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Cultura

'El corazón de las tinieblas', de Joseph Conrad

El reino del mal

Pocos textos han abordado la podredumbre de lo humano como ‘El corazón de las tinieblas’, de Conrad, una travesía en barco en la que se nos muestra los estragos de la colonización (violencia, ensañamiento, muerte, miedo) y las consecuencias fatales de convivir en medio del espanto.

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04
agosto
2025

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«Yo levanté la cabeza. El mar estaba cubierto por una densa faja de nubes negras, y la tranquila corriente que llevaba a los últimos confines de la tierra fluía sombríamente bajo el cielo cubierto… Parecía conducir directamente al corazón de las inmensas tinieblas». Así concluye uno de los libros más estremecedores, alucinados y psicológicos escritos nunca: El corazón de las tinieblas, publicado en 1899 y escrito por el polaco Józef Teodor Konrad Korzeniowski (1857-1924), más conocido por su Joseph Conrad, grafía adoptada una vez obtuvo la nacionalidad británica.

Lo que describe en él son los desmanes, abusos, brutalidades y crímenes de la colonización. Más en concreto: las arbitrariedades y atrocidades cometidas en el (irónicamente llamado) Estado Libre del Congo, colonia personal del rey Leopodo II de Bélgica, que dispuso de sus casi dos millones y medio de kilómetros cuadrados a un antojo despiadado. Conrad sabía de lo que escribía, pues había trabajado en una compañía belga que operaba en la zona. Pudo ver las brutalidades que cometían los europeos en África, a cambio de una presunta civilización practicada con la barbarie que supuestamente combatía.

La palabra «Congo» no aparece una sola vez en las 160 páginas del libro

Pero la palabra «Congo» no aparece una sola vez en las 160 páginas (dependiendo de la edición) del libro. De este modo, al usurpar la localización concreta de la acción, Conrad convoca cualquiera de los territorios que, sin ser el Congo, fueron víctima de una dominación similar. Al fin y al cabo, El corazón de las tinieblas nos habla de la violencia innata al hombre.

Marlow, Kurtz

Se nos narra el peligroso viaje de Charles Marlow (protagonista de otras obras de Conrad, como Lord Jim o Juventud y suerte) de Londres al Congo Belga, para encontrar a un agente del director de la compañía que comercializa marfil internacionalmente, el fascinante y enigmático señor Kurtz. Sus métodos, según le cuenta el director a Marlow, han «constituido la ruina de la región», pese a que aporta más marfil que el resto de todas las demás estaciones juntas. Esos métodos que emplea son propios del mal, aunque los nativos lo agasajen y lo teman como a un dios.

La novela se publicó en tres entregas, en el Blackwood’s Magazine, entre febrero y abril. Después Conrad la incluyó en su libro Youth: a narrative, and two other stories (publicado en castellano como Los libros de Marlow) y finalmente de manera independiente.

Durante la travesía, la imagen de Kurt entre los tripulantes se mitifica. Su voz (que han escuchado en una grabación suministrada por la compañía) resulta profética e hipnótica. Marlow, narrador y protagonista, aún no sabe que la barcaza en la que navega supone un viaje interior, un descenso a las zonas más incomprensibles del ser humano, las que preside la maldad. Marlow representa (aparentemente) la dignidad del progreso, pero lo cierto es que en más de una ocasión se muestra ambivalente frente a los estragos de la colonización. Al fin y al cabo, él cumple una misión, y está a las órdenes de un hombre (el alto ejecutivo) tan despiadado como Kurtz, pero disfrazado por la hipocresía. Además, no tarda en entablar amistad con el jefe de finanzas al llegar a África, un tipo cruel pero impecablemente instruido. Tal vez Kurtz represente aquello que nos resulta insoportable, el exceso siniestro y sin artificios de un sistema en el que participamos todos. También Marlow.

Kurtz, como Lecter, no es un amoral. Al contrario, ambos son previsibles, porque obedecen a un código ético que ellos mismos se dan. No concuerda con el canónico, pero lo tienen. Eso es lo que desconcierta, y lo que fascina. Tiene una prometida (cuyo nombre no se menciona), de la que sabemos hacia el final de la historia; gracias a la imagen que conserva de Kurtz, el lector se hace una idea exacta de la transformación que ha experimentado. De su degradación moral.

La tentación de ser dios

A Kurtz se le menciona como «rey del tiempo», en una alusión directa a La rama dorada, un ensayo en el que el antropólogo Frazer analiza las distintas prácticas mágicas y religiosas de las diferentes culturas, con un tono más ilustrado que ferviente. La tentación de convertirse en dios no es fácil de rechazar cuando hay posibilidad de caer en ella. Es uno de los grandes conflictos del corazón humano: decidir sobre la vida de los otros.

Kurtz conoce el horror, vive en él. No ordena desde la distancia, no lleva una vida respetable causando la devastación de pueblos enteros desde su despacho. «El horror tiene rostro, el horror y el terror moral han de ser amigos, si no, se hacen enemigos», explica ejerciendo su superioridad moral. Él conoce el infierno que provoca la colonización para beneficio de las metrópolis. Así se instaura en Satán. No se miente, ejerce su fuerza. «Juzgar nos derrota», afirma. A un hombre como Kurtz no se le habla, solo cabe escucharlo. Salvo él, todos tratan de acallar su mala conciencia. Fuera de la civilización, impera la ley del más fuerte. Pero en ella, los más fuertes esquilman a quienes quedan en los márgenes. Kurtz escribe sobre su experiencia, da consejos: «¡Exterminad a todas esas bestias!».

Cada párrafo de El corazón de las tinieblas es desasosiego puro; desarrolla, implacable, el adagio hobbesiano: Homo homini lupus. El hombre es un lobo para el hombre.

Kurtz es un personaje de ficción, pero inspirado en ejemplos reales. Edmund Musgrave Barttelot (1859-1888), oficial del ejército británico destinado en el Congo, hombre de bien que, como Giles de Rais, cruzó la frontera de la crueldad para no regresar jamás. Kurtz es un tirano sin escrúpulos, inteligente y civilizado. Pero personaje de ficción. Léon Rom (1859-1924), soldado y funcionario belga, consignado al Congo, se convirtió en comerciante de marfil, a costa de decenas de vidas. Como Kurtz, tenía empaladas cabezas de los nativos formando la verja de su casa.

Edmund Musgrave Barttelot o Léon Rom fueron algunos de los colonizadores que inspiraron a Conrad para crear su novela

Marlow encuentra a Kurtz moribundo, por unas fiebres selváticas. Trata de salvarlo arrastrándolo hasta el barco, pero ya es tarde. Kurtz expira, pero antes exclama una inquietante proclama: «¡El horror! ¡El horror!». Kurtz es un espejo en el que calibrar nuestra ética. Pero uno no se mira en él y queda intacto. Marlow, al regresar, desprecia todo lo que representa la civilización. Le asquea. Ha visto su reverso. Aún tiene un hermoso gesto. Cuando va a visitar a la prometida de Kurtz y esta le pregunta qué fue lo último que dijo antes de morir, Marlowe le miente: «Pronunció su nombre».

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