Drogas en el agua
Los peces y la cocaína
Cada día miles de sustancias químicas invisibles recorren nuestras tuberías y acaban en los ríos y mares. Restos de medicamentos, calmantes o drogas, que están afectando e incluso alterando la morfología de peces, moluscos o insectos acuáticos. Lo que empezó siendo un hallazgo científico curioso se ha convertido en una llamada de atención sobre cómo nuestro estilo de vida deja huella incluso en los ecosistemas más frágiles.
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Las drogas que toman las personas –tanto fármacos legales como drogas recreativas ilícitas– no desaparecen cuando se consumen. Una parte pasa al cuerpo y otra llega al saneamiento urbano: orina, heces, residuos farmacéuticos y aguas residuales que terminan en plantas depuradoras. Muchas plantas depuradoras convencionales no eliminan por completo esas moléculas. El resultado es que restos de medicamentos y de sustancias de abuso (cocaína, anfetaminas, cannabis, opioides, antidepresivos, ansiolíticos…) se detectan en ríos, lagos, estuarios y a veces en organismos acuáticos.
En las últimas dos décadas la evidencia científica y el interés mediático sobre este tema han crecido: ya no se trata solo de detectar trazas químicas, sino de documentar efectos sobre la conducta, fisiología y supervivencia de peces, invertebrados y otros organismos acuáticos.
Cómo llegan las drogas al agua y cómo se miden
Cuando alguien consume un fármaco o una droga, el organismo metaboliza parte de la molécula y la excreta. Esos metabolitos y fracciones inalteradas acaban en el sistema de alcantarillado. Las plantas de tratamiento de aguas residuales están diseñadas para eliminar materia orgánica y patógenos, no necesariamente compuestos farmacológicos de estructuras complejas o a muy baja concentración. Por eso, fracciones de esas sustancias atraviesan el tratamiento y se vierten a los organismos y animales que viven en el agua.
Los sistemas de vigilancia actuales utilizan dos formas complementarias de controlar el estado del agua. La primera es el análisis químico: recoger agua de ríos, lagos o efluentes y buscar trazas mediante técnicas como cromatografía líquida acoplada a espectrometría de masas.
La segunda es la epidemiología basada en aguas residuales (wastewater-based epidemiology, WBE), que analiza la concentración de metabolitos en el agua residual para estimar el consumo comunitario de drogas. Organismos como el Observatorio Europeo de las Drogas y las Toxicomanías (EMCDDA) utilizan esta tecnología para mapear patrones de consumo y detectar picos asociados a eventos concretos (festivales, fines de semana) o las tendencias de consumo según los países.
Esto programas de monitorización han demostrado que en muchas cuencas europeas se encuentran trazas de cocaína, anfetaminas, MDMA, metanfetamina, opioides y una larga lista de fármacos (antidepresivos, analgésicos, ansiolíticos, anticonvulsivantes). Los niveles varían por país, temporada y tipo de cuenca. El valor del WBE es que traslada el dato químico a una estimación del consumo poblacional; por eso los organismos europeos lo usan para seguir tendencias y diseñar políticas de salud pública.
¿Qué efectos tienen sobre la fauna acuática?
Aunque la cantidad de drogas que llega al agua suele ser muy pequeña –medida en nanogramos o microgramos por litro, es decir, cantidades diminutas–, eso no significa que no tenga efectos. Los organismos vivos no siempre reaccionan de forma proporcional a la dosis: incluso una cantidad muy baja puede causar cambios si la exposición se mantiene durante mucho tiempo. Las sustancias que actúan sobre el sistema nervioso, como los antidepresivos o los calmantes, pueden alterar el comportamiento, la reproducción o el metabolismo de peces e invertebrados, aunque estén presentes en el agua en concentraciones casi imperceptibles.
La exposición continua a mezclas de psicofármacos deja una huella profunda en la química cerebral de los peces
Estudios con antidepresivos como la fluoxetina (un ISRS) han mostrado cambios en la conducta sexual, en la agresividad y en la alimentación de los peces que se ven expuestos a estas sustancias en concentraciones ambientalmente relevantes. Los científicos han testado la reacción de peces cebra (cuyas estructuras neurológicas son similares a los humanos), y han demostrado que cuando se les expone a anfetaminas o metanfetamina, su comportamiento cambia: nadan de forma distinta, exploran menos su entorno y su respuesta al estrés se altera. Otros estudios van más allá, y revelan que la exposición continua a mezclas de psicofármacos deja una huella profunda en su fisiología y su química cerebral.
Lo que nos dicen estos hallazgos es que el problema trasciende lo puramente químico; es un problema ecológico. Un cambio pequeño en el comportamiento o la fisiología de un animal puede, con el tiempo, desencadenar efectos en cadena que alteren poblaciones enteras y desequilibren ecosistemas completos.
La situación es aún más compleja si se traslada el problema del laboratorio al mundo real, ya que los ríos no reciben una sola sustancia, sino un cóctel químico (restos de medicamentos, metabolitos, pesticidas, metales…). Y el verdadero peligro está en cómo interactúan estas sustancias. Al combinarse unas con otras, son mucho más tóxicas que cada una por separado. A veces se potencian entre sí, otras se suman, y en ocasiones incluso enmascaran sus efectos, lo que hace casi imposible predecir el riesgo con precisión.
¿Qué soluciones existen?
Hay herramientas tecnológicas capaces de reducir la presencia de estos compuestos en el agua. Las depuradoras pueden incorporar tratamientos avanzados como la ozonización, la filtración con carbón activo, los procesos de oxidación avanzada o el uso de membranas especiales. Estas técnicas permiten eliminar una parte importante de los restos de fármacos que llegan a los ríos y mares, pero implantarlas es aún complejo y sobre todo muy costoso. Requiere rediseñar las plantas de tratamiento, gestionar los residuos que generan y evaluar con cuidado su impacto energético y económico.
Algunos países ya están probando proyectos piloto que aplican estas tecnologías de postratamiento, especialmente en zonas sensibles, para comprobar su eficacia antes de extenderlas a gran escala. Pero avanzar hacia una adopción general necesita planificación, inversión y, sobre todo, un debate público sobre qué prioridades ambientales deben abordarse primero.
Es clave mejorar la monitorización de la contaminación del agua, combinando análisis químicos con indicadores biológicos
También es clave mejorar la monitorización de la contaminación del agua, combinando análisis químicos con indicadores biológicos. A esto se suman otras medidas como reforzar las políticas de recogida y gestión de medicamentos caducados –la llamada «farmacia circular»– e impulsar el análisis de aguas residuales como una herramienta para mejorar la salud pública.
Lo que es evidente es que los sistemas de control del agua no están pensados para este tipo de contaminación. Siguen evaluando las sustancias una por una, cuando el verdadero peligro está en que al agua llegan diferentes tipos de drogas. Adaptar las políticas a esta realidad implica reconocer el coste ambiental que ya están suponiendo y apostar por tratamientos avanzados allí donde el riesgo ecológico sea mayor.
La presencia de drogas y fármacos en ríos y mares nos recuerda que todo lo que hacemos vuelve, de un modo u otro, y de que no se trata solo de ciencia o tecnología, se trata, sobre todo de responsabilidad colectiva.
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