Los profesionales del odio
Antes, el perfil de un ‘hater’ era muy homogéneo: jóvenes con mucho tiempo libre, anónimos y con un discurso plagado de mensajes irreverentes. Ahora, son usuarios de todas las edades sembrando odio con foto, nombre y apellidos: el objetivo no es otro que defender unas ideas de las que están lo suficientemente orgullosos como para firmarlas con su identidad, aunque atenten contra alguien.
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Como si de un hormiguero se tratase, internet está repleto de intrincados laberintos en los que se esconden personas que han convertido la crítica en su oficio a tiempo completo. La remuneración no es económica, sino psicológica: obtienen placer de la disidencia, aunque a veces sus eternas protestas se sustentan sobre argumentos tan débiles como un castillo de naipes. No les importa porque se aferran a la sesgada creencia de que la mayoría de la población es ignorante salvo ellos, que tienen la verdad absoluta. ¿Su labor? Difundirla a toda costa, a menudo con insultos de por medio.
E los albores de internet, el perfil de un hater era muy homogéneo. Se trataba de jóvenes con mucho tiempo libre, un perfil completamente anónimo y un discurso plagado de mensajes provocadores, polémicos e irreverentes. A día de hoy, podemos encontrarnos a usuarios de todas las edades sembrando odio con foto, nombre y apellidos. Esto es un indicativo de que, como ya vaticinábamos, el objetivo actual no es sembrar el caos, sino defender unas ideas de las que están lo suficientemente orgullosos como para firmarlas con su identidad. El problema es que, en esta lucha en pro de su verdad, se atenta contra la libertad del prójimo.
Si subes una foto romántica de vacaciones, el profesional del odio apretará el gatillo ipso facto. «A ella se le ve gorda y a él calvo», comentará como quién opina mientras lee una revista del corazón, «y vaya mierda de destino para irse de viaje», puntualizará. Estamos ante uno de los rasgos definitorios de este grupo social: anteponer la crítica a la empatía, una tendencia que a menudo se matiza con eufemismos como «no lo digo a malas», «no te lo tomes a mal, pero…» o «es que te ofendes por todo».
El profesional del odio disfruta yendo a contracorriente, pero la tendencia a protestar no es algo exclusivo a su persona sino el resultado de un fenómeno común: la reactancia psicológica
En un intento de explicar este comportamiento, el psicólogo John R. Schafer afirma que «no todas las personas inseguras odian, pero todos los que odian son personas inseguras». Este resentimiento se materializa en una disconformidad hacia todo y hacia todos que se suma al narcisismo propio de quien cree poseer la razón perpetuamente. Pero ¿cómo puede convivir la baja autoestima con la egolatría? Con mucho malestar. Al fin y al cabo, reconocer que no tienes razón o que envidias la despreocupada vida del que publicaba aquella foto de vacaciones implica admitir tus vulnerabilidades.
El profesional del odio disfruta yendo a contracorriente, pero la tendencia a protestar no es algo exclusivo a su persona sino el resultado de un fenómeno común a la mayoría de la población: la reactancia psicológica, un estado que surge cuando vemos nuestra libertad amenazada. Eso es precisamente lo que ocurrió cuando se nos obligó a ponernos una mascarilla para evitar los contagios de coronavirus: cuando la corriente social nos intenta aprisionar –aunque sea por un bien común–, se activa la reactancia y se aviva el odio.
Si a este cóctel le añadimos una pizca de fanatismo ideológico, obtenemos un explosivo que el hater lanza para dañar a otros pero que a largo plazo sólo le destruye a él. Y como si de un escudo se tratase, la disidencia se convierte en parte de su identidad. Paradójicamente, los profesionales del odio disfrutan perteneciendo a un movimiento colectivo, por ejemplo, la militancia política a través de las redes sociales, pero a la vez defienden tener un pensamiento único.
Paradójicamente, disfrutan perteneciendo a un movimiento colectivo, pero a la vez defienden tener un pensamiento único
Esta pertenencia grupal es clave para entender su comportamiento. Aunque un hater afirma actuar por principios, como el antihéroe que protege la ciudad en las sombras por encima del bien y del mal, lo cierto es que es muy dependiente de la aprobación social. Los me gusta se convierten en pequeñas palmaditas en la espalda, un refuerzo social fundamental para que el odio haga metástasis en redes. También se alimentan del rencor ajeno: cuando su mensaje controvertido provoca una reacción en los demás, han cumplido su cometido.
El mejor antídoto contra el odio en redes es la extinción psicológica, es decir, ignorar el insulto gratuito y la provocación soez para que acabe muriendo de inanición. Desgraciadamente, esta tarea cuesta porque, en realidad, todos somos amateurs del odio: nos gusta tener razón y nos alimentamos de la aprobación social, aunque para obtenerla nos adentremos en debates absurdos.
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