El tránsito desde la desilusión hasta la belleza del cambio
La incertidumbre y el descontento de la actualidad, ¿reflejan la necesidad de una revolución ética?
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Debemos afrontar una nueva era oscura en el liderazgo político y social. Son apropiadas las inquietantes palabras de Gloucester en El rey Lear: «Es la plaga del tiempo, en que los locos guían a los ciegos». Con algunas excepciones, muchos líderes locales, nacionales y globales muestran un sorprendente desprecio por la cultura y una atroz ausencia de desarrollo afectivo y emocional. Carecen de la visión necesaria para impulsar cambios y les falta el alma democrática para actuar de buena fe. Demuestran habilidades de gestión irremediablemente deficientes, exudan egoísmo, carecen de compasión y denigran la transparencia. Parecen estar motivados por el poder, no por el servicio. Nuestras sociedades necesitan líderes y visionarios que no piensen en ellos mismos. En palabras de Yuval Noah Harari, «hasta ahora no vemos nada parecido al liderazgo global fuerte que necesitamos».
El mundo está amenazado no sólo por una grave crisis socioeconómica, sino también por desastres naturales provocados por el hombre: desde derrames de petróleo hasta fugas radiactivas, desde servicios sanitarios subdesarrollados hasta el cambio climático. También existe una sensación opresiva de que estamos perdiendo todo lo que era confiable, predecible y capaz de guiarnos en la solución de nuestros problemas. La corrupción política, económica y social está aumentando. La ira y la insatisfacción crean descontento en todos los rincones del mundo, ya que aquellos considerados responsables de la crisis que enfrentamos son condenados como egoístas, codiciosos, injustos, arrogantes y cínicos. Más que nunca, vemos de primera mano las consecuencias nocivas de la filosofía de «lo merezco todo», practicada con absoluto desprecio por las personas que sufrirán sus consecuencias. Como ciudadanos comunes sabemos que esto no es solo una crisis política, económica y social: sentimos en nuestros huesos que se trata de una crisis ética, un problema estructural que no debemos ni podemos resolver utilizando las mismas formas de pensar que lo crearon.
Más que nunca, vemos de primera mano las consecuencias nocivas de la filosofía de «lo merezco todo»
Tras la derrota del nazismo, la humanidad rechazó visceralmente las crueles filosofías del odio que provocaron la más terrible pesadilla del siglo XX: el exterminio de millones de inocentes en nombre de una Raza, un Reino, un Líder. Esa sensación de horror dio lugar a una revolución moral: el movimiento de los derechos humanos, que reconoció las libertades civiles de las mujeres, los niños y las minorías. Sería interesante señalar exactamente cuándo comenzó a desvanecerse el recuerdo de los crímenes nazis, disolviéndose como ese mal sueño de medianoche que no somos capaces, o no queremos, recordar a la mañana siguiente. En ese momento, la mancha de sangre inocente se borró y los seres humanos vaciaron sus almas, abrazando las nuevas filosofías narcisistas del egoísmo y la codicia; comenzaron a definir la «buena vida» como aquella impulsada por la búsqueda del dinero y del poder: una vida sin vergüenza, remordimiento, gratitud, compasión o buena voluntad.
En los últimos años, se han realizado importantes esfuerzos para convencer a la gente de que el altruismo, la compasión y la tolerancia no son virtudes en absoluto, sino palabras vacías motivadas por el esnobismo espiritual y la ambición totalitaria. El crecimiento desmedido ha prevalecido sobre la protección del medioambiente; la simpatía por los desafortunados se considera un signo de debilidad que sólo sirve para multiplicar la dependencia del Estado, lo que genera una carga fiscal para las personas trabajadoras y creativas, ahora redefinidas como «creadoras de riqueza». Nos bombardean con la idea de que el consumo es felicidad, todo en nombre de la libertad; como dijo el poeta checo Czeslaw Milosz sobre su vida bajo el comunismo: «se nos permitía gritar en la lengua de los enanos y de los demonios, pero las palabras puras y generosas estaban prohibidas».
En vista de sus consecuencias, reconocemos estas ideas como crudos errores intelectuales que definen un mundo estrecho, pero el mundo ya no es estrecho. Nosotros, como psicólogos y educadores, sabemos que las nuevas tecnologías han ampliado los horizontes de niños y adultos y que se abren muchas posibilidades para la adquisición de habilidades cognitivas, sabemos que la verdad es cada vez más difícil de ocultar, un hecho que sólo subraya la importancia de la rectitud, la equidad, la integridad y la necesidad del pensamiento crítico. Estas nuevas tecnologías permiten a la gente desenmascarar la hipocresía moral y descubrir más fácilmente la brecha entre lo que se predica y lo que se practica. La ética debe enseñarse como la búsqueda de la verdad, no como la expresión de opiniones o desde la estrecha perspectiva del esnobismo espiritual. El comportamiento ético no se puede lograr agregando, simplemente, cursos o actividades a los programas de estudio: debe integrarse en todos nuestros procesos educativos como una progresión de aprendizaje permanente.
La ética debe enseñarse como la búsqueda de la verdad, no como la expresión de opiniones o desde la estrecha perspectiva del esnobismo espiritual
Los tiempos exigen una nueva revolución ética en la educación –y en la sociedad en su conjunto– que enfatice la importancia del ser humano, entendida esta no como las manos invisibles del mercado o como un consumidor de bienes o, incluso, como un cerebro aislado sin corazón, sin conciencia o sin sensibilidad artística. Necesitamos educar para la ética y la estética, para el compromiso con la justicia y la libertad, para la capacidad de admirar la belleza de las creaciones humanas, educar, insisto, para el respeto al planeta y a su biodiversidad. No podemos enseñar para un examen o una prueba, en detrimento de enseñar al corazón. Ese tipo de enseñanza sólo valora un proceso de aprendizaje a corto plazo en lugar de una actitud de aprendizaje permanente a lo largo de la vida.
La educación ética debe ser un compromiso contra la crueldad, contra la intolerancia y el moralismo fanático. La educación estética nos permite admirar la belleza de las creaciones humanas, mientras que la integridad nos lleva a comprender que las personas piensan, viven y se comportan de maneras diferentes y que sus visiones no siempre serán como la nuestra. Y esto es lo que nos permite enriquecer nuestras vidas con maravillosas creaciones en la ciencia, la tecnología y el arte. Necesitamos enseñar el lenguaje de las emociones y el modo de interactuar de manera compasiva e inteligente para que podamos aceptar, comprender y gestionar nuestros sentimientos y los de las personas que nos rodean. Necesitamos estar más apegados al conocimiento que a los certificados o los diplomas. A corto plazo, necesitaremos combinar la educación presencial con el aprendizaje individualizado a distancia.
Necesitamos educación para la libertad y las responsabilidades que esta implica. La libertad sin responsabilidad es una licencia para hacer cualquier cosa sin consideraciones éticas, para olvidar la justicia y los derechos del otro, para recibir sin gratitud porque malentendemos que lo merecemos todo. Es vivir bajo la falsa impresión de que la vida sólo tiene recompensas sin consecuencias ni castigos. La educación para la libertad es educación para tomar decisiones basadas en una reflexión ética sobre cómo esas decisiones afectarán nuestras propias vidas, la vida de nuestros semejantes y la vida del planeta.
La educación ética debe situarse en el lugar de la libertad. La educación sin libertad es adoctrinamiento: ejerce la autoridad por intimidación y no por inspiración. Supone la aceptación de uno mismo y nos impulsa a buscar para experimentar, para dudar, para equivocarnos, para expresar sentimientos sin miedo a ser objeto de castigo o ridículo. Necesitamos la libertad de poder cuestionar la autoridad, hablar sin coerción y desafiar los dogmas de la época. Tengamos en cuenta la advertencia de Voltaire: «quien tiene el poder de haceros creer absurdos, tiene el poder de haceros cometer injusticias».
Necesitamos la libertad de poder cuestionar la autoridad, hablar sin coerción y desafiar los dogmas de la época
Muchas guerras se han basado en propaganda que induce a la gente a creer cosas absurdas. La mala noticia es que ahora vivimos en un mundo más peligroso que el mundo de Voltaire, sobre todo porque tenemos armas de destrucción masiva que pueden caer en manos de cualquiera. La buena noticia es que también contamos con poderosas tecnologías de comunicación que pueden usarse para evitar conflictos y ayudar a los buenos líderes, a fin de que, con firme determinación, puedan difundir sus mensajes de tolerancia.
A quienes dicen que esto suena demasiado idealista, demasiado difícil y gravoso, les diría que las guerras, las pandemias y la destrucción son todavía más caras. La nueva generación vive en un mundo invadido por la información: por ello necesita creatividad para reemplazar, y no repetir, los errores de las generaciones pasadas. Precisarán sensibilidad para apreciar y proteger las creaciones inmortales del talento humano y, sobre todo, requerirán ética para guiar sus decisiones. Así, tendrán acceso a información no contaminada por ideologías, gobiernos o intereses económicos o políticos, pero necesitarán sabiduría para separar el trigo de la paja. Requerirán el poder de la imaginación para construir nuevos modelos y herramientas que reemplacen un mundo en decadencia, vivirán en una verdadera aldea global, donde las interacciones humanas serán más diversas y amplias a pesar de la distancia social. Por todo esto y más, necesitamos una educación para las emociones. Sólo así podremos evitar conflictos innecesarios y crear una única y auténtica familia humana.En un mundo invadido por novedades y tecnologías deslumbrantes, los seres humanos necesitan momentos de paz e introspección que sólo el arte y la proximidad de la naturaleza pueden ofrecer. El objetivo de la nueva educación será liberar la mente de la idea de que de alguna manera estamos separados de la naturaleza y del resto de la humanidad. «Este engaño», citando a Albert Einstein, «es una especie de prisión para nosotros, que nos limita a nuestros deseos personales y al afecto por unas pocas personas más cercanas a nosotros. Nuestra tarea debe ser liberarnos de esta prisión ampliando nuestro círculo de compasión para abrazar a todas las criaturas vivientes y a toda la naturaleza en su belleza».
Miguel Ángel Escotet es Catedrático emérito del Sistema de la Universidad de Texas y rector de la Universidad Intercontinental de la Empresa (UIE).
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