Siglo XXI

China, Estados Unidos y la batalla por los chips

Durante los inicios de la pandemia, el gran problema de los microprocesadores era su escasa producción. La cuestión, sin embargo, era más compleja: lo que en realidad está en juego es quién tiene el control sobre esta tecnología.

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10
febrero
2023

No se les ve y, sin embargo, son una pieza fundamental de cada vez más elementos de la vida cotidiana: los microprocesadores están en todas partes y son la base del hardware que permite que funcionen desde el ordenador hasta el smartphone, pasando por el robot aspirador o incluso la lavadora. En las entrañas de cada vez más cosas están los chips, y es precisamente esa presencia fundacional lo que los ha acabado convirtiendo en uno más de los peones del tablero de la geopolítica mundial.

Durante los primeros tiempos de la pandemia del coronavirus, se fueron sucediendo los problemas de stock a nivel global. Uno de ellos fue el de la ausencia de chips. Al parón en la producción por la caída de la demanda se había sumado el freno que imponía el hecho de tener que implantar medidas de cuarentena y separación de los trabajadores. De pronto, el mercado tenía menos microchips de los que necesitaba para suplir toda la demanda, lo que llevó a que productos como ordenadores o videoconsolas no solo subiesen su precio, sino que también se volviesen más escasos y difíciles de conseguir.

Este vacío abrió igualmente un debate: ¿cómo, dónde y quién fabrica esas piezas básicas de la tecnología? Las grandes promesas de inversión en fábricas de chips se sucedieron en múltiples países (e incluso en la Unión Europea), insistiendo en que no debería volver a pasar algo así.

Estados Unidos impuso este otoño las limitaciones más duras en exportación a los microprocesadores

Aun así, la cuestión era ya mucho más compleja. Las grandes potencias llevan unos cuantos años sumidas en la «guerra de los chips», una batalla diplomática, política y –sobre todo– tecnológica en cuya esencia está la gran cuestión de quién controla la producción tecnológica y qué es lo que esto permite. Y aunque los grandes nombres de esta batalla son los de Estados Unidos y China –la esencia de su enfrentamiento ya se pudo ver hace unos años en todo el affair Huawei–, el alcance de la guerra va mucho más allá. Japón, Holanda o la Unión Europea ya se han posicionado, mientras que otros países como Corea del Sur se han convertido en daños colaterales en esta batalla por la innovación.

De hecho, la UE acaba de aprobar su Reglamento sobre chips –conocido por su nombre en inglés, la Chips Act–, que busca «reducir la dependencia de los agentes extranjeros y las vulnerabilidades de la UE». Ahora mismo, la Unión solo tiene el 10% de la cuota global de producción de microchips, un mercado que se prevé que se duplique de aquí a 2030. La nueva normativa, por tanto, quiere lograr un nuevo potencial en autoabastecimiento y resiliencia ante los problemas de suministro, pero también pretende alcanzar «la soberanía tecnológica de la UE».

En cierto modo, este punto final es esencial para entender dónde y por qué empieza este enfrentamiento global. Hasta no hace tanto, el mercado de los chips estaba lanzado a una batalla por lograr hacerlos cada vez más pequeños y eficientes –es lo que se conoce como la ley de Moore– y Estados Unidos diseñaba, las industrias taiwanesas fabricaban y China ensamblaba. Sin embargo, el equilibrio en este proceso se ha roto y no solo por las tensiones y promesas de los últimos años de fabricar más cerca o con más control sino porque los chips no solo se ponen en lavadoras o smartphones: son una pieza de innovación fundamental. En un mundo cada vez más dependiente de la tecnología, tener el control de esas herramientas se ha convertido casi en una potencial arma de guerra.

Y ahí es donde ha empezado el tira y afloja por quién tiene acceso a qué. Como explican los analistas de Bloomberg, la guerra de los chips tiene varias caras: por un lado, crear fábricas productivas de esta tecnología es complicado (son caras y tardan tiempo en ser rentables); por otro, los microprocesadores están en todas partes y se han convertido en una pieza de control.

Por eso, Estados Unidos ha impuesto este pasado otoño las limitaciones más duras en exportación a los microprocesadores, limitando lo que sus empresas y ciudadanos pueden compartir con China en este terreno. No es que les preocupe que las entrañas de la lavadora no sean un producto de proximidad, sino más bien lo que China podría hacer con todo ese conocimiento tecnológico.

Se trata de un golpe importante: como explica a la BBC el analista de Trivium China, Linghao Bao, «el talento es muy importante en este terreno. Si miras los ejecutivos de las compañías de semiconductores de China, muchos de ellos tienen pasaportes estadounidenses, han sido educados en Estados Unidos y tienen green cards». Algo similar opinaba Chris Miller, autor de Chips War, en El País: «Es la expansión más dramática de los controles de exportación norteamericanos en mucho tiempo. El acceso a semiconductores avanzados es un medio para controlar qué países pueden construir los centros de datos más modernos, que serán cruciales no solo para la inteligencia artificial en aplicaciones comerciales, sino que también darán forma al equilibrio militar entre Estados Unidos y China». Estados Unidos, de momento, parece estar ganando la partida.

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