Schopenhauer y el budismo
Para el filósofo alemán, el budismo representaba una confirmación de su propio pensamiento, además de ser una ventana directa a una luminosa espiritualidad que se alejaba del pesimismo europeo.
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Según se cuenta, Arthur Schopenhauer tenía sobre su escritorio –además de un retrato de Kant– una pequeña estatua de Buda. No se trataba de un simple objeto decorativo. Para el filósofo alemán, el budismo representaba una confirmación de su propio pensamiento, además de ser una ventana directa a una luminosa espiritualidad que se alejaba del pesimismo europeo. «Para comprenderme, leed los Upanishads», escribió. En pleno siglo XIX, cuando las filosofías orientales apenas comenzaban a asomar la cabeza por Europa, Schopenhauer fue uno de los primeros pensadores occidentales en tomarlas en serio, es decir, como un sistema perfectamente válido y coherente. El flechazo entre su propio sistema y las enseñanzas del budismo no fue casual: en ambos reconoció una misma lógica del sufrimiento y salida de él.
El filósofo descubrió el pensamiento oriental a través de las primeras traducciones europeas de textos védicos y budistas, que llegaban a Alemania desde Inglaterra y Francia. Estudió las Upanishads y el Vedanta, leyó con atención los sutras budistas traducidos por misioneros y orientalistas, y aprendió, incluso, algo de sánscrito. En las notas que acompañan El mundo como voluntad y representación –su obra capital, publicada en 1818– ya aparecen referencias a conceptos como el nirvana o el samsara. Así pues, mientras la filosofía occidental seguía ensimismada en sus propios debates, Schopenhauer giraba la vista hacia Oriente para encontrar respuestas sobre el dolor, la identidad y la posibilidad de salvación espiritual.
Pesimismo occidental, compasión oriental
El núcleo de su sistema –la idea de que el mundo es una representación ilusoria movida por una voluntad ciega y constante– encuentra un sorprendente eco en el budismo. Para Schopenhauer, todo en la naturaleza está impulsado por una voluntad irracional: una fuerza que nos empuja a desear sin descanso y que, por tanto, nos condena al sufrimiento. Vivimos atrapados entre el anhelo insatisfecho y la insatisfacción que sobreviene tras alcanzarlo. Esa visión, que se aleja del optimismo ilustrado y de cualquier teleología cristiana, coincide con la primera noble verdad budista: vivir es sufrir, y la causa del sufrimiento es el deseo.
En el budismo, el fin del sufrimiento pasa por extinguir el deseo; en Schopenhauer, la redención llega por la negación de la voluntad
Ambos sistemas proponen una solución similar. En el budismo, el fin del sufrimiento pasa por extinguir el deseo. En Schopenhauer, la redención llega por la negación de la voluntad: renunciar a la vida como afirmación constante de uno mismo. Esta supresión del querer se logra, en ambos casos, a través de una vida ascética, del desapego y de una ética basada en la compasión. Para el alemán, esa compasión –la capacidad de identificarse con el sufrimiento ajeno– es el único fundamento posible de una moral auténtica. No se trata de un deber racional, sino de una intuición radical: ver en el otro el mismo dolor que nos habita.
En esta visión ética también hay un paralelo con el budismo. Ambos rechazan la idea de un yo sustancial, estable, separado del mundo. La individualidad es una ilusión; lo que entendemos como «yo» es solo una ficción sostenida por el deseo. Superar ese espejismo –entender que el yo es tan efímero como todo lo demás– es parte del camino hacia la liberación. Para Schopenhauer, negar la voluntad implica también disolver el ego, dejar de vivir como si todo girara en torno a nuestros intereses.
Lejos de apropiarse de los conceptos budistas, Schopenhauer encontró en aquella antigua filosofía una especie de confirmación. No quiso convertirse en discípulo ni hacer sincretismo. Fue, más bien, un lector atento, alguien que vio en los textos budistas la resonancia de una intuición filosófica muy afilada. En una época donde la filosofía europea aún ignoraba Oriente, él trazó un puente. Un puente sobrio, filosófico, riguroso y, sobre todo, revelador.
Un puente entre Oriente y Occidente
La incorporación del pensamiento budista en la obra de Arthur Schopenhauer constituyó una innovación en su propia época, pero también dejó una huella significativa en la filosofía occidental posterior. Su interpretación del sufrimiento como el núcleo de la existencia, su crítica al deseo como motor del dolor y su propuesta de una ética de la compasión resonaron más allá de su propia obra, trazando un camino que otros pensadores recorrerían desde diversas perspectivas.
En Schopenhauer como educador, Friedrich Nietzsche reconoció su deuda con Schopenhauer, al tiempo que se alejaba de su pesimismo y proponía una afirmación más vitalista de la existencia. Sin embargo, incluso en esa oposición persistía una influencia estructural, la de concepción de la vida como algo que debe ser enfrentado con lucidez, sin consuelos metafísicos.
Más allá de Nietzsche, la huella de este encuentro entre pensamiento occidental y budismo puede rastrearse en otros pensadores como Ludwig Wittgenstein, quien leyó con interés tanto a Schopenhauer como a los textos orientales, o Albert Schweitzer, que reconocía en el pesimismo schopenhaueriano un puente hacia una ética universal de la compasión. En el siglo XX, figuras como Thomas Mann o Jorge Luis Borges retomaron el interés por las lecturas budistas y por Schopenhauer. Borges, en particular, dedicó varios ensayos a la obra del filósofo alemán, en la que reconoció claras afinidades con las doctrinas orientales de la vacuidad y la negación del yo. Incluso en la filosofía contemporánea, el eco de esta apertura hacia Oriente persiste. Filósofos como Peter Sloterdijk o Bryan Magee han reconocido en Schopenhauer una figura crucial para comprender el primer gran puente filosófico entre Europa y Asia.
Así, la afinidad de Schopenhauer con el budismo se convirtió en una influencia duradera, que transformó tanto su obra como la sensibilidad filosófica europea. El puente entre Oriente y Occidente tendido por el alemán continúa estable y permite, cada vez, un mayor trasvase de ideas entre ambos sistemas.
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