Salud

«Cada año comemos entre 160 y 240 kg de ultraprocesados por persona»

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31
julio
2024

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Cualquiera que haya intentado descifrar la composición de un producto alimentario (su porcentaje de azúcar o sal, por ejemplo) ha comprobado que, en muchos casos, resulta casi tan complejo como resolver una integral. En otros, cunde el asombro al constatar que el ingrediente estrella del artículo ocupa el último lugar de los componentes y, por tanto, apenas hace acto de presencia. No es asunto menor: la mala alimentación provoca hipertensión, colesterol, diabetes, enfermedades cardiovasculares… La periodista especializada en alimentación y salud Laura Caorsi (Montevideo, 1978) nos ayuda a tener claras algunas cuestiones fundamentales para nuestra salud, nos ofrece algunos consejos para que nuestra compra sea más saludable y nos previene de las tretas publicitarias en su libro ‘Comida fantástica’ (Vergara).


Entre los «alimentos de verdad» y las sustancias comestibles, ¿qué nos jugamos?

La salud. El consumo frecuente y sostenido de ultraprocesados está asociado con patologías tan serias como la obesidad, la diabetes de tipo 2, las enfermedades cardiovasculares o el cáncer, entre otras. Muchas veces no somos conscientes de su impacto porque las consecuencias no son inmediatas, sino que afloran tiempo después. Hoy, en España, la esperanza de vida está por encima de los 80 años; sin embargo, la esperanza de vida con buena salud se sitúa en los 63. Vivimos más que antes, pero también vivimos más años enfermos.

«El consumo frecuente y sostenido de ultraprocesados está asociado con la obesidad, la diabetes de tipo 2, las enfermedades cardiovasculares o el cáncer»

¿Comemos hoy peor que antaño?

Depende. Por una parte, comemos mejor: tenemos mayor disponibilidad de alimentos, mejores técnicas de conservación, opciones saludables y prácticas que nos hacen la vida más fácil, y una mayor seguridad alimentaria. Por otra, asistimos a una avalancha de productos malsanos, de escaso valor nutricional, con un excesivo contenido de grasas, azúcares, calorías y sal. Estos productos tienden a ocuparlo todo, desde la publicidad hasta nuestra dieta; desde el imaginario hasta el ocio. En nuestro país, cada año comemos entre 160 y 240 kilos de ultraprocesados por persona.

Si los ultraprocesados ponen en jaque nuestra salud (hipertensión, diabetes tipo 2, obesidad, hipercolesterolemia…), ¿por qué no se prohíben?

Porque, de manera aislada y puntual, no suponen un problema. Un dónut, un refresco o una bolsa de snacks, por sí solos, no te van a enfermar ni a matar. El problema es la repetición; el hábito. Por eso en los productos insanos solemos ver esa frase de que hay que consumirlos con moderación, en el marco de una dieta variada y equilibrada. De algún modo, se nos delega la responsabilidad: los productos están ahí, abundan, nos rodean y se anuncian con ahínco en todas partes, pero se espera de nosotros una contención y una mesura ejemplares. Y si algo sale mal –como acaba sucediendo, a la luz de cómo han aumentado las tasas de estas enfermedades–, ocurre tiempo después, no hay un único producto al que pedirle explicaciones y se culpa al consumidor por no haber sabido contenerse.

En el libro se afirma que, hace algunas décadas, la normativa alimentaria no estaba muy desarrollada y los alimentos que comprábamos eran más sanos o, por lo menos, menos inicuos que los que se nos ofrecen hoy en día (no había semáforos ni esas tablas nutricionales). ¿Qué ha ocurrido para que este peligro haya colonizado los supermercados?

Hace algunas décadas, lo que había eran alimentos básicos, cosas que sabíamos reconocer, que sabíamos lo que eran, y que requerían de nuestra participación porque había que cocinarlos. Aunque existían chucherías y algunos productos muy procesados, no eran tantos como ahora. Lo que ha ocurrido es que las condiciones de vida han cambiado. Estamos inmersos en una lógica productivista, tenemos menos tiempo y trabajos más precarios. Y, a diferencia de lo que pasaba antes, tenemos la opción de no cocinar. Los platos preparados listos para calentar y comer, o los pedidos de comida a domicilio, son opciones muy tentadoras cuando llegas cansado a casa, cuando no has tenido tiempo de planificar los menús de la semana, o cuando no tienes destreza en la cocina.

«Es imprescindible saber interpretar la información que nos ofrecen los envases y no dejarnos llevar por los reclamos y la publicidad»

Siete de cada diez productos comestibles no se consideran lo suficientemente saludables. ¿Escoger un mercado antes que un hiper («museos contemporáneos de hiperrealidad») nos salva?

El mercado tradicional es una mejor opción porque las cosas que nos ofrece son alimentos básicos poco procesados o sin procesar. Sin embargo, la realidad es que hacemos más del 60% de la compra en los supermercados y las tiendas de autoservicio. Los productos envasados también ocupan un lugar muy destacado en nuestra cesta de la compra. Por tanto, más que evitarlos, tenemos que aprender a relacionarnos con ellos de un modo que sea más beneficioso para nosotros. Ya que vamos a comprar alimentos envasados, es imprescindible saber interpretar la información que nos ofrecen los envases y no dejarnos llevar por los reclamos y la publicidad.

De los 108.578 productos alimenticios diferentes que hay en Europa, ¿cuáles son los más sanos y cuáles hay que desterrar de nuestro Códex Alimentaruis?

Es difícil responder a esto porque esos productos vienen agrupados en 22 categorías y habría que mirar dentro de cada una de ellas para discernir. Por ejemplo, hay más de 6.500 tipos de yogures, nata y leche agria, pero no es lo mismo un yogur natural sin azucarar, que es saludable, que un yogur al que se le han añadido 10 o 20 gramos de azúcar. Resulta más sencillo señalar aquellas categorías donde hay menos productos saludables: los snacks salados, los refrescos y las bebidas energéticas, las galletas y la bollería, los cereales de desayuno, los helados, chocolates y golosinas… También es significativo que, entre esos 108.578 alimentos, haya 10.800 tipos de galletas, dulces y tartas, y solo encontremos 386 frutas y verduras frescas o congeladas, sin procesar. Esa asimetría nos está contando algo sobre el entorno en el que nos manejamos.

¿De qué modo influye el nivel de renta en una alimentación saludable?

Influye de un modo decisivo. La alimentación no puede analizarse adecuadamente si separamos a las personas de sus circunstancias. Tener pocos recursos económicos atraviesa el día a día, determina dónde vivimos, en qué barrio, las opciones que nos rodean, el tiempo que tendremos para dedicar a la cocina y la alimentación, y nuestra mayor exposición a la publicidad de productos malsanos. Los niños y niñas cuyas familias tienen menos recursos comen peor, están más expuestos a la publicidad de comida insana y tienen peor estado de salud. En nuestro país, además de los datos oficiales, hay informes recientes hechos por Unicef, la Fundación Mapfre, la Fundación Gasol o la Fundación Eroski que señalan el estrecho vínculo que existe entre la pobreza y la obesidad. De ahí que exista un término, un neologismo, para hablar de esto: pobresidad.

«Además de los datos oficiales, hay informes que señalan el estrecho vínculo entre la pobreza y la obesidad»

Si se puede vender un aceite sin grasa, o un producto de trufa que no la tiene (salvo el aroma), ¿la legislación vigente es poco estricta, poco detallada, se ha quedado obsoleta?

La legislación vigente en Europa es muy buena, pero tiene margen de mejora. El ejemplo del aceite que mencionas ocurrió en Estados Unidos, donde los valores nutricionales se muestran por ración de producto y donde la ración la define el fabricante. Eso permite hacer muchos trucos de magia. En la Unión Europea, gracias la legislación que tenemos, eso no se puede hacer, aunque sí se pueden hacer otras cosas, como destacar ingredientes cuya presencia es irrisoria o utilizar reclamos de salud en productos que a todas luces son insanos. Después de varios años en vigor, y a la vista de las prácticas de algunos fabricantes, sería deseable repasar lo aprendido e introducir mejoras que beneficien a los consumidores.

Que haya etiquetas en las que uno puede emplear media tarde en ellas para conocer su aporte real de azúcares, sal, etc. ¿No es una perversión?

Sí, lo es. Muchas veces, la información en las etiquetas es el único elemento que tenemos para valorar un producto que no vemos, porque está metido dentro de una bolsa o de una caja. Precisamente por eso, debería ser clara, fácil de leer, con la información jerarquizada. Y, en paralelo, nosotros deberíamos disponer de herramientas para decodificar correctamente todo lo que vemos ahí sin necesidad de descargar aplicaciones o guiarnos por la publicidad. Nos falta alfabetización nutricional.

«Las empresas invierten dos millones y medio de euros al día en anunciar comida»

¿Los aditivos y conservantes son tan dañinos como asegura la creencia popular?

No. En Europa, los aditivos alimentarios se evalúan y analizan de manera permanente. También se establecen unos máximos de seguridad, y estos valores se revisan y modifican de acuerdo a la evidencia científica disponible. Bajo el paraguas de los aditivos caben sustancias muy diferentes, con cometidos también distintos. Si queremos reducir su ingesta, una buena manera de hacerlo es reducir el consumo de ultraprocesados, porque contienen aditivos para mejorar el sabor, la textura o la apariencia; unos aditivos que no agregan valor, como un conservante, por ejemplo, sino que, en rigor, son solamente maquillaje.

¿Hasta qué punto es definitiva la publicidad para esta fantasía alimenticia?

Hasta el punto de que, en España, las empresas invierten dos millones y medio de euros al día en anunciar comida, lugares donde comprarla o sitios donde comer. Si la publicidad no influyese de manera decisiva en nuestra manera de concebir los alimentos y en nuestras decisiones de compra, no se gastaría en ella el doble de lo que destina el Estado para la modernización de las Fuerzas Armadas, como sucede en la actualidad.

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