El yihadista oculto
Ayman al-Zawahiri, radicalizado a mediados del siglo XX con el objetivo de derrocar al gobierno egipcio, se sumó a la banda dirigida por Bin Laden para parasitar sus recursos. Pronto, sin embargo, se haría patente su principal habilidad dentro de la banda: la manipulación. Hoy, su muerte descabeza una de las bandas terroristas más sanguinarias de la historia.
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Pocos conocían bien a Ayman al-Zawahiri, el avejentado número uno de Al Qaeda que fue abatido en su refugio afgano por un dron estadounidense el día 31 de julio. Este veterano yihadista, de barba canosa, gafas gruesas y turbante invariablemente blanco, era notablemente reacio a exponerse a la opinión pública; tanto como su antiguo jefe, Osama bin Laden, había sido propenso a ello.
En términos religiosos, Al-Zawahiri no era un musulmán cualquiera. Era un fundamentalista, es decir, un partidario de dejar atrás los preceptos del islam medieval clásico –que implicaban pactar con otras religiones y absorber los cultos locales de cada región– para predicar un nuevo tipo de ideología religiosa tan excluyente y conservadora que rechazaba la música, el alcohol, los cigarrillos, la televisión y, por descontado, cualquier participación de la mujer en la vida pública. Lo que es más: era yihadista. Los fundamentalistas se dividen entre aquellos que buscan alcanzar el poder por la vía democrática para cambiar la constitución de turno (los islamistas) y aquellos que desprecian a los primeros y prefieren recurrir a la vía armada (los yihadistas). Zawahiri, como es evidente, pertenecía a estos últimos.
Su familia nunca compartió aquellas fobias. Como ocurría con tantos otros líderes de Al Qaeda, Zawahiri venía de la clase media-alta (egipcia, en este caso), y sus padres no hacían gala de ningún tipo de radicalismo religioso. Pero el Egipto de finales de los sesenta vivió una gran sacudida social cuando el gobierno dictatorial de Gamal Nasser se lanzó a una guerra contra Israel –acompañado por otros países árabes– para perderla en apenas seis días. Ocurrió en 1967, y muchos jóvenes, Zawahiri entre ellos, se vieron abandonados por Dios y rabiaron contra la ideología laica y pseudo-socialista del régimen, poniendo sus esperanzas en la construcción de un Egipto teocrático.
Zawahiri predicaba un nuevo tipo de ideología religiosa tan excluyente que rechazaba la música, el alcohol, los cigarrillos e incluso la televisión
El fundamentalismo como tal llevaba apenas unas décadas tratando de abrirse hueco en el mundo, y el yihadismo, a su vez, solo contaba con tres años de antigüedad. Había sido teorizado por el profesor Sayyid Qutb, que logró justificar lo que por aquel entonces estaba terminantemente prohibido por la religión musulmana: alzar las armas contra otros correligionarios. Qutb fue ahorcado en 1966 y al-Zawahiri, cuyo tío había sido el abogado del célebre profesor, encontró un mártir al que seguir. No sería el único joven egipcio que lo hiciera.
Fue así como, a partir de la debacle de 1967, comenzaron a formarse en Egipto pequeños grupos de adolescentes devotos que conspiraban para derrocar al régimen, si bien de forma más bien inofensiva. La mayoría se disolvió al abandonar el instituto, pero el grupo de Zawahiri pervivió –tenía unas dotes indiscutibles como organizador– y acabó uniéndose con otros para formar una banda llamada Yihad Islámica Egipcia que buscaba dar un golpe de Estado.
El momento en que Zawahiri se decidió a derramar sin reparos la sangre de sus enemigos, no obstante, llegaría mucho más tarde, en 1981. Para entonces, Zawahiri era un doctor titulado: no pocos yihadistas salían de las facultades de ingeniería o medicina. Ese mismo año, las intentonas yihadistas, que hasta entonces habían consistido en secuestros o intentos de magnicidio más bien chapuceros, lograron un triunfo mayúsculo: el presidente Sadat, el sucesor de Nasser, fue acribillado a tiros en medio de un fastuoso desfile militar junto con una decena de próceres por tres terroristas vestidos de uniforme que saltaron por sorpresa de uno de los vehículos blindados. La respuesta del gobierno fue brutal. Zawahiri, como muchos otros fundamentalistas, fue encerrado en la temida prisión de La Ciudadela, que dominaba las alturas de El Cairo. A pesar de no haber participado en el atentado, fue torturado sin compasión mediante palizas y electricidad. Vivió epifanías religiosas en medio de su tormento. Cuando fue liberado al fin en 1984, huyó rápidamente a un país cuyos habitantes habían desplegado una ferocidad contra el invasor que Zawahiri había llegado a admirar: Afganistán.
En 1981 el presidente Sadat, el sucesor de Nasser, sería acribillado a tiros en medio de un fastuoso desfile militar
Las tribus afganas llevaban tiempo combatiendo al gobierno comunista de Kabul. En concreto desde el verano de 1978, mucho antes de que Estados Unidos aceptara apoyarlas con armas (orden que sería firmada por Jimmy Carter el 27 de diciembre de 1979). Los comunistas afganos habían masacrado a unas 30.000-50.000 personas en apenas año y medio en su intento por imponer un ambicioso plan de reformas sociales –amén de matarse continuamente entre ellos– y los soviéticos, que temían perder su influencia allí si los rebeldes se imponían, acabaron hartándose de aquel descontrol: en la Navidad de 1979 invadieron el país, hicieron asesinar al presidente comunista Hafizullah Amin e instauraron un gobierno títere. Las tribus afganas pasaron entonces a luchar contra los soviets.
En medio de aquella interminable guerra civil, un pequeño batallón de árabes –minúsculo pero bien publicitado– se desplegó para auxiliar a las guerrillas afganas. Fue allí donde se encontraron Osama bin Laden y Ayman al-Zawahiri. Bin Laden era hijo del principal magnate de la construcción de Arabia Saudí y, como ocurriera con Zawahiri, no se había radicalizado por influencia familiar, sino durante su paso por el instituto. Pronto hizo buenas migas con el doctor, quien, por su parte, solo buscaba aprovecharse de los recursos de Bin Laden para satisfacer su vieja obsesión: derribar al gobierno egipcio.
A partir de entonces, Zawahiri le manipuló a su conveniencia, operando siempre en la sombra. Cuando Bin Laden fundó Al Qaeda en 1988 para exportar la yihad y su mentor, Abdullah Azzam, se opuso, fue Zawahiri quien, con toda probabilidad, hizo saltar a este último por los aires. Cuando Bin Laden trasladó la banda a Sudán, un paraíso notorio para organizaciones terroristas, fue Zawahiri el que se dedicó a lanzar ataques transfronterizos contra Egipto hasta que el gobierno sudanés se cansó de aguantar presiones diplomáticas y expulsó al grupo (quedándose, de paso, con todas las propiedades de Bin Laden).
Al Qaeda volvió a Afganistán en 1996, poco antes de la llegada de los talibanes al poder. Fue el año en que Bin Laden revolucionó el curso de la yihad. En vez de atacar a los gobiernos árabes, anunció, había que atacar a los países occidentales que los apoyaban económicamente hasta que dejaran de hacerlo. Había nacido la «teoría del enemigo lejano». Zawahiri se vio obligado a apoyarla. Había tratado de probar suerte lejos de Bin Laden, que ya se había hartado de sus intrigas, pero finalmente se resignó a acompañarle en su periplo: a fin de cuentas, necesitaba su dinero.
Tan solo una decena de yihadistas tendría conocimiento del ataque contra Estados Unidos
Al Qaeda, mientras tanto, pasó a revelar su verdadero rostro. Si hasta entonces se limitaba a apoyar a otros terroristas, en ese momento, a finales de los noventa, comenzó a perpetrar su propia y estremecedora escalada de atentados. Voló embajadas americanas en Kenia y Tanzania en 1998 y hundió un destructor americano en el puerto yemení donde repostaba, en octubre del 2000.
Cuando llegó el momento de preparar los atentados del 11-S –que Bin Laden había rechazado en un principio pero que aprobó finalmente en 1998–, los organizadores quisieron maximizar el secreto operativo a fin de evitar filtraciones. Tan solo una decena de yihadistas tendría conocimiento del plan, aunque el rumor de un ataque inminente contra Estados Unidos era común en los campos de entrenamiento. Zawahiri, al contrario de lo que han afirmado estos días muchos periodistas, nunca fue uno de los organizadores. Estos temían su posible rechazo, o quizá su indiscreción. Bin Laden, de hecho, esperó astutamente a que Zawahiri fusionara su antigua banda egipcia con Al Qaeda en junio de 2001 –dado que la primera había quedado muy debilitada tras perpetrar en Luxor una impopular carnicería contra turistas en 1997– antes de informarle sobre lo que estaba a punto de ocurrir.
Cuando los aviones de Al Qaeda se abatieron sobre América, Zawahiri se encontró con una situación difícil. La banda se veía acosada repentinamente por todos los frentes. Al Qaeda solo podía franquiciarse con grupos yihadistas locales para aparentar una fuerza que perdía a chorros. Así lo hizo, por ejemplo, con la banda «Monoteísmo y yihad» (rebautizada como «Al Qaeda en Irak») o el Grupo Salafista para la Predicación y el Combate (ahora «Al Qaeda en el Magreb»).
Fue precisamente Al Qaeda en Irak, un grupo que superaba en fuerza y popularidad a la propia Al Qaeda, la que muy pronto comenzó a dar verdaderos quebraderos de cabeza. Para desesperación de Bin Laden, masacraba a grandes cantidades de civiles chiíes, que conformaban una secta minoritaria dentro del islam. En 2006, el grupo se renombró como Estado Islámico de Irak (por sus siglas, el ISI).
Faltaba una última «S» para que aquel acrónimo se transformara en el ISIS, lo que ocurrió en 2013. El ISI iraquí había enviado un grupo expedicionario para participar en la guerra civil de Siria, una brigada llamada «Al-Nusra». Celoso de los éxitos militares de Al-Nusra, el ISI exigió en mayo fusionar ambos grupos en una nueva banda: el ISIS, añadiendo la «S» de al-Sham, «Levante».
Para entonces, Bin Laden había muerto abatido por las balas de un comando de Navy SEALS en su refugio de Abbottabad. Fue Zawahiri, como nuevo líder de Al Qaeda, quien tuvo que encargarse de arbitrar esta disputa entre yihadistas. Y fue entonces cuando cometió un grave error. Celoso del poder creciente del ISI, apoyó a Al-Nusra. De nada le sirvió. Las fuerzas del ISIS, cuyos líderes se habían preparado desde hacía tiempo para aquel enfrentamiento previsible, declararon la guerra a Al Qaeda y engulleron el territorio de sus rivales, construyendo un delirante «califato» que se extendió por Siria e Irak. Al Qaeda (y con ella al-Zawahiri) habían sido relegados a la trastienda de la historia.
Solo su muerte, chocante porque rompía la racha de suerte y habilidad con la que el doctor había logrado esquivarla hasta entonces, volvería a poner el nombre de Ayman al-Zawahiri bajo los focos. Unos focos que, precisamente, había tratado de evitar durante toda su vida.
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