Opinión
¿Dónde están los alquimistas del siglo XXI?
En el mundo de hoy, en el que todos somos juez y parte, ya sea como votantes, empresarios, trabajadores, inversores o consumidores seguimos persiguiendo puerilmente la aparición del mito: unos líderes capaces de reconducir la legítima aspiración de un mundo mejor.
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La llegada del nuevo milenio animó a imaginar con optimismo un horizonte de grandes posibilidades. Los estudios prospectivos cotizaban al alza y en uno de esos grupos de trabajo solía coincidir con Emilio Fontela, un catedrático español dotado de una inteligencia y una humanidad descomunales. Emilio era un convencido del papel del empresario en el siglo XXI. Lo presentaba como el «alquimista del nuevo milenio» por su capacidad de innovar, optimizar procesos y gestionar con eficacia. Esa idea o, mejor dicho, esperanza, se ha quedado conmigo como quedan las cosas que uno intuye, quiere creer o, simplemente, las escucha de una persona, como este caso, en el que confía y al que admira.
Pasados los primeros veinte años del nuevo milenio, la imagen de ese empresario se ha ido difuminando hasta hacerse casi imperceptible en un paisaje dominado por un entramado de prioridades e intereses que esconde un rostro bastante menos amable. A pesar de que las últimas décadas han provisto las condiciones para un crecimiento económico y un desarrollo humano sin precedentes, la ilusión de un espacio ampliado de libertad económica ha ido esculpiendo algo más parecido a un gran desorden global, adecuadamente opaco, mucho más complejo de lo que nos explicaron los narradores de la globalización, y caracterizado por una creciente e insidiosa bipolaridad, tanto en sus carencias como en sus excesos.
En ella coexiste un apetito de consumo infinito con la puesta a prueba de forma continua de los límites del planeta; la búsqueda del beneficio individual –sin cuestionar origen o forma– con la progresiva erosión de la capacidad de sostener servicios públicos; el extraordinario incremento del gasto militar con la aparente imposibilidad de una vida digna para millones de personas. ¿Es posible que todavía hoy haya 21 millones de personas sometidas a trabajos forzados, que generan cientos de miles de millones de dólares en ganancias ilegales, y casi 170 millones de niños sujetos a trabajo infantil?
Eso, que suena a ayer pero que sigue siendo hoy, se va insertando en una nueva fase. La demostrada disposición a ceder parcelas considerables de nuestra privacidad, desde nuestros movimientos a nuestras emociones, y los enormes avances producidos por la datalización, abre la veda a un remake de la conquista del salvaje oeste. En ese estadio, en el que ya nos encontramos, pero en el que todavía nos falta perspectiva o entendimiento, se adivina lo que hasta hace relativamente poco sólo se atrevían a criticar los más lúcidos y los más paranoicos: cómo maximizar la rentabilidad del control de nuestras necesidades, hábitos y decisiones.
«En cada crisis tienden a ganar los mismos, reforzando aún más su posición»
Ahora, con la Agenda 2030 como hoja de ruta propuesta y acordada para dotar al planeta de unos objetivos mínimamente inspiradores, nos encontramos con el amargo dilema de saber que los pilotos son los mismos que custodian esa «adecuada opacidad», a la que no le falta cierto toque de genialidad. A fin de cuentas, en cada crisis tienden a ganar los mismos, reforzando aún más su posición. Con ese panorama, no es tan sorprendente el éxito de los ideólogos del repliegue y sus intrigantes propuestas, irresistibles para muchos, que tanto recuerdan a una de las máximas del encantador diablo de Fernando Pessoa: «yo nunca he pretendido decirle la verdad a nadie, en parte porque de nada sirve y en parte porque no la conozco».
Ni unos ni otros parecen ser capaces de ralentizar la preocupante tendencia de que el prejuicio y el odio hagan más patria que la racionalidad. Como resultado, la determinación de ir dejando a futuras generaciones un mundo en unas condiciones mínimamente aceptables de salubridad física y mental se va aplazando para un futuro indeterminado, junto a los cambios que tan urgentemente necesitamos en áreas críticas como la energía y el medio ambiente, el transporte y la comunicación, la urbanización, la gestión de lo público, la seguridad y la migración. ¿Dónde están los alquimistas del siglo XXI? ¿Quiénes son capaces de alterar este estado de las cosas, representar la conciencia del planeta y plasmarla en conceptos prácticos?
Fontela decía que la globalización necesitaba el desarrollo de riqueza sobre un sustrato de cohesión social que compensase los excesos de una competitividad mal entendida. En el mundo de hoy, en el que todos somos juez y parte, ya sea como votantes, empresarios, trabajadores, inversores o consumidores seguimos persiguiendo puerilmente la aparición del mito: unos líderes capaces de reconducir la legítima aspiración de un mundo mejor.
Este año nos deja numerosas lecciones, pero una de ellas es crítica: ese mundo mejor es posible sin necesidad de mitos. Hijos de inmigrantes turcos, fundadores de una pequeña empresa de biotecnología en Maguncia (Alemania) y un contrato con Pfizer, ha dado lugar al embrión de la primera vacuna eficaz, que gradualmente vaya poniendo fin a la pandemia, y nos habrán demostrado dos cosas. La primera que, cuando se dan los incentivos, algo parecido a la alquimia existe y la capacidad de superación de la humanidad es asombrosa. La segunda, que Emilio Fontela tenía razón.
Carlos Buhigas Schubert es director y fundador de Col-lab.
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