La revolución de los accionistas
La sostenibilidad ha entrado de lleno en los mercados bursátiles y financieros hasta el punto de dictar las estrategias de inversión de las compañías de todo el mundo. Pero ¿cómo han llegado las finanzas sostenibles a convertirse en el Santo Grial de los accionistas? Y más importante aún, ¿cómo conviven hoy capital y sostenibilidad?
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Hace 52 años, un artículo de Milton Friedman, economista y máximo representante de la escuela de Chicago, marcaba el rumbo que tomarían los negocios en el mundo occidental a lo largo de las siguientes décadas. En aquel texto, publicado bajo el significativo título de La responsabilidad social de las empresas es incrementar sus beneficios, este gurú del capitalismo más descarnado sostenía que el único propósito que debía guiar las actuaciones empresariales era el de maximizar sus ganancias y que los únicos límites eran los establecidos por la ley. Así, mientras los directivos se atuvieran a las reglas del juego, cualquier acción estaría justificada, aunque esta implicara atentar contra los intereses de algún colectivo concreto o del medio ambiente.
Con esta tesis, Friedman –que recibió el Premio Nobel de Economía cuatro años después, en 1976– exoneraba al mundo corporativo de toda responsabilidad ajena al cuidado de la propia cuenta de resultados. Y no solo eso: de alguna forma aseguraba que la mejor manera que las empresas tenían de contribuir al bien común y de practicar esa responsabilidad social que ya entonces algunos reclamaban era, precisamente, asegurándose de que sus accionistas recibían los mayores dividendos posibles a cambio de sus acciones. De esta manera, defendía, los beneficios se traducirían en mayores índices de empleo, flujos económicos más dinámicos y mejores niveles de competencia.
La crisis económica de 2008 fue un meteorito que puso al descubierto las grietas de un sistema que ponía todos los huevos en la cesta del bienestar del shareholder (accionista) e ignoraba al stakeholder (grupo de interés). De aquellos polvos estos lodos, y hoy las empresas han tenido que revisar en profundidad su lista de prioridades y empezar a mirar con más detenimiento los efectos que sus actividades tienen, no solo en su valor bursátil, sino en sus empleados, clientes y proveedores, en las administraciones y reguladores, en su comunidad y en el planeta.
«Los intereses que incentivan a los accionistas de una compañía son principalmente de rentabilidad, pero cada vez más hay una sensación de que es necesario pedir a las empresas otras aportaciones que tienen que ver con no dañar el medio ambiente o con seguir unos principios de equidad», resume Jesús Mardomingo, director del Área de Sostenibilidad e Innovación del Instituto de Estudios Bursátiles (IEB).
La necesidad de cambiar de modelo fue refrendada en 2019 por la Business Roundtable, la organización que aglutina a los presidentes de 181 de las mayores corporaciones de Estados Unidos, entre las que se encuentran Amazon, Xerox, Apple, At&T, Ford o JP Morgan Chase. La institución, que desde su fundación en 1978 se había alineado con las doctrinas de Friedman, sorprendió al mundo entero con una declaración en la que aseguraba abandonar la trinchera del culto al beneficio y abrazaba públicamente los pronunciamientos de la responsabilidad social corporativa. «Los principales empleadores están invirtiendo en sus trabajadores y comunidades porque saben que es la única forma de tener éxito a largo plazo», declaraba entonces Jamie Dimon, presidente de JP Morgan Chase y de la Business Roundtable.
Un año después, los mercados financieros siguieron esa misma estela. El portavoz fue Larry Flink, CEO de BlackRock, la mayor gestora de fondos de inversión del mundo, quien, en su carta anual a los altos ejecutivos del mundo –misiva con la que afina el tono de las inversiones que se desarrollarán durante el ejercicio entrante–, afirmaba que «una empresa no puede lograr beneficios a largo plazo sin contar con un propósito y sin tener en cuenta las necesidades de un amplio elenco de partes interesadas». Y una de esas partes interesadas es, precisamente, la sociedad en su conjunto, que también parece exigir una transformación del sistema financiero.
En España, los activos sostenibles superaron por primera vez a los tradicionales en 2020
Así lo sostiene el estudio Propósito y reinvención del capitalismo, realizado por CANVAS Estrategias Sostenibles en 2021, que recoge que un 70% de la ciudadanía española manifiesta estar muy o bastante preocupada por el impacto que el sistema capitalista actual tiene sobre las personas. Estos datos, sostiene la cofundadora y directora de desarrollo de esta consultora, Claudina Caramuti, demuestran que el encuentro entre capital y sostenibilidad es «inevitable y necesario» porque, reitera, «la sociedad reclama un sistema capitalista más sostenible».
Mardomingo, del IEB, coincide en la necesidad de que esos dos elementos que parecían opuestos se reconcilien: «No puede haber sostenibilidad sin finanzas; la transformación a todos los niveles que supone la sostenibilidad solo es posible si está promovida y sostenida por el sistema financiero», indica.
Esta inquietud social en favor de cuestiones que van más allá de la pura rentabilidad impregna también a los mercados, donde, según expone Caramuti, «en el último año ha crecido el interés de los inversores en estas dimensiones». De hecho, según datos del informe Approaching the Future 2021, unas mayores expectativas sociales (58,4%), la creciente exigencia regulatoria (42,9%), el convencimiento personal (33,8%) o la resiliencia que demuestra la inversión sostenible (26%) son las principales razones que explicarían este creciente interés de los inversores por las alternativas verdes.
ESG: Las coordenadas del dinero y la sostenibilidad
«Las inversiones sostenibles no son nuevas, aunque es a raíz de la Cumbre del Clima de París celebrada en 2015 (la COP21) y de los compromisos climáticos adquiridos allí, vinculados a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de Naciones Unidas, cuando se produce una eclosión generalizada de los criterios de sostenibilidad en las finanzas», explica Francisco Javier Garayoa, presidente de Spainsif, asociación dedicada a la promoción de las inversiones sostenibles.
Es en ese momento cuando empresas y mercados financieros empiezan a incorporar los criterios ESG (environmental, social, governance) –o ASG (ambientales, sociales y de gobierno corporativo), en español– a sus actuaciones y decisiones de inversión. Ahí surge también el concepto de inversión socialmente responsable (ISR), entendido como toda aquella inversión que incorpora estos criterios sostenibles al proceso de estudio, análisis y selección de valores de una cartera de inversión. «Estos estándares están suponiendo un cambio radical en la industria financiera», asegura Alberto Matellán, economista jefe de Mapfre Inversión, que matiza que «provocan que cada gestor de inversiones profesional y cada inversor minorista se planteen cuál es el destino que se da al dinero que gestionan, lo que les invita a reflexionar acerca del propósito y de la relación que tiene con la sociedad en su conjunto».
Mardomingo: «Salir a gritar «¡soy verde!» no es suficiente; se necesitan herramientas de evaluación que lo certifiquen»
Los datos parecen avalar ese viraje de las finanzas hacia tonalidades cada vez más verdosas. Un estudio realizado por BlackRock en 2020 concluyó que el 81% de los índices sostenibles tuvieron un mejor comportamiento que sus homólogos no catalogados como sostenibles. Un viento a favor para este tipo inversiones que también sopla en España, donde, según el último estudio anual de la evolución de la ISR en nuestro país elaborado por Spainsif, en el año 2020 los activos sostenibles superaron por primera vez a los tradicionales, que alcanzaron los 345.314 millones de euros.
Una de las razones de que las finanzas verdes ocupen ahora mismo las primeras posiciones entre las preferencias de los inversionistas es su capacidad de resiliencia y estabilidad. Algo que en periodos de inestabilidad –geopolítica, sanitaria, energética, económica y social– como el actual, es especialmente apreciado por quienes toman este tipo de decisiones. «En momentos difíciles de mercado, las estrategias ESG están más protegidas frente a controversias y, por tanto, frente a caídas», sostiene Matellán. «Se establece una correlación entre la inversión en activos sostenibles y factores tradicionales de resiliencia, como la calidad y la baja volatilidad», coincide por su parte Caramuti.
Matellán: «En periodos de inestabilidad, las estrategias que siguen criterios sostenibles están más protegidas frente a las caídas del mercado»
Eso sí, el economista jefe de Mapfre Inversiones advierte de que sería un error simplificar en exceso el universo de las inversiones sostenibles, ya que actualmente bajo ese paraguas ESG se incluyen tantas posibilidades, que la única manera de abordarlas con garantías es desde la especialización. «Una buena estrategia sostenible no puede basarse en un mero filtro de datos, sino que parte de un conocimiento muy profundo del activo en el que se invierte. Por eso este tipo de estrategias tienden a ser más rentables y es tan importante focalizar», expone.
Uno de los principales problemas que presentan los criterios ESG es la dificultad para distinguir de manera clara qué son inversiones sostenibles y qué no. La complejidad del asunto es tal que la Comisión Europea está trabajando en la creación de un sistema de clasificación de actividades económicas ambientalmente sostenibles que brinde seguridad a los inversores a la hora de decidir el destino de sus inversiones.
Se trata de una taxonomía verde europea que, aunque todavía no ha acabado de definirse, ya ha comenzado a poner nombre y apellido a algunos criterios relacionados sobre todo con el medio ambiente, con esa E (de environmental) inicial. «Los indicadores climáticos son los que resultan medibles de manera más directa y más estandarizada, y, de hecho, la mayoría de la industria está ya poniendo en marcha las mediciones de huella de carbono de las carteras», ilustra Matellán.
Menos claros son los criterios para regular esa S que representa la parte social, ya que se trata de un aspecto que, hasta la irrupción de la pandemia, había quedado relegada a un segundo plano. «Se ha visto que en la práctica los indicadores sociales tienen un impacto más directo e inmediato en la vida de las personas», argumenta Matellán, que aclara la dificultad para medir su impacto: «Abarcan muchas temáticas muy diferentes entre sí, y las métricas no siempre están claras. En este sentido, el siguiente paso de la taxonomía europea debe ser, precisamente, la parte social».
Asimismo, para Mardomingo, las principales deficiencias del sistema también están en «la evaluación y el seguimiento». A su juicio, las empresas ponen demasiado esfuerzo en la comunicación y obvian el resto: «Salir a gritar «¡soy verde!» no es suficiente; se necesitan herramientas de seguimiento y evaluación que lo certifiquen». No obstante, este experto tampoco es partidario de adoptar un enfoque exclusivamente orientado al cumplimiento de las normas pero sin integrar la sostenibilidad en la cultura empresarial. «No es una buena estrategia: puede que no sea fácil de detectar a corto plazo, pero acaba destapándose».
Los escépticos de la sostenibilidad aplicada a los negocios aducen, precisamente, que muchas empresas se están subiendo a este carro por una mera cuestión de imagen. Pero, aunque el greenwashing siga estando presente en muchas acciones de marketing de compañías que quieren aparentar ser más verdes de lo que en realidad son.
En este sentido, Alberto Andreu, profesor de la Universidad de Navarra, considera que la etapa de usar la sostenibilidad como pantalla defensiva frente al activismo es cosa del pasado: «Ya no se trata de una cuestión de imagen, sino de tener acceso a fuentes de capital. Es una realidad que con la nueva taxonomía europea va a haber menos dinero para financiar proyectos sin catalogación ESG. Así que quien no se meta en este circuito corre el riesgo de que sus fuentes de financiación se reduzcan significativamente en el futuro», advierte Andreu, quien recuerda que algunos bancos, como el Europeo de Inversiones, se han marcado como objetivo que el 50% de su balance sea ESG en 2030.
La legislación, un pilar fundamental
Otro de los motores del cambio de modelo está en la legislación, ámbito en el que la Comisión Europea actúa como principal impulsora de un nuevo marco normativo que favorezca esta transición sostenible. El Plan de Acción de Finanzas Sostenibles presentado el pasado 2018 por el Ejecutivo europeo incluye directivas específicas para las empresas y para los intermediarios financieros en materia de transparencia, como la ya citada taxonomía, el estándar de Bono Verde Europeo, el Reglamento de Divulgación SDFR o los índices de referencia climáticos.
Tras todas estas normas, según aclara Garayoa, «está la discriminación positiva de aquellas empresas punteras en materia ESG». ¿Significan estos movimientos que el gran capital se ha vuelto, de algún modo, ecologista? Depende de cómo se mire. Según explicaba Larry Flink en su última carta a los CEOs mundiales, «en la base del capitalismo está el proceso de reinvención constante: cómo las compañías deben evolucionar continuamente a medida que cambia el mundo a su alrededor o arriesgarse a ser reemplazadas por nuevos competidores».
Así que, si las inversiones sostenibles son las que actualmente mejores réditos pueden ofrecer a los accionistas, y si, tal como defendía la vieja escuela, dar los mejores réditos a los accionistas es la principal misión de una empresa, tal vez aquel premio Nobel de Economía no estuviera tan desencaminado después de todo.
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