La trinchera de las letras
La cultura, que había sido una constructora de puentes, parece hoy un territorio sembrado de frentes y minas antipersona. En ese contexto, Juan Soto Ivars lanza una mirada irónica sobre los frentes de batalla en su ensayo ‘La trinchera de las letras’ (Ediciones Nobel, 2024).
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¡Estamos en guerra! Pero tranquilos, es cultural. Para desgracia de quien se interese por el conocimiento, la enseñanza, la política, la libertad, el entretenimiento o el humor, la famosa batalla cultural está abierta en todos esos frentes y algunos más. Hay mucha gente implicada, desde partidos políticos a los habitantes de las casas okupas, pasando por el cura y los medios de comunicación. Y el resto, ay, como los gitanos nómadas que vagaban entre las fronteras de la vieja Europa, tropezamos con este alambre por todas partes. ¿Recuerdas esa canción inocente que te hizo feliz cuando ibas a los bares? Ya no es inocente. ¿Aquella película que te dio tan buenos ratos y revisas una y otra vez? Mejor revísate a ti mismo porque algo has estado haciendo muy mal. ¿Y ese libro con el que te formaste y en cierta forma cambió tu vida? Pues todo lo que subrayaste soslaya el problema central: el autor maltrataba a sus sirvientes.
Uno, a ratos, llega a plantearse por que este ensañamiento cuando la cultura, creíamos, servía mas bien para unir que para separar. Pero es que nunca fue así (dirán los beligerantes), bien porque las culturas diferentes son incompatibles, bien porque la cultura de todos es un sistema que perpetúa la opresión, bien porque la cultura es un instrumento de no sé qué elites y propiedad suya. Ernest Urtasun, ministro de Cultura, proclamó al ser investido que «la cultura es una herramienta de combate contra la extrema derecha». Es decir: que la cultura tiene poderes mágicos y además es el instrumento de perpetuación para cualquier gobierno que llame «extrema derecha» a toda su oposición. Alberto Olmos, estupefacto por la incultura del ministro de Cultura, se maliciaba que si acabamos con la extrema derecha terminaremos por fin con la cultura, pues habrá cumplido su objetivo. Y algo habremos ganado, añado.
¿Recuerdas esa canción inocente que te hizo feliz cuando ibas a los bares? Ya no es inocente
La opinión de Urtasun no es rara: coincide con la de sus adversarios, desde Vox a grupos de presión como Hazte Oír. También el nacionalcatolicismo creía en la batalla cultural en el tiempo en que Stalin llamaba a los escritores «ingenieros de almas», pues no estamos hablando sobre algo nuevo: espíritus totalitarios (y totalizadores) han existido siempre. La fe en que la cultura sirve para provocar cambios políticos o para frenarlos está hoy tan extendida como la de la virginidad de María hace cien años. Hablan de la cultura como un teatro, no de espectáculos, sino de operaciones. En ella se concentran los esfuerzos bélicos de la política (vamos a adjetivarla así) populista. Alguien empezó a tirar desaforadamente de una cuerda y, con el paso del tiempo, la tensión innecesaria provocó que otros tirasen en sentido contrario. No hay más. Hoy se puede tocar una polka con el arco sobre la tensión que soporta esa cuerda.
Pero la cultura ¿qué demonios es? ¿Por qué nos importa? ¿Por qué unos la quieren defender cuando sienten que otros la atacan o se la arrebatan? ¿Es un conjunto de ritos y de símbolos y nada más? ¿Es un marco para establecer y transformar las creencias? ¿Es un trampolín que permite cambios sociales? ¿Un muro de discriminación? ¿Es la fuente manantial de la identidad de grupo o su disolvente? ¿Es lo que nos da sentido, lo que nos lo oculta, lo que nos persuade de que existe un sentido y nos engaña? ¿O es todo al mismo tiempo? Y por otro flanco, ¿es cierto que unos la defienden del ataque de otros? ¿No es este ataque también parte de la cultura? ¿O serán tal vez ellos quienes la defienden de nosotros?
Las facciones de la batalla cultural ni siquiera se pondrían de acuerdo para establecer los límites de la cultura, ni su definición, ni las fronteras entre una y la otra. ¿Acaso hay límites entre culturas si unas han estado alimentándose de otras desde los tiempos de la escritura cuneiforme? ¿No son todas producto del mestizaje? ¿O es que las culturas las establece el nacionalismo? ¿O el arte? ¿O la religión? ¿O la costumbre? ¿A qué agarrarse? ¿Por dónde empezar? ¿Por la historia? Pero ¿quién escribe la historia? ¿Con qué objetivo? Después de todo, ¿no pasa a considerarse «fuente histórica» el panfleto mas sesgado a condición de que pasen años suficientes y exista poca competencia bibliográfica? ¿No escribían los frailes la historia de Europa ocultando o quemando libros impíos? ¿Quién podría preguntar a los adversarios del autor del poema de Gilgamesh para conocer otra visión sobre la vida de los sumerios?
Hoy se ponen muchos apellidos a la cultura. Se habla de la «cultura heteropatriarcal», la «cultura popular», la «cultura del cuerpo», la «contracultura», la «cultura de la cancelación», la «cultura de la violación», la «cultura okupa», la «cultura financiera», la «cultura de Internet», la «cultura punk», la «cultura woke», la «apropiación cultural» y corramos un tupido velo sobre las subculturas. ¡Incluso se habla de la alta y la baja cultura, tras décadas en que lo alto y lo bajo trocaron su sitio posmoderna y definitivamente! ¿Está situada todavía la cultura en un escalafón? ¿Es más alta la cultura que emana de la novela incomprensible que nadie ha leído pero unas cuantas decenas de académicos tildan de brillante, o de la cancioncita chabacana que todo el mundo, incluso el erudito, tararea sin saber por qué?
Considero que el uso de la palabra «cultura» más sospechoso es el más frecuente: el de quienes nos dedicamos de una forma u otra a esa industria con la publicación de libros, la filmación de películas o el microteatro en Lavapiés.
Este texto es un fragmento de ‘La trinchera de las letras’ (Ediciones Nobel, 2024), de Juan Soto Ivars.
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