Sociedad

Nadie se va a reír

¿Cuál es la frontera de la libertad de expresión? Internet no solo ha abierto el debate sobre la cuestión, sino que también ha sido el punto de partida para varios casos judiciales en los últimos años. Uno de ellos fue el protagonizado por Anónimo García. En ‘Nadie se va a reír’ (Debate, 2022), Juan Soto Ivars disecciona este proceso judicial y también se plantea por qué la condena con la que se resolvió el juicio no logró el mismo eco y las mismas protestas que sí tuvieron otros casos contemporáneos.

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25
enero
2023

Frente a los juzgados de Plaza de Castilla de Madrid se ha congregado un grupo de chicos y chicas que gritan con pancartas en las manos. El retablo que componen este 15 de marzo de 2019, bajo el sol vertical de uno de esos días excitantes y limpios del invierno de Madrid, es el de la horda modernista que revoloteaba alrededor de Max Estrella venida a través de los espejos del callejón del Gato. Quieren atraer la atención de la gente. Bailan en corro como indios que llaman a la lluvia y gritan una consigna extraña: «¡Liberad a nuestro ano!», mientras agitan pancartas ante los peatones para que lean su proclama: «#FREEANO».

Una señora que pasa les desea suerte para ese tal «Fernando». Pero no, ¡señora!, no es Fernando el camarada que declara ante el juez en los intestinos del edificio, y tampoco el esfínter de nadie, por suerte. Ano es Anónimo García, aunque su nombre de guerra se ha quedado fuera, en la calle, junto al diminutivo escatológico que sus amigos usan para referirse a él. En el juzgado solo tiene el nombre de su DNI, que algunos de sus amigos ni siquiera sabrían deletrear.

Aunque trata de conservar su pose irónica, su sonrisa impenetrable y su elocuencia inocentona, sin seudónimo ya no tiene máscara: todo lo demás se descompone. Para alguien habituado al alias, el juzgado ofrece una experiencia de desnudez desapacible. En el banquillo no puede hablar en el idioma retorcido que su grupo bautizó como ultrarracionalismo, y aunque fueron el seudónimo y la ironía los que lo arrastraron ante el juez, no será Anónimo quien pague el pato, sino él, y no lo castigarán por las palabras de su corazón o los actos de su voluntad, sino por una ironía diabólica que Anónimo tejió hasta enredarlo todo.

«Solo falta el olor a coliflor recocida y las vecinas vocingleras tendiendo la ropa entre pilas de documentos para completar el escenario de ‘El proceso’ de Kafka»

Hoy el asunto sigue pareciendo una broma, pero su futuro es un laberinto que se construye a cada paso que da. Con las risas y las bromas, Anónimo García ha ocultado a sus camaradas su preocupación. Tal vez se la oculta también a sí mismo, pero lleva unos días durmiendo mal pese a las palabras tranquilizadoras de su abogado. La denuncia es una estupidez, ningún juez le daría bola, lo sabe, pero en su cerebro sigue encendida una alarma desobediente. Un piloto rojo indica que algo va mal. ¿Qué puede ser?

Mientras sus secuaces ultrarracionalistas arman alboroto en la plaza, él trata de estar atento a los detalles del interior del juzgado. El comediante y la víctima de un extraño proceso judicial se escinden en su interior. Una parte de Anónimo tiene tembleque mientras la otra empieza a imaginar formas divertidas de contarlo todo cuando salga. Le asombra el desbarajuste que ha encontrado en el interior. Oficinas y almacenes se confunden en pasillos sembrados de puertas con carteles numerados. Solo falta el olor a coliflor recocida y las vecinas vocingleras tendiendo la ropa entre pilas de documentos para completar el escenario de El proceso de Kafka.

Tras un rato esperando, una funcionaria les hace pasar a la sala en que se celebrará la vista. Es un diminuto despacho con una mesa en forma de u que acapara el espacio, una televisión en alto y un mueble con un viejo DVD y toneladas de discos esparcidos de cualquier forma a su alrededor. Allí intentan conectar la videoconferencia con el juez, que ya está esperando en Pamplona. Mientras una funcionaria blande el mando a distancia como un sable láser, la otra dice textualmente «sentarsus» y señala una silla demasiado próxima a la pantalla, lo que obligará a Anónimo a doblar el cuello como un pavo. A esa mujer le preguntarán si falta mucho y ella exclamará «yo solo estoy aquí para darle a la palanca».

(…)

Apenas media hora después de haber entrado al edificio, ya lo ven venir sus camaradas con expresión socarrona y aires de haber hecho una trastada memorable. Han sido unos pocos minutos dentro. Una ridiculez. Sin embargo, al final de esta historia nadie se va a reír. El proceso se replicará a sí mismo y se retorcerá con otra denuncia. En otro tribunal más estricto dirán que dijo, dirán que hizo, sospecharán de sus motivaciones y hablarán de las consecuencias de unos actos de Anónimo imposibles de verificar para él. Nada de lo que declare se tomará en serio, pues se está enjuiciando una ficción. ¿Cómo distinguir la verdad de la mentira? ¿Cómo demuestra un loco que está cuerdo si ya ha dado con sus huesos en el manicomio?

Lo cierto es que esta mañana queda mucho para que el proceso se complique. Cuando los ultrarracionalistas ven salir a su Ano sin grilletes, entran en frenesí. Lo abrazan, le dan palmadas en la espalda y lo cubren de besos, y a continuación irán todos a beber a un bar, aunque Anónimo no es bebedor. En torno a una mesa grasienta va a contar a sus camaradas lo que ha visto al otro lado de las paredes herméticas del juzgado de Plaza de Castilla, lo que le han preguntado y qué locura es someter a juicio la ironía. «Ha sido todo como de Mortadelo y Filemón», dirá.


Este es un fragmento de ‘Nadie se va a reír’ (Debate), por Juan Soto Ivars.

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