la postre, es una experiencia límite. Estar marcado por la errancia significa vivir en un espacio intermedio en el que todos los pilares de una existencia –las costumbres, la lengua o la familiaridad de los rostros– se derrumban.

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01
octubre
2025

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En muchas de las grandes narraciones que atraviesan la historia de la cultura occidental hay una figura que se repite con asiduidad: el errante. A diferencia del viajero por elección o del aventurero en busca de fortuna, el errante se define como aquel que camina porque no le queda otra. Expulsado, condenado o perdido, carga con una falta que lo aleja de los suyos, que lo arranca de su tierra y lo lanza a un trayecto sin destino a la vista. A menudo su andar está inervado por una culpa que lo convierte en extranjero incluso en su tierra. La errancia, en estos casos, es un castigo.

Caín, en el relato bíblico, es el primero de todos. Después de matar a su hermano Abel, no muere. Dios no termina con él. Al contrario, lo condena a vivir. Lo marca y lo lanza a una vida de vagabundeo. «Errante y extranjero serás en la tierra», reza el Génesis. No es un reinicio. Hay desplazamiento perpetuo, y con él una forma de castigo que no se resuelve con el tiempo.

El Edipo de la tradición helena, por su parte, encarna otra clase de errancia. Él también es expulsado, también camina, también queda aterido fuera de los márgenes de lo que un día fue su hogar, pero no por un crimen cometido; si acaso, solamente intuido. Lo desagradable de su historia –incesto y parricidio aparte– es nuevamente la certeza de que no hay regreso posible. Abandona Tebas ciego, con la sola compañía de su hija Antígona, sin rumbo.

Estas figuras errantes no son reliquias mitológicas propias de un museo. Siguen vivas porque siguen encarnando experiencias humanas profundas: la pérdida del hogar, la ruptura con lo que da sentido a una vida. En la Divina Comedia, Dante convierte esta errancia en estructura. Su viaje por el Infierno, por el Purgatorio y por el Paraíso es, en definitiva, un intento desesperado por reencontrar un centro después de haberse desviado del camino recto.

En la ‘Divina Comedia’, Dante convierte la errancia en estructura

Más cerca de nosotros, el errante se transforma en figura política. El exiliado, el refugiado o el migrante no deseado son variaciones contemporáneas del antiguo Caín, ampliamente estudiadas, entre otros, por Hannah Arendt. Allende el crimen o el error están las decisiones ajenas, como las guerras o los sistemas que excluyen. No obstante, el efecto es el mismo: un cuerpo desplazado, sin lugar fijo, suspendido en un hábitat ajeno. Nuestras ciudades modernas rebosan de estos errantes invisibles que están despojados de toda épica.

En ocasiones, incluso sin cruzar fronteras, uno puede verse convertido en errante. El desarraigo no siempre requiere huida física. Basta con perder los vínculos que anclaban la vida a algo reconocible. Quizás una pérdida familiar, una enfermedad o una ruptura sentimental. De pronto, el entorno se vuelve ajeno y el pasado se convierte en una cascada imparable de cosas que solamente tiene un hueco en la memoria. En esos momentos, la errancia se vuelve interior y no hay distancia recorrida que la evite.

Pese a su dureza, la condición del errante ha dado lugar a algunas de las reflexiones más hondas sobre lo humano. Desde luego, cuando uno deja de pertenecer a un sitio, cuando es expulsado de la burbuja, ve el mundo de otra manera. Lejos de la comodidad de lo propio, desde la intemperie. Hay una lucidez fría en esa posición. Estar expuesto al mundo obliga a observar sin filtros, a probar nuevos puntos de vista. Puede que por eso tantos escritores, filósofos y pensadores hayan sido, de algún modo, errantes, como fue el caso Nietzsche. Porque el desplazamiento, aunque doloroso, también puede ser fértil. Lo que se pierde en seguridad se puede ganar en perspectiva.

Las historias de errantes pueden iluminar el presente a su manera, recordándonos que el hogar no es solo un lugar

Dicho esto, sería ingenuo romantizar el desarraigo. Especialmente cuando no es una elección. Aunque algunos logren, con cierta fortuna, transformar esa herida en un fruto valioso, no por eso deja de doler ni deja de ser una condena. El mundo actual, con sus desplazamientos masivos, sus crisis políticas, su inestable contexto bélico y sus fronteras cada vez más blindadas, está lleno de vidas errantes que carecen de los medios para extraer fruto alguno de su situación. Por cada Edipo o Dante, hay millones que caminan sin dejar huella, muchos con apenas unos pocos años de vida a sus espaldas.

Volver al mito, entonces, no es una evasión, puede ser una forma de reconocer patrones que se repiten. Las historias de errantes pueden iluminar el presente a su manera, recordándonos que el hogar no es solo un lugar, sino una forma de pertenecer al mundo o, en todo caso, un puerto al que volver –Ulises siempre tuvo a Ítaca en el horizonte, y es por ello que jamás fue un errante–. Cuando esa pertenencia se quiebra, todo lo demás entra en zona incierta.

El desarraigo, a la postre, es una experiencia límite. Estar marcado por la errancia significa vivir en un espacio intermedio en el que todos los pilares de una existencia –las costumbres, la lengua o la familiaridad de los rostros– se derrumban. Ahí, en ese punto sin nombre, moran Caín, Edipo y otros tantos millones.

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