Opinión

¿Felicidad Interior Bruta?

Debemos estar atentos y no confundir esa Felicidad Interior Bruta, tan deseable, con la Imbecilidad Interior Bruta que se nos quiere dispensar con el formato de un supositorio.

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19
septiembre
2014

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Los libros de autoayuda y la fiebre en torno a técnicas como el ‘coaching existencial’, cuya credibilidad linda con la de los vendedores ambulantes de pócimas crecepelo, se han convertido sorpresivamente en elementos clave dentro de ese ritual de la confusión que hoy, en las sociedades desarrolladas, envuelve la idea de felicidad, una idea ilustrada, a la que por supuesto todos deberíamos aspirar, pero marcando las distancias con ese rollo Walt Disney que emerge como una marea idiota contra la consistencia de tan legítima y noble aspiración. Ojo, no estoy cargando tintas contra la frivolidad conquistada, que no es más que un mecanismo de defensa, muy conveniente, para pasarlo bien, relacionarnos y, en definitiva, vivir el día a día. Siempre tiro del mismo ejemplo para defender la fuerza de ese tipo de frivolidad consciente: nada como un buen disco de Los Ramones, a todo volumen, para tocar el cielo cuando el momento acompaña. Pero debemos estar atentos: no confundir esa Felicidad Interior Bruta, tan deseable, con la Imbecilidad Interior Bruta que se nos quiere dispensar con el formato de un supositorio.

Haz este ejercicio: entra en tu cuenta de Facebook y enumera cuánta gente está hoy exhibiendo su vida privada y su (supuesta) felicidad de forma absurda y desvergonzada. El colmo del ridículo son esas parejas –y no hablo de adolescentes– que exponen ante cientos o miles de amigos, sin rubor alguno, el amor azucarado que se profesan. Han caído en la trampa de lo que el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han llama la sociedad expuesta. El hombre moderno no sabe qué hacer con su libertad y al final regala su intimidad en un ejercicio de pornografía casera que dota de contenidos a los gigantes del sistema: Facebook, Google… ¿Qué buscamos cuando nos desnudamos en público con tanta naturalidad? Transmitir, tanto a los demás como a nosotros mismos, una apariencia de felicidad. Esas imágenes quedan postradas en los muros, que actúan como una conciencia colectiva de cartón piedra, y espantan momentáneamente nuestro temor a ser desgraciados o infelices, al mismo tiempo que refuerzan nuestra sensación de pertenencia a la tribu.

En uno de sus más célebres ensayos, La sociedad del cansancio, Han describe con lenguaje preciso otro de los males del mundo contemporáneo: la autoexplotación que deriva en agotamiento y fracaso vital, como paradójica consecuencia de la búsqueda de un éxito mal entendido. Esta errática noción del éxito traza un recorrido narcisista que conduce a la depresión. Es, según el profesor de la Universidad de las Artes de Berlín, la consecuencia insana de rechazar la existencia del otro, de no asumir que el otro es la raíz de todas nuestras esperanzas. Sin dejar de moverme ni un segundo de la defensa de la meritocracia, que es el fundamento del progreso, creo que el problema que describe Han es tan fácilmente identificable en nuestras sociedades que debemos tenerlo muy en cuenta a la hora de organizar nuestra existencia.

Pero permitidme que vuelva al término medio aristotélico y me quede con las palabras que en el último número de Ethic nos ha dejado el pensador Javier Sádaba: quizá la clave consista en aprender a combinar la vida buena (en la que nos esforzamos por hacer lo correcto) con la buena vida (en la que buscamos disfrutar de los placeres que están a nuestro alcance). Nosotros os dejamos este nuevo número de Ethic con esa esperanza: que disfrutéis con la lectura tanto como nosotros hemos disfrutado al elaborarlo.

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