Pensamiento

La idea de Dios según diez pensadores

Temido, idolatrado y nombrado desde la noche de los tiempos, la figura de Dios aparece en cualquier rastro cultural que se precie, sea de índole religiosa o profana. Muchos pensadores ofrecieron su visión de tan misteriosa presencia, de inagotable y evidente inspiración.

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02
diciembre
2024

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Temido, idolatrado y nombrado desde la noche de los tiempos, la figura de Dios aparece en cualquier rastro cultural que se precie, sea de índole religiosa o profana. Muchos pensadores ofrecieron su visión de tan misteriosa presencia, de inagotable y evidente inspiración.

El filósofo andalusí Ibn Hazm, en El collar de la paloma, libro de reflexiones del siglo XI, recopila escritos en torno al amor udrí, y acude continuamente a Dios para que le conceda «fidelidad hacia todo aquel que se uniera a mí por un solo encuentro». El suyo es un Dios «entronado y ensalzado». Hacia Dios ha de realizarse el esfuerzo de salvación. Su voluntad es inamovible pero también poética por la justicia que imparte y el acercamiento lírico de Hazm en sus llamados.

Más «objetivo» en comparación resulta Tomás de Aquino, el mayor representante de la enseñanza escolástica. Para este fraile, teólogo y jurista, la prueba de la existencia de Dios se realiza a través de la filosofía, a través de la «experiencia sensible» tomada del aristotelismo. Dios requiere una revelación moral necesaria, pues Dios es el fin del hombre. Según Tomás de Aquino, el nombre más apropiado de Dios es el designado por Moisés en la zarza ardiente: «Qui est», «el que es». En Dios no hay distinción alguna entre esencia y existencia, y solo alcanzamos a comprenderlo mediante la consideración de las criaturas, «efectos de Dios».

Para Tomás de Aquino, la prueba de la existencia de Dios se realiza a través de la filosofía

Por su parte, Guillermo de Ockham habría de colocarse en el estadio primario del nacimiento del espíritu laico, teniendo en cuenta igualmente que estuvo lejos de ser un «secularista» o «racionalista» moderno. Para Ockham, Dios produce en nosotros la intuición de un «objeto-no existente», por ejemplo, la intuición de las estrellas, percibida por nosotros de forma natural. Dios produce en nosotros ese conocimiento intuitivo de las estrellas por medio de una causa secundaria, a saber, las estrellas mismas. Ahora bien, el mundo puede ser estudiado en sí mismo independientemente de Dios, sobre todo si, como Ockham afirmaba, no puede probarse estrictamente que Dios, en el pleno sentido de la palabra Dios, existe.

Tales meditaciones conducirían a probar la existencia de Dios desde dentro, como haría el francés René Descartes. Para él, la idea de Dios motivaba la cuestión de si sería producida por él mismo. Su figura necesitaba ser probada para que su existencia no supusiera un engaño al percibir como verdaderas aquellas proposiciones clara y distintamente. En Descartes, la palabra Dios es entendida como una substancia que es «infinita, independiente, omnisciente, todopoderosa», y por la cual uno mismo, y todo lo demás, si es que algo más existe, hemos sido creados. Su argumentación ontológica expone que Dios no existe simplemente en relación a nosotros, sino que existe de un modo necesario y eterno, en virtud de su esencia.

Cada paso es más individual, más personal, y durante el Romanticismo, uno de los pensadores que mejor indagó en los vericuetos de la fe fue Søren Kierkegaard. En su libro Temor y temblor duda sobre el deber absoluto hacia Dios. «El deber se constituye como tal cuando es referido a Dios, pero en el deber mismo yo no entro en relación con Dios. El deber de amar al prójimo no entra en relación con Dios sino con el prójimo a quien amo». Dios, entonces, se constituye como una paradoja: el deber de amarlo, si esto es entendido como un algo absoluto, hace que lo moral quede rebajado a algo relativo. Apunta: «El amor hacia Dios puede conducir al caballero de la fe a dar a su amor al prójimo la expresión contraria de lo que desde el punto de vista moral es el deber. Si no es así, la fe no tiene puesto en la vida, es una crisis».

La escurridura iniciada por Kierkegaard desembocaría en el nihilismo de Friedrich Nietzsche, quien proclamaría en su libro Así habló Zaratustra la muerte de Dios en beneplácito de la voluntad del hombre. «Dios es espíritu, un espíritu viviente o un fantasma […], cognoscible para nosotros a través de sus efectos. Si desaparecen los efectos, desaparece ese automovimiento, desaparece la vida de Dios, en suma, Dios está muerto». Sin Dios, el hombre queda autodeterminado. Para Nietzsche, Dios no era un ser requerido para la moralidad y valores de aquella Europa. Existente o inexistente, quedaba invalidado por su inutilidad para con la sociedad.

Nietzsche afirmó que, sin Dios, el hombre queda autodeterminado

Otro filósofo alemán, Max Scheler, opinaba, en cambio, que el impulso y el espíritu humanos son «atributos de lo divino». Su término de perfección se llama Dios. Para Scheler, es exacto decir que Dios es «infinitamente bueno, sabio y poderoso», pero eso es solo verdadero dicho del Dios acabado, al final de los tiempos. Mientras lo divino-humano esté aún en marcha, mantienen trágica lucha entre sí luz y tinieblas.

El español Miguel de Unamuno, estableciendo una sintonía entre los dos anteriores, afirmaba que la cuestión de Dios «forma parte de nuestro existir. No podemos alcanzarlo con la razón y, sin embargo, el amor nos lleva a la personalización del universo y a la afirmación de Dios. Creemos que Dios existe porque queremos que exista». Dios, según Unamuno, nace por la tendencia del amor a personalizar. Hacemos de Dios una «conciencia universal, y si esta es suprema, seguirá recordándonos después de morir».

En vida, no obstante, Dios puede identificarse como un intenso vacío. En la de Edith Stein, de origen judío, quien tras un periodo ateo se convirtió al catolicismo, llegando a tomar los hábitos en la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo cuando el nacionalsocialismo impidió que siguiera dando clases y conferencias. Asesinada en el campo de concentración de Auschwitz, Stein asumió que la presencia de Dios continúa presidiendo el desenlace de cada existencia humana de un modo imperceptible: «toda mi vida […] está prevista en el plan de la providencia divina y ella es, ante los ojos de Dios que lo ve todo, un nexo pleno».

Ante ese determinismo circunstancial y fatalista de Stein, María Zambrano propuso en Claros del bosque que la espiritualidad cristiana no puede separarse del pensamiento crítico, concibiendo un Dios entre los elementos, un nuevo misticismo. «En un instante, el punto oscuro del yo se viene a encontrar como centro de una cruz; entonces, sin sobresalto alguno, el corazón ocupa su lugar, se hace centro. […] El corazón del tiempo recoge el palpitar de la eternidad, el abrirse de la eternidad. Y el tiempo fluye como un río de la eternidad».

 

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