La república de la que nadie se quiso acordar (hasta que fue tarde)
No todos los días desaparece del mapamundi un territorio del tamaño del estado de Delaware sin que la gente se escandalice en lo más mínimo. Y sin embargo, eso es exactamente lo que acaba de ocurrir: la república de Nagorno Karabaj (o Artsaj) acaba de ser aplastada por quien fuera su enemigo histórico: Azerbaiyán.
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COLABORA2023
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No todos los días desaparece del mapamundi un territorio del tamaño del estado de Delaware sin que la gente se escandalice en lo más mínimo. Y sin embargo, eso es exactamente lo que acaba de ocurrir: la república de Nagorno Karabaj (o Artsaj, para los amigos) acaba de ser aplastada de un pisotón por quien fuera su enemigo histórico: Azerbaiyán.
Nos encontramos en Yereván, capital de Armenia –que también es rival de Azerbaiyán desde tiempo inmemorial– y que hacía las veces de protectora de Artsaj; al menos, hasta que esta se vino abajo definitivamente. He viajado hasta aquí junto al periodista Ignacio de la Cierva para averiguar cómo ha sido posible que las fichas de este tablero geopolítico hayan pasado de un estancamiento que duraba décadas a precipitar sus movimientos de manera súbita.
Gracias a los esfuerzos de nuestros amigos y contactos locales, Ignacio y yo logramos movernos por ministerios, bases y campos de refugiados, y podemos empezar a recomponer las piezas de este complejo puzzle caucásico.
Todo comenzó en 1922, el año en que se formó la URSS. Los bolcheviques acababan de izar la bandera roja sobre la agreste Transcaucasia (o lo que es lo mismo, el Cáucaso Sur). Viendo qué territorios entrarían dentro de cada una de las nuevas repúblicas soviéticas, el probo Comisario para las Nacionalidades determinó que Nagorno Karabakh, pese a estar mayoritariamente poblada por armenios, habría de integrarse en la República Soviética de Azerbaiyán; así se ganaría el favor de los azeríes, o quizá pensó que dividir a la etnias locales en porciones facilitaría su control. Aquel Comisario para las Nacionalidades era un hombre llamado Iósif Stalin.
Pasó el tiempo y los armenios de Nagorno Karabaj vivieron dosis considerables de discriminación por parte del gobierno azerí. El yugo de la dictadura moscovita, aun así, impedía las manifestaciones de descontento. Pero todo eso cambió a finales de los ochenta, cuando las repúblicas soviéticas fueron cayendo e independizándose de Moscú a golpe de manifestación multitudinaria. Nagorno Karabaj vio la oportunidad y exigió fusionarse con su madrina étnica, Armenia.
Casi 30.000 personas perdieron la vida y más de un millón de refugiados habrían de abandonar sus hogares en la guerra de 1992
Esto dio el pistoletazo de salida para una espiral de pogromos y persecuciones entre azeríes y armenios que derivó en una guerra a gran escala entre Armenia y Azerbaiyán para el año 1992. Casi 30.000 personas perdieron la vida y más de un millón de refugiados habrían de abandonar sus hogares antes de que se firmara un alto el fuego dos años después. Para cuando llegó este, los armenios habían logrado imponerse claramente en el territorio de Nagorno Karabaj, expulsado a sus enemigos y fundado una república apadrinada por Armenia llamada Artsaj. No solo eso. Habían logrado conquistar un buen puñado de provincias azeríes, que fueron rápidamente integradas en Artsaj. La Asamblea General de la ONU frunció el ceño, y la nueva república no obtuvo el reconocimiento internacional de ninguna nación; ni siquiera el de la propia Armenia.
En Azerbaiyán, aquella derrota le costó el cargo el presidente Abulfaz Elchibey, que fue rápidamente apartado de un codazo por el antiguo líder del país (y antiguo jefe de la KGB azerí), Heydar Aliyev. En la línea de frente, por el contrario, las cosas se estabilizaron relativamente. Hace diez años, tuve la oportunidad de visitar las trincheras en Artsaj; de nuevo, junto a Ignacio de la Cierva. Allí, bajo el sol de junio, la vida transcurría en una suerte de calma tensa, con los soldados que poblaban las trincheras teniendo cuidado de no ponerse a tiro de los francotiradores enemigos –que se cobraban ocasionalmente alguna pieza que otra–, mientras se guardaban de otras amenazas como las serpientes y las minas antipersona.
A lo largo de las décadas, nunca se llegó a firmar una paz como tal. Las tentativas diplomáticas fracasaban dado que ninguna parte quería ser la primera en ceder. Las grandes potencias se frustraban: George W. Bush, aparentemente, dijo que «no quería escuchar nada más sobre el tema» después de una cumbre fracasada en 2001.
Sin embargo, pasó el tiempo y el estatus internacional de Azerbaiyán creció inexorablemente, bañado en el oro negro y el gas que exportaba hacia el extranjero. Aparte de tener amigos poderosos como Turquía (su madrina oficial) o Israel (que le vendía armamento), la invasión de Ucrania en 2022 agitó el tablero hasta cambiar la colocación tradicional de sus piezas. Fue el caso de Rusia, que se erigía como el protector de Armenia (y de todo el Cáucaso en general) desde que firmara una alianza regional en 1992; aunque eso no impedía que le vendiera armas tanto a Armenia como a Azerbaiyán. En todo caso, cuando Occidente aplicó sus sanciones económicas, Moscú se vio necesitada de la conexión comercial azerí, y sus lealtades empezaron a volverse difusas. Irónicamente, además, el boicot de la Unión Europea al gas ruso hizo que esta hubiera de buscarlo en otro lado; y Azerbaiyán, astuta y solícitamente, no tardó en rellenar el hueco.
Al cambio de postura de los rusos ayudó también el hecho de que el gobierno armenio favorable al Kremlin cayera en 2018 tras la llamada Revolución de Terciopelo, pacífica y ciudadana, que hizo ganar las elecciones al periodista y activista Nikol Pashinyan, un hombre que buscaría cortar los lazos incómodos con Moscú, declarando que la dependencia de Rusia era «un error estratégico». Pashynian enfureció al Kremlin enviando ayuda humanitaria a Ucrania y ratificando su lealtad a la Corte Penal Internacional, que andaba detrás del líder ruso a cuenta de sus excesos contra la población civil ucraniana.
De este modo, a Armenia solo le quedaban las simpatías políticas de Francia y del Congreso de EE.UU. (que no necesariamente de la Casa Blanca, más preocupada por mantener la amistad de Turquía). Esto se explicaba por el hecho de que la ingente diáspora armenia –que engloba a nueve millones de personas frente a las casi tres que viven dentro de la propia Armenia– está asentada en su mayoría en Rusia, EE.UU. y Francia. Aparte de esto, Armenia solo podía recurrir a las armas que le vendía la India y a una alianza algo controvertida con la República Islámica de Irán. Y esto era preocupante para Artsaj, dado que seguía dependiendo de Armenia para su defensa y abastecimiento.
Tantos años después, sería el dictador azerí Ilham Aliyev, hijo de Heydar, el que resolvería la cuestión por las bravas. «Nuestra triste historia empezó en 2020», recordaría un antiguo guerrillero de Artsaj que fue movilizado por segunda vez. Después de un breve intercambio de disparos que Bakú utilizó como pretexto, los defensores de Artsaj se vieron sometidos a una cortina implacable de fuego artillero que llegó a alcanzar edificios civiles; guiada en muchos casos por los flamantes drones comprados por los azeríes a turcos e israelíes. En ocasiones, los propios drones hacían de kamikazes explosivos. El resultado fue que las defensas quedaron hechas jirones, y Azerbaiyán no solo recuperó las provincias perdidas en los noventa sino que tomó Shusha, la segunda ciudad más grande de Artsaj.
Fue entonces cuando intervinieron los rusos: mediaron para lograr un alto el fuego (tras un mes de guerra que dejó miles de muertos), e introdujeron en el lugar un contingente de tropas de paz; tropas más bien inefectivas, dado que Moscú ya se había acercado a Azerbaiyán y distanciado de Armenia lo suficiente como para que su acción no fuera particularmente neutral.
En 2022, Bakú cortó la carretera que conectaba Artsaj con Armenia y sumió a la pequeña república montañosa en un bloqueo asfixiante durante diez meses
De cualquier forma, la debilidad de Armenia era ya cosa probada, y Bakú no tardó en aprovechar para rematar la tarea. A pesar de los intentos del armenio Pashinyan por ganar tiempo y calmar las aguas, en diciembre del 2022, Bakú cortó la carretera que conectaba Artsaj con Armenia y sumió a la pequeña república montañosa en un bloqueo asfixiante durante diez meses. Los rusos, pese a todos los compromisos que habían firmado, no movieron un dedo para impedirlo.
El 19 de septiembre del 2023, Azerbaiyán volvió a avanzar con sus tropas. La ofensiva no duró más de un día. Artsaj hubo de rendirse, y los invasores la disolvieron oficialmente. No hubo guerrillas, algo que sorprendió al asesor del gobierno armenio Richard Giragosian, cuando fue entrevistado por The New York Times: «Pensaba que se echarían al monte». Pero lo cierto es que el ejército azerí era indiscutiblemente superior, no había posibilidad de solicitar refuerzos externos (ni de Armenia ni de cualquier otro lugar del mundo) y, ante todo, aquellos meses de privaciones habían hecho mella en la moral de los residentes.
Recordando las matanzas étnicas de los ochenta y noventa, el pánico cundió ante el avance del enemigo. El jefe de una aldea le advertía a sus compatriotas que los «turcos» –como se llama a los azeríes de forma despectiva– venían allí para «matar niños». Otros podían ser más templados, pero estaban igualmente convencidos: el antiguo guerrillero se reunió para discutir los acontecimientos con un amigo que era nada menos que ministro de Artsaj, y este le insistió en que debía abandonar el lugar.
Más de 100.000 artsajis emprendieron la larga marcha del refugiado. Uno de ellos aseguraba que apenas tuvo 15 minutos para preparar la evacuación, metiendo apenas unas camisas y los negativos de las fotografías del álbum familiar; atrás quedaban su casa, su jardín y sus colmenas de apicultor. Los soldados azeríes entraban ya en la zona. De hecho, su convoy fue detenido, y tres refugiados arrestados allí mismo. Por su parte, él había tomado precauciones: antes de partir, había quemado casi un centenar de cassettes llenas de filmaciones caseras desde los ochenta hasta la actualidad. El dictador azerí, mientras tanto, declaró que la población local podía «respirar tranquila», pero su gobierno no tardó en anunciar que repoblaría la zona con azeríes.
Los apetitos de Azarbaiyán, aun así, no parecen haberse saciado: los ojos de Bakú se han posado en una estrecha franja de tierra armenia, el «corredor de Zanzegur», que le serviría para conectar Asia e Irán con su propio territorio y el turco, con las ventajas que ello conllevaría en términos de comercio y construcción de gasoductos. Pero mientras se decide si los azeríes lo tomarán por la fuerza o si, por el contrario, Pashinyan se avendrá a negociar –algo que parece preferir–, parece evidente que, en la pugna histórica entre Armenia y Azerbaiyán, los azeríes han quedado campeones mientras que Artsaj se ha convertido en la gran perdedora de esta historia.
En la pugna histórica entre Armenia y Azerbaiyán, los azeríes han quedado campeones mientras que Artsaj se ha convertido en la gran perdedora
El paisaje que vemos por la ventanilla del coche se ha tornado agreste; casas de cemento en carreteras sin asfaltar. No hacía ni una hora que Ignacio y yo éramos recibidos por el alcalde de la población en una sala enorme, espesa con los vapores del incienso, donde degustábamos tartas y café ante una mesa gigantesca y llena de flores. Ahora, nos conducen en medio de la noche a hablar con un hombre de aspecto abatido, acompañado de su familia, o al menos de lo que queda de ella.
Es un refugiado artsají. El día de la invasión, tuvo la fortuna de recibir la orden de retirada a tiempo. Sus hijos no tuvieron tanta suerte. Dos de ellos murieron cuando un misil aterrizó en su escuela; el hombre que acudió a rescatarlos fue abatido por un francotirador. En el patio de la casa, otro de sus hijos juega con un coche; aún pueden verse las cicatrices de la metralla en su cabeza.
Los habitantes de Artsaj no tienen ahora más remedio que encogerse de hombros mientras son relocalizados por el gobierno armenio en escuelas y gimnasios abandonados. Se preguntan si será posible volver algún día a sus casas. Ante todo, se preguntan por qué nadie quiere acordarse de ellos; por qué su tragedia, al contrario que la de otros, no rellena discursos grandilocuentes, columnas dominicales o publicaciones en redes sociales. Y es que los refugiados de Artsaj pertenecen a la categoría más amarga dentro de los pueblos derrotados; la de los pueblos olvidados.
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