«El Gobierno pudo haber facilitado más la labor de los periodistas, pero no le interesó hacerlo»
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COLABORA2020
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El plan original era ser jugador del Real Madrid, pero al final Manuel Jabois (Sanxenxo, 1978) terminó por dedicarse al periodismo. Tras pasar por El diario de Pontevedra y El Mundo, desde hace cinco años escribe crónicas, reportajes y opinión en el diario El País, y colabora en el ‘Hora 25’ de la Cadena SER. En paralelo, ha publicado títulos como la recopilación de artículos ‘Irse a Madrid’ (2011), ‘Grupo salvaje’ (2012), ‘Manu’ (2013) o ‘Nos vemos en esta vida o en la otra’ (2016), un crudo reportaje sobre el 11-M. El año pasado publicó ‘Malaherba’, su primera novela, en la que relata el duro viaje de un niño hacia la vida adulta en un entorno especialmente tormentoso y hostil. Aunque probablemente escribir no sea comparable a marcar en el Bernabéu, tampoco está mal para un plan B, incluso en momentos inciertos para una profesión que, por unas cosas o por otras, parece vivir en una crisis permanente. De ello hablamos con él en un Madrid que espera a saber qué pasará ahora, cuando acabe este raro verano sin verbenas en el que los balcones han cambiado banderines por mascarillas desechables.
«No, no vamos a salir más fuertes de una pandemia a la que llegamos tan débiles. Es como pretender salir seco de un tsunami que te pilla en la ducha», escribías en El País a principios de abril. ¿Sigues pensando lo mismo?
Yo tiendo a pensar que las cosas van a salir bien, pero en esto es difícil que algo se salve, sobre todo conociendo nuestro fantástico talento para la hostilidad. Hemos sufrido durante más de cuarenta años a una banda terrorista que mataba a unos y a otros y, lejos de ponernos de acuerdo, nos arrojábamos los muertos o los poníamos encima de la mesa. En España tenemos una larga tradición cainita, y con la pandemia no iba a ser diferente. Salvando las distancias, sucedió algo similar a lo que pasó con el 11-M, cuando a las pocas horas estábamos pendientes de saber a quién beneficiaba electoralmente. En ese artículo que citas no fui ningún profeta ni di una visión demasiado original porque, como comprobamos, a las pocas semanas ya estábamos a la gresca. Fue una respuesta a un sentimiento generalizado que, con miles de personas muriendo, estaba más preocupado por ver el aspecto positivo que la realidad. Esa actitud es buena para mantener el ánimo, pero mi impresión es que se nos fue de las manos. Hubo un momento en el que, si uno seleccionaba con cuidado lo que veía en las noticias y en las redes, aquello se parecía más a una fiesta que al gigantesco entierro que ha sido la pandemia en España. De un entierro puedes aprender cosas con el tiempo, pero nunca sales bien: empiezas y acabas perdiendo. Lo que queremos en la vida es no enterrar gente o, al menos, no hasta que toque.
¿Los medios han estado a la altura de ese sentimiento?
Todos hemos cometido errores. Y sí ha habido quien se ha dedicado a dividir o a intentar rentabilizar la tragedia, pero eso pasa en todas partes. No somos un país diferente a los demás, y nuestros medios no son necesariamente peores que el resto. En un mismo periódico puede haber un profesional que busque la objetividad por encima de todo y un compañero que haga exactamente lo contrario. Y hay quien utiliza informaciones torticeras y decisiones editoriales cuestionables pero, en general, la cobertura de los cronistas y reporteros a los que leo me ha parecido extraordinaria. Han estado al pie del cañón, han visitado las UCI, han entrevistado a médicos y especialistas –y siguen haciéndolo–, han ido a los entierros y nos han trasladado lo que estaba ocurriendo fuera a los que estábamos confinados. Y para eso está el periodismo, para contarte aquello que tú no puedes ver. En ese sentido, creo que ha estado a la altura y ha cumplido su misión. No estoy de acuerdo con esa teoría de que ha habido medios –sobre todo, en alusión a TVE– que solo han emitido fiestas e informaciones con intención política, porque no ha sido así. Tras hablar de lo importante y lo urgente de la crisis sanitaria, en el telediario se contaban otros aspectos colaterales de la tragedia. En contra de lo que se dijo después, sí que se enseñaron ataúdes. Seguramente se pudo hacer mejor y no tengo ninguna duda de que el Gobierno pudo haber facilitado más la labor de los profesionales que tenían que contar cómo era la mayor catástrofe sanitaria en un siglo a gente que estaba encerrada en casa, y no le interesó hacerlo.
«En España tenemos una larga tradición cainita, y con la pandemia no iba a ser diferente»
Fueron las imágenes de esos ataúdes, especialmente las del Palacio de Hielo, las que levantaron mayor polvareda.
¿Por qué vas a taparlas? ¿Resucitan los muertos si no los enseñas? No me pareció ningún escándalo que El Mundo llevase en portada las imágenes de la morgue cuando finalmente las consiguió, entre otras razones porque se intentaron ocultar a toda costa. Hay un trecho enorme entre no respetar la intimidad de un cadáver y enseñar unos ataúdes en mitad de una pandemia. No podemos estar constantemente debatiendo sobre los límites, porque todos sabemos de sobra cuáles son. Algunas familias no estarían de acuerdo con la foto y otras sí, pero es que a veces tienes la mala suerte de morirte en medio de una noticia. Insisto, eso no significa que tengas que exponer el cuerpo en ninguna parte para que sea retratado, pero sí asumir que hay que dar detalles que no te habría gustado dar en otras circunstancias. La intimidad importa: importa para protegerla, e importa para enseñarla. Volviendo al 11-M, los muertos en Atocha también eran muertos, pero todos tuvieron un perfil en los medios. A los números conviene siempre ponerles una cara, un nombre y una vida para saber el alcance real de lo que ha pasado. Una cosa es que te cuenten que han muerto 192 personas y otra muy distinta es ver en un periódico quiénes eran ellos, cómo se llamaban sus madres o a qué se dedicaban, porque sirve para darte cuenta de que ese cadáver no eres tú por una cuestión de azar. Las cifras tienden a alejarte emocionalmente de una tragedia, pero leer historias te ayuda a comprender que tras ellas hay vidas de gente que tenía las mismas pasiones que tú y cuya muerte deja el mismo dolor. El periodismo te ayuda a colocar todo en perspectiva.
Polémicas a un lado, uno de los principales problemas estos meses ha sido el bombardeo constante de información, con su consiguiente difusión de noticias falsas. ¿Cómo combatirlas en una sociedad que parece que quiere creer unas mentiras, aunque sepa que lo son?
Si alguien quiere creer que la Tierra es plana, aunque se lo demuestres, dará lo mismo: no lo vas a poner a correr planeta adelante. En el momento en el que a alguien le desmientes un bulo con datos y prefiere seguir creyéndoselo, ¿qué haces? ¿Le lavas el cerebro? No puedes, porque además su cerebro está intacto y simplemente decide quedarse con aquello con lo que está cómodo. Hay poco que hacer contra eso, así que yo escojo alejarme de una persona que me dice que esta mesa es amarilla cuando sé que es blanca. Como mucho, intento convencerlo durante cinco minutos, pero después me voy y que la pinte si quiere. Tengo la esperanza de que no sean mayoría, porque entonces estamos jodidos. Son unos pocos con los que puedes enfadarte o a los que puedes ridiculizar, pero no convencer, y si percibimos que son muchos es porque pensamos que hay un porcentaje muy alto de personas metido en redes sociales, cuando no es así. La mayoría de los que difunden bulos son personas que se creen cualquier link que les llegue por WhatsApp y que, con buena voluntad, lo comparten alarmadas aunque solo hayan leído el titular. Cuando se lo explicas y le pasas otra noticia que lo desmiente, no tiene problema en rectificar y reconocer que se la han colado. Al menos en mi entorno el 99% es así, y el 1% restante son activistas políticos. En estos últimos casos, la cuestión no tiene que ver con el desconocimiento o la ignorancia, sino con que prefiere creer y compartir solo aquello que beneficia a su causa. Eso te lo encuentras a un lado y al otro, pero es un porcentaje demasiado pequeño como para que sea un problema.
Ya sea con esto o con el resultado de las elecciones, la propia realidad se empeña en demostrar que el mundo no es Twitter.
Si recibes cien halagos y un insulto, te quedas con el último. Con esto pasa lo mismo: si hay cien personas que aceptan el desmentido de un bulo y otra que sigue creyéndoselo, todos se centran en ella y se monta una burbuja que no se corresponde con la realidad. Al final, los medios damos el altavoz y ponemos el foco en auténticas perversidades simplemente porque nos beneficia en algún momento, ya sea por tener más visitas o por cualquier otra cuestión. Antes esperábamos a que fuera alguien relevante o famoso el que lo hiciese, pero ahora cualquiera que tenga tres seguidores y un nick pone una barbaridad y es noticia. Yo me alejo por temporadas de Twitter porque cada dos por tres veo entre los temas del momento a gente que está ahí solo por decir tonterías, difundir bulos o grabarse diciendo nazistadas; me empecé a ir cuando me vi buscando en Google el nombre del último gilipollas que salía en los TT mientras me preguntaba por qué era famosa esa persona, y al reparar en que lo estaba haciendo famoso yo tratando de saber quién era y qué había hecho. Más que del gilipollas que está haciendo eso, la responsabilidad siempre es de quienes le hacen caso. Al tipo que va por la calle desnudo agitando un cencerro antes lo mirabas con curiosidad mientras pasaba, ahora llamas a todo el barrio y van seis mil detrás de él.
«Hay un trecho enorme entre no respetar la intimidad de un cadáver y enseñar unos ataúdes»
Recientemente, decenas de intelectuales, escritores y periodistas firmaban en España un manifiesto alertando sobre los peligros de la censura y de la cultura de la cancelación. ¿Crees que existe en España, o que estamos en riesgo de que llegue al nivel al que está en EEUU con casos como el de Woody Allen? En San Sebastián ya no le han dejado rodar.
El caso de Woody Allen es especialmente lastimoso porque se trata de alguien acusado de un delito gravísimo por el que no solo no ha sido condenado, sino del que no se han encontrado ni siquiera indicios para poder ser juzgado. A mí no me da miedo, aunque sí pena, que haya miles de personas que crean que, a pesar de esto, Woody Allen es culpable de abusos infantiles. La gente cree lo que quiere y siempre ha sido así, solo que hoy esas creencias basadas en suposiciones, intuiciones, sospechas o prejuicios pueden publicarse y organizarse; lo que me da miedo es que se les dote del poder de censura o cancelación. «A usted no le publico este libro». «¿Por qué?». «Es que la gente…». No le eches la culpa a la gente: la gente no ‘cancela’, ni ‘censura’, ni ‘despide’. Eso lo hacen las empresas.
El manifiesto dice cosas con las que estoy de acuerdo y otras con las que no, y entre las primeras está esto: «De los despidos, cancelación de congresos y boicot a profesionales tienen especial responsabilidad líderes empresariales, representantes institucionales, editores y responsables de redacción, temerosos de la repercusión negativa que para ellos pudieran tener las opiniones discrepantes con los planteamientos hegemónicos en ciertos sectores». Quitaría ciertos sectores: esto ocurre en todos los sectores, dependiendo de la sensibilidad del medio. Es más fácil meterse con el feminismo en un medio que en otro, del mismo modo que es más fácil meterse con la monarquía en un medio que en otro. ¿Sabes qué tiene que ver con esto? Con la percepción de la mayoría, con la percepción de lo que tú crees que es «hegemónico»: siempre nos parece la mayoría los que están enfrente, y en esto tiene ver la victimización.
Dicho esto, no me preocupa lo más mínimo Woody Allen; una editorial le dio la espalda y publicó su libro en otra y, como él mismo dijo en El País, Amazon no le daba dinero para una película y se lo dieron otros, unos actores no quisieron rodar con él y rodaron otros. Woody Allen es un ejemplo mundialmente llamativo, pero no es el mejor ejemplo. Un ejemplo correcto es el cómico David Suárez, cancelado –despedido– por un chiste; un ejemplo correcto es Willy Toledo, cancelado –sin ofertas de trabajo– por sus opiniones políticas. No digo ya nada de los cancelados que han llegado a los tribunales por tuits o canciones. Y entre muchos de nosotros, escritores o periodistas, detecto más preocupación porque te cancele un grupo de gente en las redes sociales que nuestras empresas: ¿eso no se deberá a que nos preocupa menos enfadar a los primeros que a los segundos? De ahí que en nuestro oficio cuando decimos o pensamos «mañana la que me va a caer» pensamos en las redes, no en la planta de arriba. Que te caiga encima una turba sin ton ni son, con lo que eso conlleva según se van degenerando los perfiles (la protesta, la crítica, la descontextualización, el insulto, la calumnia) es una experiencia muy desagradable, un asco de experiencia; y en muchas ocasiones esa turba te ataca por planteamientos que comparte el medio en el que los expresas.
En Malaherba, tu estreno como novelista, pones voz a un adolescente que va descubriendo la vida de una forma repentina tan repentina como desoladora. ¿Por qué volver a esa etapa para contarlo?
Me llevaba un tiempo rondando la cabeza una voz infantil, principalmente porque, como soy bastante niño, no me costaría demasiado encontrarla. También pensaba en escribir un thriller de acción sobre algo que te pueda cambiar la vida, y no hay mayor thriller que crecer. En algunas películas llegas a casa y te encuentras un cadáver, o te ves metido en un jaleo policial; pero para problema grande el despertarte un día y que tu padre haya muerto o que tu mejor amigo ya no esté. Hacerse mayor es un viaje que cada uno hace a una edad diferente y quería hablar de ese momento. En este caso, es entre los diez y los once años cuando al protagonista lo despiertan de repente de su infancia y no le dejan volver a ser niño.
«Quienes creen bulos a sabiendas son unos pocos con los que puedes enfadarte o a los que puedes ridiculizar, pero no convencer»
La sociedad en la que él descubre sus sentimientos y su identidad le escupe, le rechaza. Aunque ahora puedan percibirse ciertos ecos de lo contrario, ¿los Tambus hoy se encuentran en otra situación más tolerante de la que había en los ochenta o en los noventa?
Depende mucho del entorno en el que crezcas, pero ahora hay más posibilidades de que encuentres mejor gente en cualquier colegio que en los años ochenta. Entonces era una locura. No éramos conscientes de muchas cosas que ahora sí perciben. Se penalizaba y castigaba mucho más la diferencia: se señalaba al niño chapón que tenía gafas, al gordo que no podía correr, la niña que llevaba la falda corta era automáticamente la puta de la clase… No te digo nada si había un niño gay. Yo no conocí a ninguno en mi ciudad hasta pasados los quince años y, evidentemente, no fue porque no hubiera, sino porque no podían decirlo. Había una hegemonía absoluta que continúa, pero ahora hay una sensibilidad mucho mayor. Internet y las redes sociales tienen algo que ver en eso, porque han permitido a los adolescentes ponerse en contacto entre sí a pesar de la distancia. Ahora es más fácil que compartan sus inquietudes, ya sea que le gustan los videojuegos, que tienen problemas en casa o que se sienten atrapados en un cuerpo que no consideran suyo. Siempre existe esa ventana de comunicación, te toquen los padres que te toquen o caigas en la clase en la que caigas, que puede estar llena de tiranos hijos de puta. En este último caso tienen mucha importancia los profesores, que también ahora tienen una sensibilidad diferente. No es que los de entonces fueran unos monstruos, pero esta perspectiva no existía porque creo que a ninguno se le pasaba por la cabeza tener que afrontar cuestiones sobre diversidad sexual en el aula. La violencia en casa era mucho más frecuente que otras cuestiones, así que estaban más atentos sobre todo a que tus padres no te pegaran.
Aunque la novela no sea autobiográfica, ¿te reconoces más en el Manuel que firma Malaherba o en el que firma Irse a Madrid?
El que firma Irse a Madrid vendría a ser una versión más disparatada de mí mismo, pero creo que hay cosas más auténticas en Malaherba. En el primero hay situaciones que me pasaron y que exagero, son las historias de bares y amigos que se viven a los veintitantos protagonizadas por alguien que lleva mi nombre y apellidos pero a quien parodio todo el rato; en el segundo, que es una ficción, hay muchas emociones que son mías y que no hay en el otro. Poniendo un personaje entre tú y el lector puedes ser mucho más sincero. No soy Tambu ni he llevado su vida, mis padres están vivos y llevan una vida tranquilísima, pero sus miedos, su descubrimiento sexual, los juegos que hace con su vecino… Todo eso forma parte de mí. Digamos que es una biografía ficcionada, pero en ese tipo de novelas ficcionas la acción, no las emociones. La emoción del primer orgasmo es real, y es mucho más sincero que cuentes lo que tú sentiste que intentar transmitir lo que sintió otra persona.
Antes de la novela habías publicado Nos vemos en esta vida o en la otra, un libro –o un reportaje largo– donde cuentas la historia de Gabriel Montoya Baby, el adolescente que bajó de Asturias los explosivos del 11-M sin saber qué llevaba en la mochila. ¿Cómo hacerlo sin caer en la justificación, aunque sea de forma involuntaria, de que llevaba una vida difícil?
En este caso, él me lo puso muy fácil para que no hubiese justificación. El perdón iba implícito, pero en un momento llega a decir que, si no supiera lo que iba a pasar después y estuviera en las mismas circunstancias, probablemente lo volvería a hacer. Se me ocurren muchísimos ejemplos de personas que tienen una vida bastante más difícil y que no hacen nada de eso. ¿Cómo acabas metido en algo así cuando eres un chaval de quince años de Avilés? Un día estás en un portal trapicheando y, al siguiente, estás bajando dinamita a Madrid y haciendo de chófer para unos tipos que organizaron el mayor atentado de la historia de España. Sobre todo me llamaba la atención su relativismo absoluto: no sabes qué llevas ni te importa lo más mínimo porque ni siquiera lo piensas. A esa edad haces muchas cosas que no piensas, y casi todas tienen relación con el sexo, con las drogas, con escaparte de casa… Pero no con ayudar a una célula terrorista, aunque no seas quien fabrica las bombas. En el caso de El Chino, que sí lo hacía, fue un proceso que también ocurrió de forma «natural»: en cuestión de unos pocos años, pasó de estar fumando hachís en la plaza del Dos de Mayo a radicalizarse de una forma tan monstruosa como para organizar algo así. No se trata de matar gente porque quieres sembrar el terror o porque estás resentido, es hacerlo como una buena acción porque esas vidas son una ofrenda religiosa. El proceso en el que convences a alguien de que con ello está haciendo el bien es mucho más difícil que fabricar una bomba. Eso es lo complicado, este chico pasaba por ahí y sin él habría ocurrido igual. Me gustó mucho escribir esta historia porque me interesan mucho este tipo de reportajes largos, sin adornos. A algunos lectores que venían de Irse a Madrid les llamó la atención porque allí sí había humor y metáforas, y este es pura información. Hay unos chicos haciendo un guion sobre él y lo mismo sale adelante una película.
Presiones públicas a periodistas, un medio de comunicación montado para hacer propaganda de uno de los partidos del Gobierno y provocar el mismo ruido que otros digitales del espectro ideológico contrario… ¿La polarización política se traslada a las redacciones, o al revés?
La polarización ha existido siempre. Los medios tendemos a tratar lo actual como si fuese nuevo, pero antes pasaba lo mismo, solo que con menos partidos. A veces la polarización era incluso más virulenta, sobre todo entre periódicos. No creo que haya ningún revival porque es algo que nunca se ha ido. En cuanto al medio de comunicación de un partido del Gobierno, bueno: el nacimiento de La última hora es una de las mejores noticias que hemos podido tener en el periodismo español. Ha sido un baño de autoestima para nosotros, que llevamos cinco o seis años recibiendo lecciones de lo que tiene que ser el buen periodismo, riguroso, independiente, centrado en los hechos y en defender la verdad, y cuando nos dan un ejemplo de lo que es ese periodismo, decimos: «Joder, pues no estamos tan mal». Hasta ahora ha sido una herramienta para montarle campañitas en redes a determinados periodistas, algo muy revolucionario.
«Los medios tendemos a tratar lo actual como si fuese nuevo, pero la polarización antes era la misma, solo que con menos partidos»
Con una crisis ya asomando por la puerta que puede ser igual o peor que la de 2008, ¿qué le dirías a alguien que quiere ponerse a estudiar periodismo cuando las redacciones son cada vez más pequeñas y los profesionales más precarios?
Le diría que si verdaderamente quiere y puede, tiene que hacerlo. El periodismo no va a faltar nunca. No puede haber un país sin periódicos, sin televisiones o sin radios. Sé lo frustrante que es dedicarte a algo que no te gusta sin haber intentado otras cosas antes cuando tienes dieciocho o veinte años. Otra cosa es que lo hagas y te des cuenta de que con eso no vives, que es algo que pasa muchas veces. Yo quería ser jugador del Real Madrid y lo perseguí durante un tiempo pero, como ves, terminé buscándome otras vías [risas]. Eso sí, los que nos dedicamos a algo que nos vuelve locos corremos el peligro de no poder dar marcha atrás. Tengo una suerte tremenda, pero ahora si me pones a trabajar en otra cosa languidezco. Hay oficios y profesiones a las que le coges el gusto; poner asfalto o trabajar en una fábrica no son unas de ellas, pero esta sí. Si quiere ser periodista, que lo intente.
Cerrando como empezamos, si de esta no salimos mejores… ¿Cómo salimos?
Empatados, así que vamos a darle una X. Para aprender algo se necesita un proceso largo y, aunque tengamos prisa, hacerlo antes de tiempo es perjudicial. Han salido ensayos sobre la pandemia mientras aún estábamos en confinamiento, cuando a lo mejor tienen que pasar diez años para que saquemos algo en claro. Del 11-M aún no hemos aprendido gran cosa, y eso que han pasado dieciséis. ¿Qué vas a aprender o cómo vas a ser mejor cuando tienes ochocientos muertos diarios? No digo que nos peguemos de hostias, pero tampoco podemos obsesionarnos con salir más fuertes porque, a corto y medio plazo –y más conociendo la historia de este país–, eso no va a pasar. A lo mejor si dentro de veinte años hay otra pandemia tenemos alguna lección aprendida, igual que si hay otro macroatentado terrorista, Dios no lo quiera, quizá sepamos comportarnos de manera diferente después de lo que todos –los medios, los políticos y la sociedad– hicimos entonces. Hace falta crecer: hay cosas que tenía clarísimas cuando tenía veinte años y ahora, que tengo cuarenta, veo que no tengo ni puta idea; y a los sesenta probablemente ya dudaré de todo.
Como sociedad nos puede ocurrir lo mismo, pero con el problema añadido de que nunca vamos a estar todos en el mismo escalón; un signo de distinción de las grandes tragedias es que, cuando acaban, se ha incrementado la desigualdad. Puede haber cierta unificación, sobre todo con aspectos relacionados con la empatía hacia el otro, con la asunción del sufrimiento o la creación de una mayor red de asistencia no solo a nivel físico sino moral. Son cuestiones relacionadas con una mayor solidaridad con los argumentos del otro, como el entender que la discrepancia es una virtud que no tiene por qué llevar a la hostilidad. No sé si es algo generalizado o solo mi percepción, pero veo que estamos encerrados en nuestra opinión y solo aceptamos cerca a gente que tenga la misma que nosotros. Por ejemplo, con los modelos de suscripción hay gente que se enfada muchísimo cuando lee una información o una opinión que no le gusta, y hasta amenaza con darse de baja. Los periódicos han sido siempre un lugar al que ir a discutir, no una asamblea búlgara en el que todos tengan que decir que sí. Ese «dices lo mismo que yo, pero mejor expresado» es un piropo que tiene un lado muy perverso. Pensar lo mismo y que yo encuentre siempre las palabras adecuadas es una putada para ti y para mí; primero, porque es imposible y, segundo, porque no es un motivo para suscribirte al periódico. Si pienso siempre lo mismo que tú, ¿para qué vas a querer leerme? Los medios tienen un posicionamiento editorial, pero después son un espacio para opiniones y sensibilidades diferentes con las que puedes estar o no de acuerdo, como ha ocurrido siempre. Estamos buscando un bloque homogéneo de pensamiento que es absurdo, pero yo confío en que los suscriptores sepan lo que se van a encontrar. A veces creo que discutimos sobre cosas muy obvias porque la agenda la marcan, precisamente, personas muy obvias. Afortunadamente, entre los lectores vemos que la gran mayoría, cientos de miles de personas, están muy por encima del ruido de esos debates.
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